—¡Sésamo, ciérrate!
Y la puerta cerróse tras el visitante, pesada de solemnidad.
No sería difícil que a estas horas el lector, abocado a tan ominoso principio de aventura, se dejase llevar por la inquietud y abandonara mi novela en busca de más favorables climas. Pero si en sus arterias corre todavía la sangre de San Martín o de Cabral, y si la armadura de sus abuelos no se rindió aún al óxido inclemente de los siglos ni a la codicia de polvorientos anticuarios, el lector volverá de su flaqueza y me preguntará sin duda: ¿Qué había, pues, en la habitación número cinco? A lo que responderé: Adentro señoreaba toda la oscuridad, la sombra palpitante, la tiniebla viva, como si la última noche, acosada por el día y sus mordientes perros, hubiera buscado refugio en la habitación número cinco y temblase aún llena de zozobra.
(Samuel Tesler, filósofo, había nacido en Odesa, junto al Pontus Euxinos, circunstancia feliz y harto reveladora que a su juicio lo consagraba ineluctablemente a los estudios clásicos. Aunque reiteradas veces había insinuado él alguna intervención de lo sobrenatural en su advenimiento a este mundo, Samuel Tesler no nació, como Palas, del cráneo majestuoso de Zeus, ni siquiera, como el duro Marte, gracias a una percusión insólita de la vulva materna, sino del modo natural y llano con que nacen los hombres corrientes y molientes: cierto es que su enorme cabeza infantil —en cuya estructuración se había descalcificado su madre hasta perder casi toda la dentadura— resistiese durante largas horas a trasponer el dolorido umbral de la tierra; pero debió ceder al
forceps
heroico, de cuya virtud operativa conservó dos marcas sangrientas en sus regiones temporales, o dos rosas tristísimas que su madre le besaba llorando. En lo que atañe a su lactancia, jamás negó Samuel Tesler que a duras penas había conseguido extraer algún zumo de las resecas ubres maternales; y sin embargo, cuando se refería él a ese tema, no dejaba de sugerir la colaboración de una loba o ninfa láctea cuya benignidad lo había convertido en hermano de leche de Júpiter. Los historiadores están de acuerdo en afirmar que, pese a sus innumerables reticencias, Samuel Tesler no acometió en su cuna ningún trabajo excepcional, pues ni estranguló la serpiente de Heracles, ni halló la cuadratura del círculo, ni resolvió siquiera una ecuación de tercer grado con nueve incógnitas; en cambio sábese que, dueño de una facilidad diurética verdaderamente increíble, se dedicó a mojar pañales y pañales que su abuela Judith secaba en la gran estufa de la cocina. Bien que su padre fuera sólo un discreto remendón de violines y su madre apenas una dulce tejedora de cáñamo, Samuel Tesler afirmaba descender en línea recta de Abraham el patriarca y de Salomón el rey; y cuando alguno ponía en duda el carácter sacerdotal de su estirpe, exhibía su frente rugosa en la que juraba y perjuraba sentir los dos cuernos de los iniciados. Un lustro apenas tenía cuando emigró con su tribu y sus dioses a las tierras del Plata, donde creció en fealdad y sabiduría, recorrió paisajes, tanteó caracteres, estudió costumbres, y gracias al más asombroso de los mimetismos llegó a considerarse un aborigen de nuestras pampas, hasta el extremo de que, mirándose al espejo, solía preguntarse si no estaba contemplando la mismísima efigie de Santos Vega.)
No bien la puerta se hubo cerrado a sus espaldas, Adán Buenosayres aventuró un paso en la negrura; y aventurara más aún si en aquel instante no le hubiera venido a la memoria un famoso consejo de los turistas de la noche, los cuales recomiendan en estos casos una prudente adaptación de los sentidos a la tiniebla, como lo hicieron Montecristo, Rocambole y otros paladines en cuyo alto ejemplo se aleccionó nuestra infancia. Atento, pues, a doctrina tan útil, Adán Buenosayres no prosiguió su avance temerario, sino que, inmóvil todo él y deseoso de captar algunos detalles de la guarida, ordenó que sus cinco sentidos se le adelantaran en la oscuridad. Y el primero en resentirse fue su olfato, pues anotó en seguida el hedor espeso de un ambiente que se ha corrompido en sus relaciones con el ser animal, ya fuese por el intercambio de gases que realiza el animal con su atmósfera, ya por la fermentación de sudores rancios, ya por la descomposición de micciones imperfectamente controladas o retenidas más de la cuenta en esos receptáculos que la dignidad humana, siempre celosa de sus fueros, ha dado en llamar «vasos de noche» o «tazas de noche». Casi al mismo tiempo el oído alerta del visitante registraba en el fondo del antro el ritmo de una respiración laboriosa y profunda cuyos dos movimientos alternaban en el orden y música que sigue: inspiración creciente y ronquido agudo, espiración desmayada y ronquido grave.
