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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

Zigzag (37 page)

—Sí, las tengo, pero mucho menos que antes.

—¿Cuándo fue la última?

—Hace una semana, viendo la televisión.

Una vez al mes varios especialistas de Eagle viajaban a Madrid para someterla a un chequeo en secreto: análisis de sangre y orina, radiografías, pruebas psicológicas y una larga entrevista. Ella se dejaba hacer. El lugar donde la citaban no era una clínica sino un piso de Príncipe de Vergara con una decoración anodina. Los análisis y las radiografías se las hacía la semana previa en el consultorio de un médico particular, de modo que los especialistas contaban con los resultados cuando ella los veía. Aquellas citas le costaban mucho esfuerzo, porque se prolongaban durante casi todo el día (pruebas psicológicas por la mañana y entrevista por la tarde) obligándola a interrumpir las clases, pero había llegado a acostumbrarse, incluso a necesitarlas; al menos, eran gente con la que podía hablar.

Los especialistas atribuían sus pesadillas a efectos residuales, del Impacto. Afirmaban que a otros miembros del equipo les sucedía lo mismo, explicación que, para su sorpresa, lograba tranquilizarla.

No había vuelto a hablar con ninguno de sus compañeros,: no solo porque se había comprometido a no hacerlo, sino porque, a esas alturas, ya había dejado de importarle seguirles el rastro. Pero había ido coleccionando noticias dispersas a lo largo de los años. Por ejemplo, sabía que Blanes no daba señales de vida en el mundo científico y se hallaba recluido en Zurich; corría rumor de que estaba muy afectado por el cáncer que padecía su antiguo mentor, ya jubilado, Albert Grossmann. A Marini y Craig, por lo que a ella respectaba, bien podía habérselos tragado la tierra, aunque había oído que Marini ya no daba clases. Sus últimas informaciones apuntaban a que Jacqueline Clissot y Reinhard Silberg también se habían retirado de la circulación académica, y Clissot, en concreto, había caído «enferma» (pero qué podía ser su mal, nadie parecía saberlo). En cuanto a Nadja, le había perdido la pista del todo. Y ella misma...

—Se encuentra cada vez mejor, Elisa. Le vamos a dar una buena noticia: a partir del año que viene, nuestras visitas serán cada dos meses. ¿Le alegra?

—Sí.

—Feliz Navidad, Elisa. Que el año 2012 le traiga todo lo mejor.

Bueno, allí estaba, aquella noche de diciembre, vestida con una bata y unos encajes de Victoria's Secret, disponiéndose a tomar escalivada para cenar antes de dedicarse a su «juego» del Señor Ojos Blancos, y escuchando, de repente, la voz de su pasado.

Había una foto. Mostraba a un hombre aún joven pero de aspecto demacrado, rala barba gris y gafas de montura de alambre, junto a una mujer bonita, aunque de cara algo redonda, que cargaba a un niño de pelo revuelto y rubio de unos cinco años de edad. El niño, desafortunadamente, había heredado la misma redondez facial de su madre. La madre y el niño sonreían sin reparos (al niño le faltaban dientes), mientras que el hombre permanecía serio, como si se hubiese visto forzado a posar para no enfadar a nadie. Habían sido fotografiados en un jardín; al fondo había una casa.

Imaginaba escenas al mirar aquella foto. Por descontado, la noticia no ofrecía tales detalles, y ella sabía que su fantasía los inventaba, como inventaba las perversas palabras del Señor Ojos Blancos, pero aun así aquellas escenas saltaban a su conciencia como fotos con flash.

Le sacaron los ojos. Cortaron sus genitales. Le amputaron brazos y piernas. El niño lo vería todo. Le obligarían a mirar. «Mira lo que hacemos con papá... ¿Reconoces a papá ahora?»

