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Authors: Antonio Di Benedetto

Tags: #Relato

Zama (5 page)

Rita, que fue resplandeciente, lo era menos, como si algo le chupara la sangre. Al encontrarnos se forzaba en pro de una conducta normal, porque había sido herida y conservaba la lastimadura del débil humillado por el fuerte.

Pude, pues, retornar a Marta. En esta disposición me halló un mensaje suyo, enviado por el mismo barco en que llegó un caballero oriental con cartas de recomendación para mí. Traía este hombre un probable negocio de explotación de maderas; personas considerables me encomiaban atenderlo debidamente y presentarlo a quienes pudiesen facilitarle sus cosas. Esta atención importaba indudable merma de mis monedas de plata.

Marta, superando sostenidos reparos, me hablaba de la situación económica del hogar. Estaba afligida. Había tenido que vender las modestas alhajas de su dote, a espaldas de mi madre. Con esos recursos hacía tiempo, hasta que yo pudiese ayudarlas.

Como yo inmediatamente no podía, tuve que franquearme en otra misiva conmovida por su abnegación silenciosa y colmada de recomendaciones de que siguiera ocultando la crisis a mi madre. Debí aclararle que mi sueldo era realmente de mil quinientos pesos, pero mil debían serme ingresados de los propios de la ciudad y, en consecuencia, por ser éstos tan exiguos, los míos no pasaban de ser ilusorios. En cuanto a los otros quinientos, sólo en ocho oportunidades habían llegado de España, sobre quince meses de permanencia.

«Marta —suplicaba yo con la pluma— sacrifiquémonos aún algo más. Es por mi carrera, que no puedo abandonar si quiero otro cargo más cerca de ti, de mayor lustre y efectivas entradas. Algo se juega también mi nombre, que es el de tus hijos».

10

Encontré alojamiento para mi visitante en una casa de la calle San Francisco. La calle de San Francisco corre, mirada desde el río detrás de la calle de San Roque y en la calle de San Roque estaba la casa de los Piñares de Luenga. De los fondos de ésta, una piedra lanzada por mano de un hombre podía golpear la ventana del oriental.

Lo visité asiduamente en su habitación y ha de haberle extrañado tan solicito interés por favorecer sus negocios.

Hasta que un día, muy temprano, observé agrupados, detrás de la casa de Piñares, caballos y mulares con avíos de viaje. El señor preparaba la ida a su estancia de Villa Rica.

Dejé transcurrir un lapso prudente e invité al oriental a visitar a Piñares de Luenga, ministro de la Real Hacienda, que seguramente podía contribuir con informes que dejaran sólido y concluido el proyecto.

Compuesto en forma que merecí cumplidos de mi favorecido, pasé a buscarlo; con él del brazo me presenté por la puerta principal en casa de don Honorio Piñares de Luenga.

Un esclavo joven nos informó que el señor ministro se hallaba en su estancia de Villa Rica y no regresaría hasta pasado un mes. Hice manifiesta una intemperante decepción, con voces algo elevadas de tono que provocaron miradas de estupor de mi acompañante. No me iba y requería mayores explicaciones. El oriental me tironeó discretamente de la manga y, antes de que malograse mi plan y en vista de que nadie desde adentro venía en mi colaboración, me decidí y ordené:

—Di a tu señora que aquí está, presentado por don Diego de Zama, un caballero de Montevideo, que debe regresar muy pronto a su patria y desea ser atendido por el señor ministro.

El
cunumí
se retiró, dejando entornada la puerta, en acto de precaución.

El oriental dio curso a su malestar, diciéndome que cómo podía insistir de esa manera por una información de relativa importancia, de todos modos imposible de lograr, ya que el ministro no estaba. Que había otros ministros de la Real Hacienda, si tanto quería hacer por él y que…

La puerta se abrió del todo, franqueándonos el paso. El esclavo nos guió hasta el salón.

Luciana nos recibió muy señora pero con las mejillas algo encendidas. Se mostró gustosa de nuestra visita y yo supe que era por mi osadía. Creo que nos sentimos repentinamente cómplices.

No obstante, dedicó toda su atención al oriental, a escucharlo un poco, lamentar la ausencia del marido y, muy luego, a cercarlo de preguntas que el hombre no podía responder, porque no era ni muy avisado ni amigo de las cosas espirituales, y hacia ellas se encaminó la curiosidad de Luciana. Quiso saber del teatro y de la música de Buenos Aires y Montevideo, y como por ahí no sacaba provecho de ilustración, se le ocurrió que este individuo, comerciante, podía estar enterado de trapos y le preguntó de las tiendas y hasta el precio de los dedales de plata. Como aquí algo acertaba, el oriental quiso recuperar terreno y se mostró viajero, diciendo de un viaje a Córdoba. Pero dio un traspié, porque Luciana supuso que por lo menos algún doctor sería amigo de él y le vino en ganas conocer la vida íntima de gente de esa clase, sus fiestas, reuniones, estilos de ropas, platos y bebidas, formas de educación de los hijos, en fin, un cuestionario para enciclopedia. No era para el oriental.

Se daba mi turno. Yo iba a él resentido, porque licenciado soy, aunque no de Córdoba, y bien podía preguntárseme. Era esa vez un poco como siempre: allí donde la gente no es de universidad, si posee algo de que enorgullecerse, posición o hacienda, decide ignorar el estudio y títulos de quien tuvo aula.

