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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (13 page)

Sentada en su banco la vieja Cloto acababa de roer una costra de pan, y con ojos benignos seguía el movimiento de las chicuelas que a su lado jugaban al Ángel y al Demonio. La que hacía de Ángel se acercó al grupo y llamó, adoptando cierta gravedad celeste:

—¡Tam, tam!

—¿Quién es? —preguntaron las niñas en coro.

—El Ángel.

—¿Qué busca?

—Una flor.

—¿Qué flor?

—La rosa.

Desprendiéndose del grupo salió la rosa bienaventurada y se fue con el Ángel, mientras la que oficiaba de Demonio aparecía y llamaba a su vez con aire tremebundo:

—¡Tam, tam!

—¿Quién es?

—¡El Diablo!

—¿Qué busca?

—Una flor.

—¿Qué flor?

—El clavel.

Salió el entristecido clavel, y se lo llevó el Diablo, entre la risa de todas aquellas flores predestinadas. Entonces regresó el Ángel:

—¡Tam tam!

—¿Quién es?

—El Ángel.

—¿Qué busca?

—Una flor...

La vieja Cloto apartó su vista del grupo, se ajustó a la nariz los anteojos de níquel, y retomando el huso y el vellón de lana que había dejado en el umbral continuó la tarea febrilmente. Sus dedos ágiles apretaban la hebra y hacían girar el huso; y mientras hilaba el macizo vellón, también iba hilando el copo de sus reflexiones; porque los grandes fríos estaban cerca, y había en la casa nueve criaturas.

—Tricotas para los que van al colegio —enumeró Cloto—, medias para los chiquitos, escarpines y gorritas para los que nacerán este invierno. Sí, las pobres madres andan ya con las barrigas hasta la boca.

Todo ese trabajo se preparaba en los dedos y en la imaginación de Cloto. Era su manera de corresponder a la caridad de aquellas buenas almas que la recogieron en su desamparo, que le costeaban el alquiler de su cuartito y no permitían que le faltase ni el pan de Dios ni la taza de caldo.

Sin descuidar su obra la vieja Cloto miró al pegador de carteles que fijaba en la esquina un anuncio lleno de letras coloradas.

«¡Otra conferencia!», se dijo, y una sonrisa tolerante dilató sus labios, en los que aún brillaban algunas miguitas de pan.

Porque la vieja Cloto solía, durante la noche, acercarse a esos grupos que rodeaban en las esquinas a un orador enardecido. Aquellos tribunos de palabra dura y ademanes fanáticos rugían contra todo y contra todos: contra el orden y el desorden, contra la justicia y la injusticia, contra la paz y contra la guerra. Y Cloto los escuchaba sonriente:

—¡Santa
Madonna
! ¿Por qué gritan estos locos? ¿De qué se asustan? ¿No comprenden todavía que este mundo es un bochinche desde que Adán y Eva le hicieron a Dios aquella porquería en el Paraíso?

