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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (4 page)

Adán Buenosayres abandonó la pipa Eleonore que ya se le enfriaba entre los dedos, y contempló sus manos, dos cosas grises y muertas acabadas en cinco puntas grises y muertas. En aquel mismo día que adelantaba su paso vulgar de naranjero, ¡cuántos destinos posibles le ofrecían la tierra y el agua! Pero, ¿qué haría él con sus manos de cinco puntas? Un jugador tramposo, un tejedor de humos, ¡eso había sido él y eso era! Más habría valido jugarse todo, como el abuelo Sebastián, en la gran ilusión que afuera tejía cada hombre y que se llamaba «un destino»: buena o mala, sublime o ridícula, de cualquier modo habría sido un gesto leal, una postura honrada frente a lo Absoluto. Pero él, inmóvil como un dios que se ha cruzado de piernas y se hace espejo de sí mismo, había dado siempre en la locura poética de adjudicarse, desarrollar y sufrir
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sus destinos posibles, mediante cien Adanes fantasmagóricos que su imaginación hacía vivir, padecer, triunfar y morir. ¿Quería ser gobernante, artista de cinematógrafo, plutócrata o santo? Le bastaba con cerrar los ojos, y entonces un Adán sutil gustaba el sabor del poder, o se cubría de laureles, o amasaba el oro de la fortuna, o era enterrado con la palma del martirio.