Estaba sentada en la alfombra, frente al televisor, con las piernas encogidas y entrelazadas cubiertas a medias por la bata, como si se dispusiera a adoptar la postura del loto. Pero no usaba la televisión sino el teclado de Internet adosado al receptor. La página pertenecía a un canal británico de noticias de última hora. Era el único lugar donde había aparecido, le había dicho Nadja, quizá porque se trataba de un suceso reciente.

—Qué horror, pobre Colin... Pero... —Se detuvo sin querer añadir: «Pero no entiendo por qué me llamas tres días antes de Navidad para decirme esto».

—Hay cosas que la noticia no especifica y que a Jacqueline le contaron —dijo Nadja desde el altavoz del teléfono inalámbrico—. A la esposa de Colin la encontraron de madrugada corriendo por la carretera, gritando... Así fue como supieron que había ocurrido algo. Al niño lo hallaron en el jardín trasero de la casa: había pasado toda la noche a la intemperie y presentaba síntomas graves de congelación... Es lo que no entiendo, Elisa. ¿Por qué abandonó a su hijo pequeño en la casa sin llamar a la policía ni a nadie? ¿Qué clase de... de cosa ocurrió?

—Aquí dice que entraron unos hombres y los amenazaron. Eran criminales peligrosos, ex convictos... Estaban drogados y querían dinero... Quizá ella pudo huir.

—¿Abandonando a su hijo en la casa?

—Los que atacaron a Colin la obligarían a hacerlo. O sintió pánico. O enloqueció. Determinadas experiencias pueden... pueden...

Sangre por todas partes: en el techo, las paredes, el suelo. El niño en el jardín, abandonado. La madre corriendo por el arcén. ¡Ayuda, por favor! ¡Ayuda! ¡Ha entrado una sombra en mi casa!¡ Una sombra que quiere devorarnos! ¡No veo su rostro, solo su boca! ¡Y es ENOOOOOORMEEEEE!

—A Jacqueline le han dicho que la casa está rodeada de soldados.

—¿Qué?

—Soldados —repitió Nadja—. Nadie sabe qué hacen allí. Policías de paisano, pero también soldados, personal sanitario, gente con mascarilla... Las ventanas han sido bloqueadas y no te puedes acercar ni a un kilómetro. Y todo se ha agravado con el corte de luz. Anoche hubo un apagón en los alrededores de Oxford. Todavía dura. Afirman que fue debido a un cortocircuito en la planta que abastece a la ciudad. ¿Te suena de algo, Elisa?

Entró la oscuridad, y el abeto se apagó. Se apagaron las bombillas que rodeaban el calcetín del niño, donde Father Christmas iba a dejar sus regalos la noche del 24. La familia Craig estaba en casa, y la oscuridad penetró como un ciclón.

Seguía vivo mientras le arrancaban el rostro. El niño lo vio todo.

—Con Rosalyn se apagaron las luces de la estación... y con Cheryl Ross las de la despensa... Y hay otro detalle en el que no habíamos caído, Elisa: la luz del cuarto de baño de Rosalyn, la mía y la tuya... ¿Recuerdas? Las tres tuvimos aquel sueño... y las tres sufrimos cortes de luz en nuestros baños...

Coincidencias. Voy a contarte otra coincidencia.

—No podemos extraer conclusiones sobre eso, Nadja... La física no relaciona los sueños con la energía eléctrica.

—¡Lo sé! Pero el miedo no depende de la lógica... Tú razonas mucho, y me tranquilizas con tu lógica, pero cuando Jacqueline me llamó para contarme lo de Colin, yo... He pensado que... lo de la isla no ha terminado todavía... —Un sollozo.

—Nadja...

—Ahora le ha tocado a Colin... como antes a Rosalyn, a Cheryl y a Ric... Pero es lo mismo, y tú lo sabes.

—Nadja, cielo... ¿Lo has olvidado? Fue Ric Valente quien hizo aquello. Ahora está muerto.

Hubo un silencio. La voz de Nadja surgió como un gemido:

—¿Realmente crees que fue él quien las mató, Elisa? ¿Realmente lo crees?