Regresaba luego a su cuartito, encendía su lámpara de querosén, y puesta de codos en su mesa temblequeante hojeaba la Biblia de letras gordas y papel amarillento que había traído de Italia y salvado heroicamente de todos los desastres, junto con aquella estampa de Nuestra Señora de Loreto que presidía su cabecera y aún conservaba su marco aldeano de latón. Con la mirada turbia y a favor del silencio nocturno, Cloto leía en el Viejo Testamento la paciencia de Dios y la locura de los hombres: historias de amor y odio, virtudes admirables y vicios tremendos, alegrías patriarcales y llantos de miseria, terremotos y diluvios, pestes y masacres desfilaban ante sus ojos, como las figuras cinematográficas que había visto cierta vez en el «Rívoli» de la calle Triunvirato gracias a una invitación de doña Carmen, la española del fondo. Pensando en esas cosas la vieja cerraba lentamente aquel libro temible, y se decía que sin duda el mundo siempre había sido un batifondo, y que lo seguiría siendo hasta el Juicio Final, aunque se desgañitasen los oradores de las esquinas. Por otra parte (y su convicción era cada vez más profunda), la vida se deslizaba como un sueño y se resolvía en un desfile de imágenes tan poco duraderas, que no sabía uno si reír o llorar. Entonces Cloto recapitulaba la suya: su niñez dura y alegre, ¡oh, sí!, en el terruño del Piemonte; su casamiento en la iglesia montañosa. Y de pronto aquel extraño viaje marítimo: un tirón brutal que los arrancaba de la tierra y los había dejado a todos con las raíces en el viento (¡Santa
Madonna
!
.
¿Por qué y para qué?) Su desembarco en Buenos Aires y sus cuarenta y cinco años de fajina con aquellos hijos rebeldes (¡malas cabezas, los pobres!), ella lavando ropa de sol a sol, su viejo encanecido en los andamios. Después la muerte o la dispersión de todos: carnes y gestos que uno amaba, que dolían y que se le escaparon de entre los dedos, así, tan fácilmente como un puñado de arena. ¡Sí, todo como un sueño! La vieja Cloto ya no tenía lágrimas que llorar, y su escepticismo frente a lo mudable de las cosas le inspiraba un gesto reservado que no era indiferencia sino recelo y acaso sabiduría. Pero alguna visión alcanzaba ella de lo inmutable, y era cuando, al finalizar la misa de alba, se acercaba lentamente al comulgatorio de San Bernardo: le parecía entonces que no bien el oficiante levantaba la hostia blanca se desvanecía en torno suyo toda penuria y contradicción, y que algo eterno andaba por allí, algo que había sido, era y sería siempre igual a sí mismo.

Una gritería ensordecedora la distrajo de sus pensamientos. Cloto alzó la vista, y al dar en el origen de aquella batahola se puso de pie, huso en mano.

—¡Crápulas! —gruñó—. ¡Bandidos!

Sucedía que, terminada su cosecha de flores, el Demonio y el Ángel, cada uno al frente de su legión, habían iniciado la batalla que da fin al juego. Pero, ¡ay!, dos auténticos demonios, Yuyito y Juancho, acababan de mezclarse al rebaño inocente y distribuían pellizcones que daba gusto.

—¡Fuera, fuera! —les gritó Cloto, avanzando hacia ellos y amenazándolos con el huso esgrimido a manera de lanza.

Los dos granujas se le plantaron frente a frente, y sin afectación alguna le soltaron dos pedos bucales de gran sonoridad. Luego siguieron su camino, ¡y nadie sospechaba que aquellas manos infantiles desatarían muy pronto el nudo fácil de la guerra! Cloto volvió a sentarse junto a las chicuelas, que ya tramaban otro juego, y antes de reanudar el trabajo miró distraídamente hacia su derecha.

—¡Ah, ese joven! —murmuró, sin quitar sus ojos del caminante que le sonreía ya bajo un sombrero aludo.

Más lo miraba ella y más le parecía ver en aquel mozo el vivo retrato de Juan: el mismo semblante y la misma estatura; sólo le faltaban el pantalón de bombilla, los tacones altos, la chaqueta corta, el pañuelo de seda y el chamberguito que Juan usaba en 1900, año de su muerte. ¡Y no era cierto que Juan fuese un compadrito, según dijeron las malas lenguas! Si recibió aquella puñalada fue por separar a los otros dos que habían sacado a relucir los cuchillos, estaba segura; porque Juan era el mejor de todos, y nunca le había oído una palabra más fuerte que la otra. La vieja Cloto ya no tenía lágrimas que llorar, pero al recordarlo se le humedecieron los ojos, mientras se esforzaba por sonreír al caminante que ya le sonreía de cerca.

Adán Buenosayres calculó el tiempo de su sonrisa. Él mismo le había dado a la vieja el nombre de una Parca, en atención al huso que Cloto exhibía siempre y con el cual hilaba sin descanso y de una manera tan solemne, que Adán se preguntó más de una vez si la vieja no estaría hilando el destino de la calle y el de sus hombres.

«Tal vez el mío propio», se dijo supersticiosamente.

La sonrisa que le dedicaba él a Cloto siempre que la veía era, pues, casi un acto litúrgico: la vieja se la exigía con la visible ansiedad de sus ojos, y Adán cuidaba de que no le faltase, temeroso de que su sonrisa fuera el único alimento de la Parca.