Turbado ante la evocación de sus destinos mentales (¡y, ciertamente, algunas de aquellas ficciones lo habrían hecho sudar de vergüenza o ridículo si las hubiese reconsiderado ahora bajo la cuerda luz de la mañana!), Adán volvió a contemplar sus manos grises y muertas. Pensó entonces que desde hacía tiempo su existencia venía limitándose a una machacona recapitulación de lo vivido, como si al encontrar desierto su presente y negado su porvenir ya trabajara el alma en ese balance de vida que según dicen precede a la defunción o a la metamorfosis. Y en aquel punto sintió la urgencia de interrogarse a fondo, para saber al menos lo que se jugaría en su presunta muerte o transformación. ¡Bien hubiera querido tener a mano un interlocutor tan ilustre como el de Boecio! ¡O siquiera el bicharraco de Poe, si hubiese consentido en instalarse a los pies de su lecho! A falta del uno y del otro, Adán resolvió dialogar consigo mismo, y su pregunta inicial fue la siguiente: ¿Quién era él, esa entidad absurda, ese nebuloso fumador, ese objeto encerrado en un cubo de ladrillos, en una casa de la calle Monte Egmont, en la ciudad de Buenos Aires, a las ocho de la mañana del 28 de abril de un año cualquiera? Desde luego —se respondió—, era «el hombre», la enigmática bestia razonante, la difícil combinación de un cuerpo mortal y un alma imperecedera, el monstruo dual cuya torpeza de gestos hace llorar a los ángeles y reír a los demonios, la criatura inverosímil de que se arrepintiera su mismo Creador. ¿Qué razones había sugerido Adán Buenosayres para justificar la invención del monstruo humano? El Creador necesitaba manifestar todas las criaturas posibles; el orden ontológico de sus posibilidades le exigía un eslabón entre el ángel y la bestia; y eso era el monstruo humano, algo menos que un ángel, algo más que un bruto. ¿Qué hizo Adán una vez emitida tan sabia hipótesis? Como de costumbre se admiró largamente a sí mismo, agradeció
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la ovación delirante de un público invisible y consideró luego las características de su naturaleza corporal. ¿Qué observaciones hizo acerca de su cuerpo? Observó que su parte animal tenía la noble estructura de los vertebrados, y recordó luego, no sin vanidad, que ocupaba entre los vertebrados la envidiable jerarquía de los mamíferos; pero cuando llegó a clasificarse entre los mamíferos bimanos, su dignidad zoológica le hizo concebir el más legítimo de los orgullos. ¿Qué otra satisfacción le trajo el estudio de su naturaleza corporal? Se dijo que aquel cuerpo suyo, alargado entre dos sábanas poco limpias, era el antiguo y venerable Microcosmo, abreviatura y centro de todo el mundo visible, resumen de los tres reinos y poseedor de sus tres almas, el alma elementativa de los minerales, el alma vegetativa de las plantas y el alma sensitiva de los brutos; devorador y asimilador de todas las naturalezas corporales inferiores (¡el gran Omnívoro!); vinculado al Macrocosmo por analogía y correspondencia, de modo tal que su corazón se asimilase al Sol, su cráneo a la Luna, su hígado a Júpiter, su bazo a Saturno, sus riñones a Marte, sus testículos a Venus y su pene a Mercurio. ¿Cómo reaccionó él al considerar las vastas proyecciones de su cuerpo? Su reacción fue melancólica, pues lo vio sujeto a dos condiciones limitativas, el espacio y el tiempo, que desde ya lo condenaban al error y fatiga de los movimientos locales, al devenir y a la muerte; luego evocó sus terrores infantiles acerca del tiempo y el espacio. ¿Cómo se le había insinuado el terror Tiempo? Allá, en Maipú, había concebido el Tiempo como un arroyo que corría sobre la casa: un arroyo invisible cuyas aguas traían a los recién nacidos y se llevaban a los muertos, hacían mover las ruedas de los relojes, descascaraban las paredes y roían los semblantes que uno amaba. ¿Y el terror Espacio? Lo había sufrido cuando el pedagógico don Aquiles enseñaba en clase los millones de años que tardaría una locomotora en llegar a la estrella Sirio; o bien en sus noches de la llanura, mirando las apretadas constelaciones australes, cuando presa del vértigo se abrazaba él a su caballo inmóvil, para sentir junto a su miedosa carne algo viviente, próximo y amical. ¿Cómo había conseguido salvarse de ambos terrores? Los había superado en su alma, que no era espacial ni temporal; por la virtud de su alma, que sabía librar a la rosa del dolor tiempo y el dolor espacio sustrayendo su forma inteligible de su carne sensible y regalándole la vida sin azar de los números abstractos; gracias a su alma, que al aprehender los sistemas astronómicos de don Aquiles los dominaba y hacía girar en su interior como planetarios de juguete; merced a su alma, devoradora y asimiladora de todo el mundo inteligible, Microcosmo también ella, o cielo a donde se venía el descarnado espíritu de las cosas. ¿Qué otros aspectos de su alma consideró Adán en este punto? Su inmortalidad, su origen divino, su naturaleza caída. ¿En qué intuiciones personales había conocido la inmortalidad de su alma? En la seguridad absoluta que sobre su permanencia tiene el alma y que sabe comunicar al
fratre corpo