No, no lo creo
. Decidió no contestar. Se frotó los muslos desnudos. Los números que destellaban en la pantalla de la televisión le indicaban que solo le quedaba una hora antes de que
él «llegara»
. Su «juego» era un ritual que no podía posponer, un hábito, como morderse las uñas. Solo debía quitarse la bata y aguardar.
Tengo que colgar
.

—Jacqueline y yo hemos hablado de algo más. —El cambio de tono de su antigua amiga la alarmó—. Dime una cosa. Dímela con toda sinceridad, con el corazón en la mano... Dime si no es verdad que tú... tú te... te
preparas... para él
. —Ella escuchaba, sentada en la alfombra, inmóvil—. Elisa, dímelo, por lo que más quieras, por nuestra antigua amistad... ¿Te da vergüenza? A mí también, mucha... Pero, ¿sabes qué? ¡El miedo, Elisa!
¡El miedo que tengo supera mi vergüenza...
—Ella escuchaba: no podía moverse, ni siquiera pensar, solo escuchar aquellas palabras—. Ropa interior especial..., quiero decir, provocativa, y siempre de color negro... Quizá te gustase antes usarla o quizá no, pero ahora la usas con
mucha
frecuencia
, ¿verdad? Y a veces no te pones nada... Dime si no es cierto que a veces sales a la calle sin ropa interior, sin haber tenido jamás esa costumbre... Y por las noches... ¿no sueñas con...?

No, lo que Nadja insinuaba no era cierto. Sus «juegos» eran meras fantasías, por supuesto. Podían estar influidos por ciertas experiencias desagradables ocurridas seis años antes, pero solo eran fantasías, al fin y al cabo. Y el hecho de que Nadja «jugara» a cosas parecidas, o de que a Craig lo hubiesen asesinado la noche previa, no tenía nada que ver con ella. Nada en absoluto.

—¿Sabes... sabes cómo es ahora la vida de Jacqueline? —continuó Nadja—. ¿Sabías que abandonó a su familia hace cuatro años, Elisa? A su esposo y a su hijo... Incluso su profesión... ¿Quieres saber cómo ha sido su vida desde entonces? ¿Y la mía? —Ahora Nadja también lloraba abiertamente—. ¿Te cuento todo lo que hago? ¿Quieres saber cómo vivo, y qué hago
a solas
?

—Se supone que no debemos hablar, Nadja —interrumpió Elisa—. Tenemos entrevistas mensuales. En ellas puedes...

—¡Nos mienten, Elisa! ¡Sabes que nos están engañando desde hace años!

Si él llega y no estás preparada... Si no lo aguardas como debes...

Miró hacia un punto del salvapantallas, que mostraba las fases de una luna blanca, casi espectral.
Blanca como unos ojos blancos
. Un escalofrío la recorrió, haciéndola tiritar bajo la bata, el costoso peinado de peluquería y el maquillaje.
Pero es absurdo. Se trata de un juego. Puedo hacer lo que me apetezca.

—¡Elisa, estoy muy asustada!

Tomó la decisión en ese mismo instante.

—Nadja, me has dicho que estás en Madrid, ¿verdad?

—Sí... Una amiga española me ha dejado su apartamento por navidades... Pero me marcho este viernes a pasar la Nochebuena en San Petersburgo, con mis padres.

—Pues mejor. Iré a buscarte esta noche y cenaremos en un buen restaurante. ¿Qué te parece? Invito yo. —Oyó una risita. Nadja seguía riéndose como cuando se habían conocido, con idéntica y cristalina transparencia.

—De acuerdo.

—Pero con una condición: que me prometas que no vamos a charlar de cosas desagradables.

—Te lo prometo. ¡Tengo tantas ganas de verte, Elisa!

—Y yo a ti. Dime dónde estás. —Abrió el callejero de su ordenador. Era un piso en Moncloa, podía llegar allí en media hora.