—Una, dos, tres. ¡Ahora!

Y sonrió entonces con tanta exactitud que al pasar delante de Cloto le fue dado ver una cara beatífica en cuyo mentón arrugado brillaban algunas miguitas de pan. La ronda de las chicuelas giraba y giraba:

Entre San Pedro y San Juan

hicieron un barco nuevo...

—Movimiento circular. Movimiento del ángel, del astro y del alma. Los chicos entienden el movimiento puro.

Adán se detuvo frente al corralón del vasco Arizmendi para respirar el suave olor de las vacas y dar un vistazo a las palomas que dormían al sol con sus buches hinchados. Aquello era la paz.

¡Y no sospechaba que manos infantiles desatarían muy pronto el nudo fácil de la guerra!

—Si no es el Mesías, ¿quién es? —preguntó Jabil en tono belicoso.

Abdalla miró pensativamente la copita de anís que se calentaba en su mano de fuertes nervaduras.

—También es un profeta —contestó—. El último, antes de que llegara Mahoma, verdadero profeta de Alá.

—¡Eso dicen ustedes! —refutó Jabil—. Pero nuestros libros sagrados...

—También el Corán es un libro sagrado —replicó Abdalla con benevolencia.

Silencioso y triste Abraham Abrameto, propietario de «La Flor de Esmirna», los escuchaba como quien oye caer una garúa. Los tres hombres ocupaban una mesa del «Café Izmir», y la discusión mantenida en lenguaje sirio se mezclaba con otras voces de timbre igual en aquel recinto sobresaturado de anises y tabacos fuertes. Junto a la vidriera un músico abstraído hería, como en sueños, el cordaje de una cítara negra con incrustaciones de nácar. Al fondo, las levantadas puntas de un cortinado permitían entrever un interior brumoso en cuyo centro, y sobre un tapiz amarillo, se alzaba un alto narguile del cual salían cuatro tubos que sin duda llegaban a otros tantos fumadores invisibles.

—Según nuestros profetas —osó decir Abraham—, el Mesías ha de ser un rey como David y Salomón, y no el hijo de un carpintero. Nuestra Ley...

Pero Jabil, el cristiano, lo detuvo en seco.

—¡Israelitas! —gruñó—. Han traicionado su Ley: no tienen más ley que la ganancia.

—Yo cierro el sábado —protestó Abraham dulcemente.

—¡Crucificaron a su Mesías! —añadió Jabil—. Esperaban a un rey de la tierra, lo están esperando todavía. Quieren el reino de este mundo.

—Yo cierro el sábado —volvió a decir Abraham—. Yo santifico el sábado.

Tras apurar su copa de anís Abdalla se disponía nuevamente a defender el esplendor de la Media Luna, cuando un son de guerra y una batahola de muchedumbres agitadas llegaron desde la calle hasta el «Café Izmir». El citarista quedó inmóvil, cesaron de pronto los murmullos asiáticos, y un silencio expectante reinó en la sala. Pero el tumulto creció afuera. Y entonces los parroquianos se pusieron de pie.

Deseoso de ilustrar su disertación con el objeto mismo que la inspiraba, don Jaime, peluquero andaluz, abandonó a su bien enjabonado cliente y desapareció en la trastienda. El Carrero del Altillo, que despatarrado en otro sillón entregaba sus crines a la tijera de un oficial taciturno, siguió con mirada oblicua el mutis de don Jaime, se revolvió en su asiento como un león atado e hizo bailar en la punta de su pie la alpargata que tenía enchancletada.

—¡Qué tanto cacareo! —rezongó entre dientes.

Habiéndole afinado ya las patillas, el oficial taciturno le preguntó en un suspiro:

—¿Y atrás?

—Cuadrado —gruñó el Carrero—. Punta redonda.

