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Authors: Clark Ashton Smith

Zothique (27 page)

—¿Qué nueva hechicería es ésta? —preguntó Cushara, atreviéndose apenas a creer que sus infernales seguidores se hubiesen desvanecido.

—No lo sé —dijo el arquero, que miraba fijamente la oscuridad—. Pero aquí, quizá, viene uno de los demonios.

Entonces vieron los demás que se les acercaba una figura encapuchada, llevando un farol encendido fabricado con algún tipo de cuerno translúcido. A cierta distancia, detrás de la figura, aparecieron repentinamente luces en una masa cuadrada oscura que ninguno del grupo había advertido hasta entonces. Esta masa era evidentemente un edificio grande, con muchas ventanas.

Al acercarse más, la figura se reveló, a la escasa y amarillenta luz de la linterna, como un hombre negro de talla y estatura inmensas, ataviado con una voluminosa túnica del color del azafrán semejante a la que usan ciertas órdenes monacales y el sombrero purpúreo de dos picos de un abad. Realmente, era una aparición extraña e inesperada, porque si había algún monasterio entre los áridos páramos de Izdrel, estaba oculto y desconocido para el mundo. Sin embargo, Zobal, buscando en su memoria, recordó una vaga tradición que había oído una vez referente a un capítulo de monjes negros que floreciera en Yoros hacía muchos años. Los monjes se habían extinguido hacía largo tiempo y el mismo emplazamiento del monasterio se había olvidado. En la actualidad existían pocos negros en el reino, excepto los que servían como eunucos, guardando los serrallos de los nobles y de los mercaderes ricos.

Los animales comenzaron a desplegar una cierta inquietud ante la llegada del extranjero.

—¿Quién eres? —desafió Cushara con los dedos fuertemente prietos alrededor del mango de su arma.

El negro sonrió desenfadadamente, mostrando grandes filas de dientes descoloridos cuyos incisivos eran como los de un perro salvaje. Sus enormes y untuosas quijadas formaron, a causa de la mueca, un número increíble de voluminosos pliegues, y sus ojos, profundamente oblicuos y muy próximos entre sí, parecían guiñarse perpetuamente en bolsas que temblaban como mermelada de ébano. Sus fosas nasales se ensanchaban prodigiosamente y se limpió los bulbosos labios color púrpura que babeaban y temblaban con una lengua gorda, roja y lasciva, antes de contestar la pregunta de Cushara.

—Yo soy Ujuk, abad del monasterio de Puthuum —dijo con voz gruesa, de un volumen tan extraordinario que casi parecía surgir de la tierra que pisaba—. Me parece que la noche os ha sorprendido lejos de la ruta de los viajeros. Os doy la bienvenida a nuestra hospitalidad.

—Sí, la noche nos asaltó antes de tiempo —replicó secamente Cushara.

Ni a él ni a Zobal les gustó la mirada de lujuria de los parpadeantes y obscenos ojos del abad cuando miró a Rubalsa. Más aún, habían advertido ahora la excesiva y desagradable longitud de las negras uñas de sus gigantescas manos y sus desnudos pies, uñas que eran garras curvas de tres pulgadas tan agudas como las de algún animal o ave de presa.

Aparentemente, sin embargo, Rubalsa y Simbam no estaban tan mal impresionados, o no habían advertido estos detalles, porque ambos se dieron prisa a agradecer la oferta de hospitalidad del abad y a urgir su aceptación a los guerreros, visiblemente reluctantes. Zobal y Cushara cedieron ante esta presión, aunque ambos resolvieron en su fuero interno vigilar de cerca todas las acciones y movimientos del abad de Puthuum.

Ujuk, sosteniendo en alto la linterna de cuerno, condujo a los viajeros hacia aquel impresionante edificio cuyas luces habían visto a poca distancia. Una poderosa puerta de madera oscura se abrió silenciosamente a su llegada y penetraron en un espacioso patio pavimentado por piedras desgastadas y de aspecto grasiento, débilmente iluminado por antorchas colocadas en herrumbrosos soportes de hierro. Con asombrosa rapidez aparecieron varios monjes ante los viajeros, que, a la primera ojeada, habían pensado que el patio se encontraba desierto. Todos eran de una masa y estatura poco corrientes y sus rasgos poseían una extraordinaria semejanza con los de Ujuk, de quien, indudablemente, apenas podían ser distinguidos excepto por los capuchones amarillos que llevaban en lugar del gorro purpúreo de picos de abad. La similitud se extendía incluso a sus curvas y extraordinariamente largas uñas, semejantes a garras. Sus movimientos eran fantasmalmente furtivos y silenciosos. Sin hablar, se hicieron cargo de los asnos y de los caballos. Cushara y Zobal dejaron sus monturas al cuidado de aquellos dudosos palafreneros con una reluctancia que, aparentemente, no era compartida por Rubalsa ni por el eunuco.

Los monjes dieron a entender también su voluntad de despojar a Cushara de su pesada lanza y a Zobal de su arco de madera y hierro y su carcaj medio vacío, con flechas hechizadas. Pero los guerreros se negaron a esto, rehusando quedar desarmados.