Otro que no fuera el visitante habría temblado al oír el resuello del dragón. Pero Adán Buenosayres no lo hizo: por el contrario, atento al fuelle que resoplaba en la negrura, se puso a reflexionar en la desarmada inocencia de los que duermen y se enterneció más tarde al advertir cuan indefenso parecía su enemigo. Habría llegado quizás al resbaloso terreno de las lágrimas si en ese punto un sonido diferente no hubiera roto el concierto de aquella música respiratoria. Y fue que el dragón, revolviéndose de pronto en su cama invisible, había soltado una ventosidad de la especie gigante.
«Koriskos me saluda —pensó Adán—. ¡Y con salvas de artillería!» Ya hechos a la oscuridad, sus ojos vislumbraban ahora la disposición del cuarto número cinco: a su frente distinguió el rectángulo de la ventana que un denso cortinón bien defendía contra el asalto de la luz; identificó a su derecha la cara torva de un espejo; a su izquierda le pareció descubrir los caracteres de una escritura trazados con tiza blanca en un fondo negrísimo; luego reconoció jirones de albura incógnita, después todo lo gris, y más tarde la corpulencia de los muebles echados en los rincones como bestias familiares. Seguro ya del terreno que invadía, el visitante se dirigió a la ventana y descorriendo a tirones el cortinado abrió las compuertas de la luz. Entonces, volviendo sus ojos al interior del antro, vio a Samuel Tesler que yacía en su cama, tendido en posición decúbito lateral y orientado inteligentemente hacia el polo magnético de la tierra. Los párpados de Samuel batieron la luz recién venida, la luz del sol tan fuerte como un ácido, y un suspiro enorme pareció desinflar enteramente su envoltura: frunció el ceño e hizo chasquear sus labios como si paladeara una gota de vinagre; después, levantando su anca montañosa bajo los tristes cobertores, giró sobre sí mismo y siguió roncando de culo al día.
(Aunque ninguna lección escrita del filósofo lo corrobore, la tradición oral conservada por sus discípulos nos enseña que Samuel Tesler vivía en este mundo como en un hotel deplorable en el cual —según afirmaba tristemente— se hacía él, desde su nacimiento, una cura de reposo integral para restablecerse del cansancio de haber nacido. Si se le preguntaba el origen de aquella fatiga rebelde a cualquier tratamiento, el filósofo la daba como resultante de las numerosas reencarnaciones que había sufrido él desde la bipartición del Hermafrodita original, pues declaraba solemnemente haber sido faquir en Calcuta, eunuco en Babilonia, esquilador de perros en Tiro, flautista en Cartago, sacerdote de Isis en Menfis, puta en Corinto, usurero en Roma y alquimista en el París medieval. Interrogado cierta vez en el café «Las Rosas» de Villa Crespo sobre si un trabajo cualquiera no lograría mitigarle el hastío de tantas y tan diversas transmigraciones, contestó Samuel Tesler que el trabajo no era una virtud «esencial» de la naturaleza humana —ya que el todopoderoso Elohim había creado al hombre sólo para el
ocius poeticus
—, sino un menoscabo «accidental» introducido en ella por obra de la indócil «costilla separada»; y que siendo él, Samuel Tesler, un hombre afirmado en las esencias, mal podía condescender al azar de un accidente que le recordaba el ingrato episodio del Paraíso. Cuéntase que otra vez, en la glorieta de Ciro Rossini, un vendedor de colchas reabrió ante Samuel Tesler el manoseado litigio de la Cigarra y la Hormiga, y que el filósofo, no sin antes expresar su desdén por los animales invertebrados y los vendedores de colchas, defendió heroicamente la bandera de la Cigarra, a cuya salud bebió en seguida tres copas de vino siciliano. Y como el vendedor de colchas insistiese aún en preguntarle cuál era la economía ideal, respondió Samuel Tesler que la del pájaro, único animal terrestre capaz de convertir diez granitos de alpiste que comía, en tres horas de música y en un miligramo de estiércol.)
Indeciso aún sobre si lo despertaría o no, Adán Buenosayres consideró los trastos que rodeaban al durmiente: sobre la mesa de luz yacía un gran libro abierto como una boca; frente al espejo adusto cuatro sillas guardaban entre sí una posición increíble, tal como si la noche anterior hubieran servido de asiento a un cónclave de fantasmas; tirado en el piso, un cuaderno exhibía la briosa escritura del dragón; aquí dos medias abandonadas insistían en conservar la forma del pie humano, allá un trapo de color indefinible vendaba el ojo único de una lamparita de noche. Y sobre todo libros por donde se mirara: libros en el suelo y estibados contra las paredes, tomos dispersos acá y allá como de un zarpazo leonino, volúmenes cuya ciencia se desangraba por las reventaduras de las encuadernaciones, infolios azotados como bestias de carga. Sólo un pizarrón erguido junto a la ventana parecía salvar el decoro del antro; y en aquel pizarrón Adán Buenosayres logró descifrar ahora los caracteres misteriosos que no había conseguido leer en la oscuridad:
DÍA 27 DE ABRIL
«A las 13 horas: me sobreviene una idea genial sobre la catharsis en la tragedia antigua, una idea que hará sudar vitriolo a los estetizantes (?) de la glorieta Ciro.