haciéndole concebir funestas ilusiones; en su incredulidad, extrañeza o repugnancia de la muerte como total aniquilamiento, sentir común a todos los hombres. ¿Por qué señales había llegado a entender el origen divino de su alma? Por su tendencia irresistible a la unidad, aunque vivía en el mundo de la multiplicidad; por su noción de una dicha necesaria y sólo dable en un Otro absoluto, inmóvil, invisible y eterno, aunque vivía ella en lo relativo, cambiante, visible y mortal; por su vocación de todas las excelencias (Verdad, Bondad, Hermosura) que son atributos divinos y a los que el alma tiende como a su atmósfera natural o a su patria de origen. ¿Cómo había reconocido poseer una naturaleza caída? Por negación, advirtiendo los extravíos de su inteligencia, los olvidos de su memoria y los desmayos de su voluntad; por afirmación, observando en el ejercicio de sus tres potencias algunas iluminaciones y arranques indefinibles que consideraba él como vestigios de una nobleza original perdida. ¿Hizo él, según su costumbre, algún símil poético de tan molesta dualidad? No necesitó inventar símil alguno, pues le salió al encuentro el inimitable de Platón. Su alma era semejante a un carro alado del cual tiraban dos potros diferentes: uno, color de cielo, crines abrojadas de estrellas y finos cascos voladores, tendía siempre hacia lo alto, hacia las praderas celestes que lo vieron nacer; el otro, color de tierra, sancochado de boca, empacador, lunanco, barrigón, orejudo, vencido de manos, jeta caída y rodador, tiraba siempre hacia lo bajo, ansioso de empantanarse hasta la verija. Y Adán, ¡pobre carrero!, tenía las riendas de uno y otro caballo y forcejeaba por mantenerlos en la ruta: cuando triunfaba el potro maldito arrastrando en su caída todo el atelaje del alma, junto al carro humillado el animal de cielo parecía dormirse; pero cuando vencía el potro celeste, sus remos braceaban una luz maravillosa y sus narices parecían ventear el olor de los alfalfares divinos: entonces el carro volaba, y también ascendía el caballo de tierra como un peso muerto. Se remontaba el animal celeste, hasta que sentía enrarecido el aire, flaqueaba de tendones y se dormía borracho de alturas; entonces despertaba el animal terrestre y hallando a su parejero dormido se dejaba caer a fondo, con un hambre voraz de materias impuras; cuando a su vez el animal de tierra se dormía en su hartazgo, el animal de cielo despertaba, dueño del carro ahora. Así, entre uno y otro caballo, entre el cielo y el suelo, tirando aquí una rienda y aflojando allá otra, el alma de Adán subía o se derrumbaba. Y al fin de cada viaje Adán enjugaba en su frente un agrio sudor de carrero. ¿Qué hizo él tras el análisis de su cuerpo y de su alma? Volvió a estudiarse ahora en tanto que
compositum
; y al reconocer que no había nacido, ciertamente, por voluntad propia, acudió a la genealogía para entender su advenimiento al triste mundo que habitamos. ¿Qué precisiones genealógicas hizo entonces? Dos ramas diferentes al unirse habían contraído, sin saberlo, la responsabilidad infinita de introducirlo a él en este plano de la existencia. Rama paterna: Él, su padre, nacido junto al Plata, hijo a su vez de abuelo Charles y abuela María, oriundos ambos de Lutecia, ciudad de frente despejada. Gajo materno: Ella, su madre, nacida junto al Plata, hija de abuelo Sebastián y abuela Úrsula, naturales ambos de la cantábrica tierra, junto al mar infecundo. ¿A qué motivos atribuyó Adán el hecho curioso de que dos ramas tan diferentes abandonasen la Europa nativa para unirse junto al Río-que-lleva-nombre-de-metal? Sus causas visibles fueron: ideas republicanas de abuelo Charles, desterrado por Luis Felipe, rey de los franceses; naturaleza migratoria de abuelo Sebastián, incorregible navegante. Sus causas inteligibles eran, según el astrólogo Schultze, los ángeles neo-criollos, propagandistas de la emigración e invisibles tentadores de hombres, que recorrían el mundo y arengaban a toda nación, para reclutar voluntarios y conducirlos a las cóncavas naves: dichos mensajeros avanzaban delante de los navíos: con un ala cubrían y amparaban la débil quilla, con la otra rechazaban los vientos y deshacían las nubes, a fin de que los reclutas llegaran sin dolor y se cumpliera el alto destino de la tierra Que-de-un-puro-metal-saca-su-nombre. ¿Y no se avergonzó Adán al suponer que ángeles con escarapelas azules y blancas podían ser testigos de su escandalosa inercia? No se avergonzó en modo alguno, porque al ubicarse ahora en el espacio recordó que su posición era terriblemente movida, ya que se encontraba en el número 303 de la calle Monte Egmont, ciudad de Buenos Aires, Argentina, Hispanoamérica, hemisferio sur, globo terrestre, sistema planetario solar, Macrocosmo, y por lo tanto sometido al movimiento incesante, a la vertiginosa danza helizoidal que resultaba del triple movimiento de la tierra, el de su rotación sobre sí misma, el de su traslación en torno del sol y el de su fuga con todo el sistema planetario hacia la constelación de Hércules y a una velocidad de mil ciento setenta quilómetros por minuto. ¿Qué hizo él al sentirse viajero cósmico y danzarín estelar?