Cuando se despidieron, apagó la televisión, guardó la escalivada intacta en la nevera y se dirigió al dormitorio. Mientras se quitaba la ropa interior que destinaba al «juego» y la guardaba en el armario titubeó un poco, ya que prácticamente nunca cambiaba de planes cuando sentía deseos de «recibirle». (
Si él llega y no estás preparada... Si no lo aguardas como debes...
) Pero aquella llamada y la terrible noticia de Colin le habían dejado un poso de extraños interrogantes que necesitaban respuesta.

Eligió un conjunto de sujetador y bragas color beige, un jersey y unos vaqueros.

Iría a ver a Nadja.

Tenía mucho que hablar con ella.

23

La luz surgió tras un parpadeo. Procedía de una gruesa barra fluorescente en lo alto del espejo del lavabo y revelaba cada ángulo, cada resquicio del azulejo naranja. Sin embargo, Nadja Petrova encendió, además, una lámpara portátil con bombilla de cinco vatios y batería recargable, y la depositó sobre un taburete junto a la ducha. Nunca viajaba sin aquellas lámparas, y disponía también de tres linternas preparadas en su maleta.

Se alegraba de haber llamado a Elisa, aunque no le había resultado fácil hacerlo. Pese a que la verdadera razón de haber aceptado la invitación de Eva, la dueña del piso, había sido la de encontrarse con su antigua amiga, ya llevaba una semana en Madrid y solo había decidido telefonearle tras enterarse de la muerte de Colin Craig. Incluso entonces albergaba dudas.
No debería haberlo hecho. Nos comprometimos a no hablar entre nosotros
. Su culpa se atenuaba, sin embargo,.con la urgencia de la situación. Si antes había pretendido reanudar una amistad, ahora necesitaba de la presencia de Elisa y de sus consejos. Quería oír su opinión siempre tranquilizadora sobre lo que tenía que contarle.

Una explicación lógica: eso necesitaba. Algo que pudiese explicar todo lo que le estaba ocurriendo.

Se dirigió a su cuarto, cuya luz se hallaba encendida, como las del resto de la casa. Eva lo lamentaría a fin de mes, pero ella se había propuesto compensarla con algo de dinero. Dos años antes, en el edificio de París donde vivía, hubo un apagón que la horrorizó. Había permanecido inmóvil y acurrucada en el suelo durante los cinco minutos que había durado la avería. Ni siquiera había podido gritar. Desde entonces disponía de varias lámparas portátiles y linternas a su alrededor, siempre preparadas. Odiaba la oscuridad.

Se desnudó. Al abrir el armario se contempló en el espejo, Los espejos la inquietaban desde que era niña. Al mirarse en ellos no podía evitar pensar en la aparición de alguien a su espalda, una criatura inesperada asomando la cabeza sobre su hombro, un ser que solo pudiera descubrirse allí, en el azogue Pero, claro está, se trataba de un temor sin fundamento.

Ahora tampoco vio nada: solo a sí misma, su piel lechosa sus senos menudos, los pezones de un rosa desvaído... Su imagen de siempre. O no «de siempre», pero con los cambios habituales. Cambios que ya sabía que compartía con Jacqueline y quizá también con Elisa.

Eligió la ropa que iba a ponerse y consultó la hora. Aún disponía de unos veinte minutos para ducharse y arreglarse. Caminó desnuda hacia el cuarto de baño mientras se preguntaba qué opinaría su amiga sobre aquellos cambios en su aspecto. Qué opinaría, por ejemplo, de su largo pelo teñido de negro.

Decidió dar un rodeo por la M30 pensando que atravesar Madrid cuatro días antes de Navidad, y a esas horas, era correr el riesgo de toparse con un espantoso atasco. Pero cuando llegó la avenida de la Ilustración una densa pedrería de luces de frenos la hizo detenerse. Era como si todas las guirnaldas púrpuras de la decoración navideña hubiesen sido arrojadas al asfalto. Maldijo entre dientes, y en consonancia con su maldición sonó el móvil.

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