Mientras el andaluz desaparecía y el jabón se le aglutinaba en el cogote, Adán Buenosayres consideró por el espejo los detalles de la escena. La peluquería era una sala común, de paredes grasientas y techo cagado de moscas: dos sillones frente a un largo espejo enceguecido, cuatro sillas de Viena y una mesita con viejos números de
El Hogar, El Gráfico
y
Mundo Argentino,
constituían la magra instalación de don Jaime, sin contar los dos cromos que, fijos en el muro de la izquierda, exaltaban la dolorosa muerte de «Carmen» y el brindis alegre de «Cavalleria Rusticana».

Pero don Jaime no tardó en reaparecer, trayendo entre sus manos una gran paloma blanca.

—Mire uté —le dijo, presentándosela con orgullo.

—¡Podría metérsela en el upite! —refunfuñó para sí el Carrero.

—¡Soberbio animalito! —comentó Adán.

—Y ahoa mire uté —añadió el andaluz metiendo entre sus labios el pico del ave.

Esponjada toda ella de voluptuosidad, la paloma dilató un buche magnífico, ante el asombro de Adán Buenosayres, la indiferencia del oficial taciturno y el gesto avinagrado del Carrero que se moría de bronca. Pero don Jaime, leyendo quizás una admiración excesiva en los ojos de su cliente, se fue de nuevo a la trastienda y regresó sin la paloma. Entonces, a brochazo limpio renovó una efervescencia de espumas en la mejilla de Adán; y asentando luego la navaja, lo afeitó a grandes trazos. Mientras lo hacía, no dejaba de hablar a troche y moche, comiéndose todas las consonantes posibles y lanzando sobre su cliente una lluvia de saliva pulverizada: que si las
paomas
buchonas por acá, que si las
paomas
ladronas por allá; que si su
paomar
del fondo, que si el
paomar
del vasco Arizmendi, que si el vasco Arizmendi le había robado a él tantas
paomas,
que si él había conseguido robarle al vasco tantas otras.

El Carrero del Altillo, cuya testa cobraba formas increíbles entre las manos del oficial taciturno, se revolvió dos o tres veces como si tuviera hormigas en el traste. Primero acarició
in mente
la idea de una piña bien dada que, según sus cálculos, no dejaría de proyectar al andaluz hasta el medio de la calle. Luego sonrió, entre orgulloso y amargo, al recordar la trifulca de aquella mañana, cuando largó su cadenero entre la zorra Lacroze y la
voituré
del cajetilla. Bueno, el cajetilla tuvo que frenar de golpe, y se le quiso hacer el gallito; pero él, sujetando a los caballos de lanza, se descolgó del pescante y lo invitó a bajar. ¡Cuándo! El cajetilla le metió fierro a la
voituré y
salió echando putas.

«¡Buen mancarrón el cadenero!», reflexionó el del Altillo. Y advirtiendo que el oficial taciturno le rasuraba ya las cerdas del cogote:

—¡Ojo a la verruga! —le recordó en tono de amenaza.

Entretanto, y mientras don Jaime sacudía un nada limpio mandil, Adán Buenosayres se administraba frente al espejo una generosa biaba de gomina. En ese instante fue cuando los primeros clamores de la guerra llegaron a la peluquería. Don Jaime, Adán y el Carrero del Altillo se miraron. Y advirtiendo que afuera crecía el fragor de la muchedumbre, se lanzaron a la puerta y salieron al sol.

Lo primero que hizo Adán Buenosayres fue subirse al umbral de la falsa puerta que se abría (o mejor dicho, que no se abría) junto a la del peluquero andaluz: esa maniobra le permitió eludir el turbión de los primeros combatientes que volaban a la lucha, y estudiar, a la vez, el aspecto de lo que sería muy en breve un tumultuoso campo de batalla. El sector de la calle Gurruchaga comprendido entre las de Camargo y Triunvirato hervía ya de una multitud clamorosa que había salido y continuaba saliendo de puertas, ventanas y tragaluces: los hombres corrían a grandes trancos, excitándose los unos a los otros con el gesto y la voz; sin abandonar a sus cachorros, las mujeres trotaban pesadamente al son de sus chancletas; reían los chiquilines, buscando ya en la copa de los árboles las mejores alturas de observación; y los viejos, de pie y alborotados, cambiaban entre sí ademanes elocuentes.

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