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Authors: Laura Gallego García

Alas de fuego

Se desarrolla en un mundo en el que humanos y ángeles conviven desde hace milenios. Los ángeles son de carne y hueso, parecidos a los humanos, pero más altos, sabios, bellos y longevos… y, por supuesto, con alas. La reina Marla, de diecisiete años, es la soberana de una nación resplandeciente. Ahriel, un ángel femenino, está a su lado desde que nació, con la misión de guiarla y protegerla, y de guardar el equilibrio en los reinos humanos. Pero cuando descubre una conspiración para iniciar una sangrienta guerra, Ahriel es traicionada y encerrada, con las alas inutilizadas, en la espantosa prisión de Gorlian, un mundo primitivo, salvaje y brutal, de donde nadie ha logrado escapar jamás. Ahriel deberá aprender no sólo a sobrevivir en Gorlian, sino también a ver las cosas desde el punto de vista humano… a ras de suelo.

Laura Gallego García

Alas de fuego

Ahriel I

ePUB v1.0

Johan
15.07.11

El guerrero de la luz, sin querer,

da un paso en falso y se hunde en el abismo.

Los fantasmas lo asustan, la soledad lo atormenta.

Como había buscado el Buen Combate,

no pensaba que esto pudiera sucederle a él; pero sucedió.

Rodeado de oscuridad, se comunica con su maestro:

—Maestro, caí en el abismo —dice—.

Las aguas son hondas y oscuras.

—Recuerda esto —dice el maestro—.

Lo que ahoga a alguien no es la inmersión,

sino el hecho de permanecer bajo el agua.

Y el guerrero usa sus fuerzas

para salir de la situación en la que se encuentra.

Paulo Coelho,
Manual del guerrero de la luz

I

La reina María se hallaba asomada al amplio balcón del salón del trono, viendo combatir a su ángel, cuando recibió la noticia del asesinato del conde Aren. El mensajero le habló al oído, de manera que nadie más pudo escucharlo, pero los labios de ella se fruncieron levemente. Aquélla fue su única reacción.

No comentó el asunto con nadie más.

Cuando el mensajero se retiró, la reina María continuó en la misma posición, asomada a la balconada, como si la noticia hubiese sido del todo intrascendente.

La reina María tenía diecisiete años, y era la soberana de una nación resplandeciente, pero rodeada de reyes ambiciosos que deseaban ampliar su territorio.

María había aprendido desde niña a no mostrar sus sentimientos, porque no ignoraba que tenía espías en la corte. Todo el mundo sabía que no confiaba en nadie. Salvo, quizá, en su ángel.

Abajo, en el patio, dos figuras se batían en un duelo de espadas. Una de ellas era un feroz bárbaro que había venido desde las llanuras del este para tratar de alcanzar la fama como combatiente en los Juegos de Karishia, la capital del reino. En los tres meses que llevaba luchando todavía no había perdido un solo combate. Cuando saltaba a la arena, todos vociferaban su nombre, enardecidos. Pero cuando caminaba por las calles de la ciudad, exhibiendo su poderosa musculatura, la gente se apartaba a su paso, intimidada.

Había hecho fortuna en los Juegos y era admirado y respetado. Una noche, en una fiesta, había afirmado que sería capaz de derrotar al ángel de la reina María. Estaba borracho cuando lo dijo, pero, de todos modos, la noticia del desafío había corrido por toda Karishia, y él no había tenido más remedio que hacer llegar al palacio un reto formal.

Todos sabían que al ángel no le gustaba luchar en peleas banales. Pero el bárbaro era famoso, y el desafío había despertado mucha expectación. La propia María le había pedido que combatiese.

Y allí estaba ella. Cubría su cuerpo con una armadura de oro, reluciente como el mismo sol. Sus cabellos negros, recogidos en un complicado peinado de trenzas, se le desparramaban por los hombros, rectos y orgullosos. Había extendido sus grandes alas blancas, y su sombra parecía cubrirlo todo. Era casi tan alta como el enorme bárbaro, pero infinitamente más hermosa. Su nombre era Ahriel.