Ujuk les condujo a una puerta interior que conducía al refectorio. Era una habitación grande y baja, iluminada por lámparas de bronce de antigua factura, semejantes a las que los vampiros podrían haber recobrado en alguna tumba hundida en el desierto. El abad, con gestos de ogro, suplicó a sus huéspedes que ocupasen sus asientos ante una larga y maciza mesa de ébano con sillas y bancos del mismo material.

Cuando se hubieron sentado, Ujuk se sentó a la cabecera de la mesa. Inmediatamente, llegaron cuatro monjes, llevando unos platos donde se apilaban las carnes humeando a especias y profundos frascos de barro llenos de un licor oscuro, color de ámbar. Y estos monjes, como los que se encontraban en el patio, eran groseros simulacros, negros como el ébano, de su abad, pareciéndose a él minuciosamente tanto en los rasgos como en el cuerpo. Zobal y Cushara se abstuvieron de probar el líquido que, por su olor, parecía ser una cerveza de un tipo excepcionalmente fuerte, porque sus dudas en relación a Ujuk y su monasterio se hacían más graves a cada momento. También, y a pesar de su hambre, se abstuvieron de la comida dispuesta ante ellos, que consistía principalmente en carnes asadas que ninguno pudo identificar. Sin embargo, Simbam y Rubalsa se dedicaron rápidamente a comer, pues su apetito estaba aguzado por el largo ayuno y las extrañas fatigas de aquel día.

Los guerreros observaron que delante de Ujuk no había sido colocada ni comida ni bebida y supusieron que ya había cenado. Ante su disgusto y rabia crecientes, se sentaba, obesamente repantingado, con los lujuriosos ojos sobre Rubalsa en una mirada fija rota únicamente por los parpadeos que acompañaban sus continuas muecas. Esta mirada comenzó pronto a avergonzar a la muchacha, y después a alarmarla y asustarla. Dejó de comer, y Simbam, que había estado profundamente preocupado con su cena entonces, se intranquilizó claramente cuando vio el decaer de su apetito. Por primera vez pareció darse cuenta de las poco monásticas ojeadas del abad, mostrando su desaprobación con varias muecas horribles. También observó oportunamente, con voz alta y aguda, que la muchacha estaba destinada al harén del rey Hoaraph. Pero lo único que hizo Ujuk ante esto fue reírse por lo bajo, como si Simbam hubiese dicho algún chiste exquisitamente divertido.

Zobal y Cushara tuvieron dificultades en reprimir su rabia y ambos ardían en deseos de probar sus armas contra el grueso bulto del abad. Sin embargo, pareció recoger las insinuaciones de Simbam, porque desvió su mirada de la muchacha. En su lugar comenzó a observar a los guerreros con una avidez curiosa y terrible, que hallaron poco menos insoportable que sus miradas a Rubalsa. El bien alimentado eunuco también tuvo su turno en la mirada de Ujuk, que parecía tener algo del hambre de una hiena recreándose ante una pieza en perspectiva.

Simbam, obviamente incómodo y algo asustado, intentó entonces mantener una conversación con el abad, proporcionando voluntariamente mucha información en cuanto a su persona, sus compañeros y las aventuras que les habían llevado a Puthuum. Ujuk pareció sorprenderse poco por esta información, y Zobal y Cushara, que no tomaron parte en la conversación, se sintieron más seguros que nunca de que no era un verdadero abad.

—¿Cuánto nos hemos alejado del camino de Faraad? —preguntó Simbam.

—No considero que os hayáis extraviado —rugió Ujuk con su subterránea voz—, porque vuestra llegada a Puthuum es muy oportuna. Aquí tenemos pocos invitados y no nos gusta separarnos de aquellos que hacen honor a nuestra hospitalidad.

—El rey Hoaraph estará impaciente porque regresemos con la muchacha —tembló Simbam—. Debemos partir mañana temprano.

—Mañana es otro asunto —dijo Ujuk, con tono medio untuoso, medio siniestro—. Quizá para entonces os hayáis olvidado de esta prisa deplorable.

Durante el resto de la comida se habló poco y, realmente, se bebió y comió poco, porque incluso Simbam parecía haber perdido el apetito, normalmente voraz. Ujuk, todavía sonriendo como si sólo él conociese algún divertido chiste, no se preocupó demasiado de instar a sus invitados a que comiesen.

Varios monjes iban y venían sin que nadie les llamara, quitando los platos cargados al retirarse. Zobal y Cushara percibieron una cosa extraña: ¡los monjes no proyectaban sombra alguna sobre el iluminado suelo junto a la de los platos que llevaban! De Ujuk, sin embargo, salía una sombra enorme y deformada que yacía como un íncubo al lado de su asiento.

—Creo que hemos llegado a un nido de demonios —susurró Zobal a Cushara—. Tú y yo hemos luchado contra muchos hombres, pero nunca con gente que no tuviesen sombras.

—Sí —musitó el lancero—. Pero este abad me gusta todavía menos que sus monjes, aunque sea él el único que posee sombra.

Ujuk se levantó entonces de su sitial, diciendo:

—Supongo que todos estaréis cansados y querréis dormir pronto.