»A las 14,20: la planchadora me trae una cuenta insignificante ($ 1,75); realizo un milagro de dialéctica que logra vivificar sus marchitas esperanzas de cobro; es gallega, una raza lírica: ¡está embromada!
»A las 15: inquietud sexual y sublimación transitoria del
quosque tandem
(lectura defensiva de Platón).
»A las 15,30: ¿el Demiurgo de Platón es un pobre albañil italiano, o es una hipóstasis de la Divinidad que se manifiesta como causa eficiente de la Creación?
»A las 16: melancolía de origen desconocido, tal vez hambre (tener siempre a mano dos o tres barras de chocolate).
»A las 16,45: si hago caer la letra
iod
de la palabra
Avir,
queda el vocablo
Aor
(¡cómo temblarían, si lo supiesen, las grasientas barbas de la Sinagoga!).»
No declaraba más el pizarrón, y Adán Buenosayres, posando sus ojos en el dueño de tanta sabiduría, lo estudió ahora con renovado interés. Justo es decir que Samuel Tesler dormía sin orgullo visible, pero también sin enojosa modestia: su cara, inexpresiva como la de los faroles apagados y la de los muertos, brillaba toda cubierta del sudor graso que la tarea de dormir le producía sin duda; en su frente anchurosa como un hemisferio se dibujaban claramente la línea sinuosa del viaje marítimo y la recta de la benigna malignidad; como si temiese los dos arcos de las cejas que amenazadores le apuntaban, su nariz enorme (adaptada según él a la respiración del
pneuma
divino) parecía querer apeársele del rostro, deseosa tal vez de un paisaje más halagüeño en que ejercitar sus virtudes cordillerescas; en cuanto a su boca entreabierta, resoplante y musical, permitía ver los dientes orificados por entre los cuales el resuello del dragón resbalaba como un torrente invisible.
«Koriskos ronca —se dijo Adán—. Pero es necesario que despierte. Lo llaman el día, la realidad y el pizarrón.»
Sin más vacilaciones lo sacudió por los hombros y le gritó al oído:
—¡Arriba!
Samuel Tesler parpadeó con el aire atónito de un pez arrancado a las grandes honduras.
—¿Eh? —barbotó entre suspiros—. ¿Cómo?
—¡Arriba, ilustre profesor de sueño!
Incorporado a medias, no bien despierto aún, Samuel Tesler clavó sus ojos turbios en el que así lo llamaba. Y reconociéndolo al fin se dejó caer sobre los destripados almohadones.
—Dejáte de embromar —le suplicó—. ¡Tengo un sueño bárbaro!
Sin insistir en sus invocaciones, Adán Buenosayres esperó a que Samuel se despabilara del todo. Y no debió aguardar mucho, pues el dragón, bostezando ruidosamente, se desperezó hasta conseguir un armonioso crujido de su osamenta.
—¿Qué hora es? —preguntó al fin resignado.
—Las doce en punto, Effendi —le respondió Adán ceremonioso.
—¡No puede ser!
—¡Ojo de Baal, es la hora exacta!
—¡Hum! ¿En qué día estamos?
—En un jueves, Sahib.
Mientras Adán Buenosayres abría riendo las dos hojas de la ventana, el filósofo se incorporó de nuevo, halagado por aquellos nombres orientales que sin duda le acariciaban gratamente los oídos. Entonces las cobijas, al retirarse como el mar, dejaron ver el torso increíble del dragón envuelto en un quimono chino más increíble todavía, mientras un tufo de animal selvático se divulgaba por todo el ambiente.
(«Sólo dos veces ha de bañarse el justo: al nacer y al morir.» Este canon riguroso enseñaba Samuel Tesler, higienista. Respecto de sí mismo decía vivir en absoluta paz con su conciencia, pues no dudaba él que la devoción de sus progenitores había cumplido ya con el primer baño, ni que sus deudos cumplirían con el segundo en el temor de irritar a Elohim. En lo que al baño prenupcial se refería, ninguna objeción adelantaba el filósofo, bien que, a su juicio, en esa contrariedad como en las otras, al justo debería bastarle con el olor abstracto de la decencia. Cierta vez algunos adeptos que lo visitaban observaron en el cubículo de Samuel Tesler la presencia insólita de una salida de baño a listones verdes, amarillos y azules; y como la sospecha de una apostasía cruzara por sus alarmados cerebros, el filósofo los tranquilizó diciéndoles que, así como los ascetas antiguos contemplaban una calavera para desengañarse de las gloriolas efímeras de este mundo, así quería él tener delante de sus ojos aquella prenda inútil que le recordaba el deshonor de ciertas abluciones adulatorias del cuerpo humano. Sentía por el agua un religioso terror manifestado en un distanciamiento reverencial, pues la consideraba hija tercera del Éter impalpable y obra enteramente divina; de ahí que su empleo en bajos menesteres le resultase profanatorio hasta el dolor. Interrogado sobre si era lícito beberla, Samuel Tesler enseñaba que sólo a los dioses era dado beber sin culpa ese líquido venerable; en cuanto al hombre, insecto de la tierra, debía limitarse a beber el vino, la cerveza, el hidromiel y otros humildes productos de la industria humana.)