El mercenario gruñó, alzó la espada y se lanzó contra ella. Ahriel esperó, seria y serena, con los músculos en tensión. Se movió ágilmente en el último momento y se apartó de la trayectoria del bárbaro, que casi perdió el equilibrio.

No había sido un movimiento muy airoso por su parte. Los espectadores rieron, y el bárbaro gruñó. Pero Ahriel no sonrió.

—¿Por qué no utilizas tus alas, pajarita? —escupió el mercenario—. ¿Por qué no vuelas?

Nadie se había atrevido nunca a hablarle de esa forma al ángel de la reina María, pero el bárbaro estaba furioso, y había sido herido en su orgullo de hombre del este.

—No estaríamos en igualdad de condiciones —dijo Ahriel suavemente; su voz sonaba clara y profunda como el tañido de una campana.

El bárbaro gruñó de nuevo y se lanzó sobre ella con un grito salvaje. En esta ocasión, Ahriel no se apartó. Las espadas chocaron. Saltaron chispas.

Los mandobles del luchador eran poderosos, sin duda, pero el ángel movía su arma con elegancia y una seguridad casi sobrehumana; como si estuviese completamente convencida de estar haciendo lo correcto en cada momento.

Y así debía de ser, puesto que, instantes después, la espada del bárbaro salió volando por los aires y aterrizó sobre las baldosas del patio con un sonoro chasquido metálico. Hubo un silencio incrédulo.

El bárbaro, atónito, cayó de rodillas ante el ángel.

Hubo algunos tímidos aplausos. Ahriel era siempre muy reservada. Todos la admiraban y la temían, pero ella no tenía amigos. Salvo, quizá, la reina María.

—Brujería —susurró el bárbaro.

Ahriel replegó las alas, pero no respondió. No tenía nada que decir.

El luchador no se atrevía a mirar a su alrededor. Había sido vencido de manera humillante. Aunque el ángel no se había ensañado con él, su absoluta imperturbabilidad, que dejaba en evidencia la violenta furia del bárbaro, había convertido su derrota en algo mucho más vergonzoso para él. Sin gritos, sin aspavientos, sin ruido, aquella mujer con alas de pluma blanca lo había dejado en ridículo delante de todo el mundo. Pronto todo Karishia conocería hasta el más mínimo detalle de aquella pelea.

Su carrera estaba acabada.

El bárbaro alzó la cabeza para mirar al ángel. Ella no sonreía. No había expresión en su rostro. El luchador advirtió la absoluta perfección de sus rasgos y pensó que a la gente podía parecerle hermosa. No más que una estatua de mármol, se dijo el bárbaro. Pura y perfecta, pero fría y sin vida.

—Mátame —le pidió a Ahriel.

Ella negó con la cabeza. Envainó de nuevo la espada, extendió las alas y, con un poderoso impulso, se elevó en el aire. Todos la vieron volar, resplandeciente, con los rayos solares reflejándose sobre su armadura de oro. Era un espectáculo magnífico.

Ahriel, sin embargo, no se entretuvo en fiorituras. Abrió las alas un poco más y se quedó suspendida en el aire, delante de la reina María, que seguía asomada al balcón.

—Saludos, Ahriel —sonrió ella—. Bien luchado.

—Señora —el ángel inclinó la cabeza ante la soberana de Karish.

—Ahora debes descansar, pero supongo que no tendrás inconveniente en pasar a verme más tarde. Siempre disfruto con tu compañía.

—Si así lo deseas.

Ahriel se despidió de la reina María y se elevó hacia las cúpulas más altas del palacio. Pronto la perdieron de vista.

La reina se retiró del balcón, seguida de su séquito. Los espectadores del patio se fueron dispersando.

Momentos después, sólo el bárbaro seguía allí, hundido y abatido sobre las amplias baldosas de piedra.

Ahriel había cambiado su armadura de oro por una sencilla túnica blanca. Su espada seguía, no obstante, prendida en su costado.