Adán Buenosayres se puso a estudiar con simpatía los objetos que le acompañaban en el viaje. Inclinado el busto hacia el suelo, miró debajo de su cama y vio la siguiente naturaleza muerta: un orinal de loza, con florecitas pintadas en fondo verde cebollín; a la izquierda del orinal, sus deshilachadas pantuflas de baño, a la derecha y dormidos en yunta, sus zapatos viejos y unánimes, sometidos a la forma dictatorial del pie adánico, sucios de materiales groseros, cómicos porque destacaban la animalidad del hombre en la ridiculez de sus extremidades, líricos porque se referían al hombre como viajero y a la belleza de las traslaciones terrestres, dramáticos porque revelaban el azar y la penuria de los movimientos humanos. Irguiendo el torso nuevamente, Adán repasó la granada y la rosa, las pipas fraternales, los libros en sus anaqueles. Detuvo luego su mirada en el Cristo de Lezo crucificado entre el sol y la luna, estampa familiar que había traído de Pamplona su abuela Úrsula y que había heredado él como nieto mayor. Sus ojos se detuvieron al fin en una fotografía de «El Trono de Venus», sujeta por cuatro chinches a la pared: la diosa nacía del mar, dos grandes mujeres la sujetaban por las axilas, el cabello goteante le caía sobre los hombros y sus pechos se levantaban ariscos o se sacudían como dos gaviotas mojadas. Y besar aquellos pechos debía de ser como besar una cara llorosa. ¡Cuánto se asemejaba esa divinidad a la Solveig adolescente cuyo retrato había visto él en la gran sala de Saavedra! Tenía sólo catorce años, la pollera corta y el pelo en tirabuzones verticales: acaso llegaba de la escuela con poliedros de cartulina en las manos, el tetraedro rojo como el fuego, el octaedro celeste como el aire, el icosaedro claro como el agua y el cubo negro como la tierra; o tal vez recitaba en clase, frente al mapa de colores: «La República Argentina limita al norte con Bolivia, Paraguay y Brasil». ¡No haberla conocido antes, desde su primer aliento! Adán se dijo que tenía derecho a tan poética usura, porque nadie la había mirado, como él, desnuda en su realidad y exaltada en su misterio. Y, ciertamente, le llevaría su Cuaderno de Tapas Azules...

Se abrió la puerta. Irma entró como un vendaval haciendo equilibrios con la bandeja del desayuno. La tiró sobre la mesa, buscó los ojos de Adán; y viendo que se le negaban, exclamó retozona: «¡Qué cara de viernes!» Dio un portazo al salir: su risa cascabeleó afuera. Y Adán le había dicho que sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas.

II

Receloso, con el nudillo de los dedos, pendiente de un hilo su alma y el corazón redoblándole a manera de tamboril, así llamó Adán Buenosayres antes de entrar en la habitación ajena. Luego, contenida su respiración, escuchó largamente, ansioso de sorprender adentro alguna señal de vida. Pero un silencio duro reinaba en el interior del antro, como si la habitación número cinco no fuese hueca sino maciza. Entonces, a puño cerrado, Adán Buenosayres insistió en su golpeteo; y como escuchase otra vez apoyando su oído en la tabla, volvió a responderle un silencio que parecía gozarse en su misma perfección.

«Koriskos no responde —se dijo Adán—. Koriskos duerme.»

Con todo, y resuelto a no malograr una empresa tan bien comenzada, el visitante apoyó su mano en el picaporte:

—¡Sésamo, ábrete!

La puerta giró sin ruido y el visitante se introdujo en el antro.

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