Rubalsa y Simbam, que habían bebido cierta cantidad de la poderosa cerveza de Puthuum, asintieron soñolientamente. Zobal y Cushara, advirtiendo su prematura somnolencia, se alegraron de haber desdeñado el licor.

El abad condujo a sus huéspedes a lo largo de un pasillo, cuya penumbra estaba ligeramente aliviada por el llamear de las antorchas que se agitaban en una fuerte corriente de aire de procedencia indeterminada y producían una muchedumbre de sombras salvajes agitándose junto a los que pasaban. A ambos lados había celdas cuyas puertas sólo estaban cerradas por colgaduras de áspero tejido de cáñamo. Todos los monjes desaparecieron, las celdas parecían estar oscuras y un aire de desolación de siglos invadía el monasterio, junto con un olor de huesos mondos, como si éstos se amontonasen en alguna catacumba secreta.

En el centro del corredor, Ujuk se detuvo y apartó el tapiz de una puerta que no se diferenciaba en nada del resto. Dentro ardía una lámpara que pendía de una arcaica cadena de metal curiosamente engarzada y corroída. La habitación era desnuda y espaciosa, y un lecho de ébano con opulentas colgaduras a la moda antigua estaba dispuesto en la pared más alejada, bajo una ventana abierta. El abad indicó que esta cámara era para Rubalsa, y se ofreció a mostrar después a los hombres y al eunuco sus respectivos alojamientos.

Simbam pareció despertar de repente de su somnolencia y protestó ante la idea de ser separado de su carga de aquella manera. Como si Ujuk esperase esto y hubiese dado las órdenes apropiadas, apareció un monje llevando unas colchas que tendió sobre el suelo de losas, dentro de la habitación de Rubalsa. Simbam se tendió rápidamente sobre la improvisada cama y los guerreros se retiraron con Ujuk.

—Venid —dijo el abad, haciendo brillar en la penumbra sus dientes de lobo—. Dormiréis magníficamente en los lechos que os he preparado.

Pero Zobal y Cushara se habían colocado como guardianes a las puertas del aposento de Rubalsa. Dijeron secamente a Ujuk que ellos eran los responsables ante el rey Hoaraph de la seguridad de la muchacha y debían vigilarla a todas horas.

—Os deseo una agradable vigilia —dijo Ujuk, con una risotada como la risa de una hiena en alguna tumba subterránea.

Con su partida pareció que el negro sopor de una antigüedad muerta envolvía todo el edificio. Aparentemente, Rubalsa y Simbam dormían sin hacer un solo movimiento, porque no se oía ningún sonido detrás de la colgadura de cáñamo. Los guerreros hablaron sólo en susurros, por temor a despertar a la muchacha. Sus armas estaban dispuestas a ser utilizadas instantáneamente y vigilaban el sombrío salón con una celosa vigilancia, porque no confiaban en la quietud que les rodeaba, estando seguros de que una hueste de demonios se agazapaba en algún lugar, esperando el momento del asalto.

Sin embargo, no ocurrió nada que confirmase sus aprensiones. La corriente que alentaba furtivamente por el corredor parecía hablar únicamente de muerte de siglos y de una soledad cíclica. Ambos comenzaron a percibir sobre el suelo y las paredes señales de abandono que hasta entonces les habían pasado inadvertidas. Pensamientos imaginarios y fantásticos les asaltaban con insidiosa persuasión, parecía que el edificio era una ruina que había estado deshabitada durante mil años; que el negro abad Ujuk y sus monjes sin sombra eran simples imaginaciones, cosas que nunca existieron; que el móvil círculo de oscuridad, el pandemónium de voces que les habían empujado hacia Puthuum, no eran más que una pesadilla diurna cuyo recuerdo se esfumaba ahora a la manera de los sueños.

La sed y el hambre les atormentaban, porque no habían comido desde muy temprano, y durante el día sólo probaron unos pocos y apresurados tragos de vino o agua. Sin embargo, ambos comenzaron a sentir el asalto de un soñoliento abandono que, bajo las circunstancias, era altamente indeseable. Cabecearon, se amodorraron y despertaron varias veces al peligro. Pero como la voz de una sirena en los sueños inducidos por la droga, el silencio parecía decirles que todo peligro era algo desaparecido, una ilusión que pertenecía al pasado.

Pasaron varias horas y el salón se iluminó con la salida de una luna tardía que brillaba por una ventana en el extremo oriental. Zobal, menos soñoliento que Cushara, se despertó por completo debido a una conmoción repentina entre los animales que estaban debajo, en el patio. Como si algo hubiese aterrorizado a los caballos, se oyeron fuertes relinchos que subieron hasta alcanzar un tono frenético y los asnos comenzaron a rebuznar sordamente, hasta que Cushara también se despertó.

—Asegúrate de no quedarte dormido otra vez —advirtió Zobal al lancero—. Voy a salir para averiguar la causa de este tumulto.

—Es una buena idea —concedió Cushara—. Y de paso que vas echa un vistazo a nuestras provisiones. Y trae, cuando vuelvas, algunos albaricoques y tortas de sésamo y un pellejo de vino, rojo como los rubíes.

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