Ahora se hallaba sentada ante la reina María, en sus aposentos privados. Muy poca gente tenía permiso para entrar allí. Ahriel tenía la obligación de hacerlo, siempre que fuera necesario.

La reina María la miró, pensativa, mientras jugueteaba con el medallón que pendía de su cuello y que siempre llevaba puesto, porque era un regalo de Ahriel.

Las dos mujeres eran muy diferentes. Ahriel era imponente, alta, serena, segura y resplandeciente como una diosa. María era pequeña, pelirroja, impaciente. Con los años, había aprendido a dominar su nerviosismo, ya que le iba la vida en ello.

Ahriel le había enseñado. Ahriel había estado junto a su cuna cuando nació.

Muy pocos, en tierras de humanos, sabían de dónde procedían los ángeles. Algunos aseguraban que descendían de las nubes. La mayoría creía que eran sólo criaturas de leyenda.

Por esta razón, entre otras muchas, hubo tal revuelo en la corte el día en que María nació y nada menos que un ángel se presentó en el palacio, solicitando audiencia al anciano rey Briand. Hablaron en privado, y ninguno de los dos hizo a nadie partícipe de lo que se trató en aquella inusitada reunión. Pero, a partir de entonces, Ahriel acompañó a María, para protegerla y servirla fielmente, a lo largo de toda su vida como princesa, primero, y como soberana de Karish, después de la muerte de su padre.

María había crecido bajo la sombra de las grandes alas de Ahriel. El ángel apenas había cambiado en aquellos diecisiete años, pero hacía ya mucho que la reina había dejado atrás la infancia.

Ahriel se había dado cuenta de ello. Lo apreció, una vez más, en los ojos de la reina cuando ella le dijo, en voz baja pero desapasionada:

—Ahriel, hay un motivo por el cual quería hablar contigo: han asesinado al conde Aren, el embajador del reino de Saria.

Ahriel frunció levemente el ceño, pero no dijo nada. Simplemente, esperó, porque sabía que María no había terminado de hablar.

—Fue cuando regresaba a Saria para ofrecer al rey mi propuesta de alianza. Los sarianos han encontrado su cuerpo. Alguien le había clavado un puñal en el corazón —María hizo una pausa; después añadió lentamente—. Un puñal forjado en Karishia. Un puñal caro, perteneciente, sin duda, a alguien de la nobleza.

—Comprendo —asintió Ahriel.

María fijó en su ángel una mirada llena de preocupación.

—Alguien está intentando culparnos a nosotros del asesinato del conde. Aun suponiendo que el rey de Saria aceptase mi versión, no sé si con eso evitaríamos que nos declarasen la guerra, Ahriel. El conde Aren era muy querido. En Saria circulan extraños rumores. Dicen que Karish ambiciona expansionarse hacia los reinos vecinos. ¡Los dioses saben que hemos pasado siglos defendiéndonos de las ambiciones de los reinos vecinos!

—Lo sé, señora —la tranquilizó Ahriel.

La reina no pudo quedarse sentada por más tiempo. Se levantó y comenzó a pasear arriba y abajo, nerviosa, reflexionando intensamente.

—Esos estúpidos rumores... —dijo finalmente—. Los ataques a mercaderes sarianos en nuestras tierras... y el asesinato del conde Aren, que trabajaba por la paz entre todos los reinos. Alguien está tratando de provocar la guerra, pero... ¿quién?

—Podrían ser radicales sarianos, señora. O el núcleo de imperialistas de Ura. O agentes de otros reinos.

María frunció el ceño.

—De todas formas, Ahriel, la partida del conde se hizo en el más absoluto secreto, así como la ruta que seguiría.

—Eso significa que tienes a un traidor más cerca de ti de lo que sería deseable —Ahriel habló con gravedad, pero también con desapasionamiento—. Y, si trabaja para alguien que busca una guerra entre reinos, es posible que tú seas su próximo objetivo.

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