Mi oferta procuró alivio al oriental y a Luciana un interés que, asombrosamente, se permitió dejar en suspenso, hasta una nueva visita nuestra, que nos encargó se repitiera dos días después, a la oración.

11

Esa noche soñé que por barco llegaba una mujer solitaria y sonriente, sonriente sólo para mí, necesitada de mi amparo, que se me confiaba a mis brazos y mezclaba con la mía su ternura. Pude precisar su rostro, gentil, y un vello rubio que le hacía durazno el cuello y me ponía goloso.

No era Marta; tampoco Luciana. No era nadie que yo conociese.

Deje el lecho, espiritualizado. La mañana era limpia y propicia. Bebí el mate y prescindí de los bizcochos. Comer, masticar, me parecía grosero.

En la calle me di con una berlina modesta, de gastados arneses y cansino tronco.

No le presté atención cuando pasó a mí lado. Pero reparé en una mano, carnudita y joven, muy blanca, guardada de encajes, que se tomaba de la portezuela. La cortina echada no permitía hacer público más que ese breve testimonio de donaire. El carruaje se alejaba y, por modesto, no podía distinguirlo de ningún otro.

Pensé buscar mi caballo; suspendí tal propósito.

Quizás era la mujer del sueño; seguramente no.

Al igual que ella, operó en mí como una perdurable caricia.

Por juntar pedacitos de esperanza, repasé las características del coche y de los animales de tiro, a fin de retenerlas. Sin duda, me dije, para la dama de la mano era un pobre medio de no ir a pie; sin embargo, tuve que decirme también, de menos dispondría ahora la que era en verdad mi dama, Marta, mi señora.

Me sentí traicionero de su amor, de su humildad y su sacrificio; mas pensé en la mano resguardada de encajes, pensé en Luciana y quise justificarme como ante tribunal: «Por lo menos, debo conservar el derecho de enamorarme».

Enamorarme, nada más, apuntaba en mi reserva de derechos, e imaginaba de nuevo la mano carnudita y clara, fugitiva, y la hacía real haciéndola de Luciana, y mía por un beso, un solo beso de enamorado, y luego el reclinar de mi mejilla en ella y sentir su calor pasándose a mi cuerpo.

Debía acudir al despacho. No me hacía mal saberlo, porque permanecía bajo la influencia del sueño y de la mano blanca, otro sueño. Mal me causaba, eso sí, que lo real me resultase inasible y, si una mujer venía a mí, lo hiciera en sueños, nada más.

¿Nunca sería el visitado del amor? No el amor de Luciana, si es que lo conseguía, sino el de una mujer de otras regiones, un ser de finezas y caricias como podía haberlo en Europa, donde siquiera unos meses hace frío y las mujeres usan abrigos suaves al tacto como los cuerpos que cobijan.

Europa, nieve, mujeres aseadas porque no transpiran con exceso y habitan casa pulidas donde ningún piso es de tierra. Cuerpos sin ropa en habitaciones caldeadas, con lumbre y alfombras. Rusia, las princesas… Y yo ahí, sin unos labios para mis labios, en un país que infinidad de francesas y de rusas, que infinidad de personas en el mundo jamás oyeron mentar; yo ahí, consumido por la necesidad de amar, sin que millones y millones de mujeres y de hombres como yo pudiesen imaginar que yo vivía, que había un tal Diego de Zama, o un hombre sin nombre con unas manos poderosas para capturar la cabeza de una muchacha y morderla hasta hacerle sangre.

Yo, en medio de toda tierra de un continente, que me resultaba invisible, aunque lo sentía en torno, como un paraíso desolado y excesivamente inmenso para mis piernas. Para nadie existía América, sino para mí; pero no existía sino en mis necesidades, en mis deseos y en mis temores.

Estaba espiritualizado.

A mi paso, tumbada y sin fuerzas para moverse, encontré en una zanja formada por los raudales a una mujer indígena, de mediana edad.

Me acerqué y ella no sabía con qué objeto, por lo cual sus ojos se pusieron implorantes como para que no la forzara a salir de allí, para que no le hiciera daño. Con ese ruego silencioso, con su abandono y su dolor, me causó viva compasión.

Quise saber qué le ocurría.


Tuvïg
—me dijo.

—¿Sangre? ¿Estás herida?

Negó despaciosamente con la cabeza.

—No. Flujos de sangre, su merced.

—¿Qué puedo hacer por ti? ¿Qué puedo ofrecerte?

—Yerba o azúcar para la médica, su merced.

Le di una monedita para su médica, la curandera, y otra para ella. Le dije que debía aguardar hasta que llegasen dos hombres, que la llevarían alzada a ver a la curandera y después a su rancho.

—No tengo rancho, su merced. Soy libre y tenía; pero mi hombre me echó.

Si bien entendía su situación, no supe cómo contribuir a resolverla. Arrojé sobre su falda otra moneda, consciente de que eso era nada para la miseria y la enfermedad, que el marido quería extirpar de raíz eliminando de su presencia a la mujer.

Ante la casa de la gobernación me aguardaba un mandadero con mensaje del oriental. Amaneció con retortijones y vómitos de cólico e imploraba mi colaboración para que se atendiese su salud.

Con repentina sangre en la cabeza, lo interpreté como una burla de la suerte, como un juego malévolo para excitar supersticiones: yo me ocupaba en la calle de una enferma desconocida, en procura de que sanase, y parecía que la enfermedad se pasaba a mi conocido. Enfermo él, no podríamos visitar a Luciana en la tarde: la desventura recaía en mí.

Hice avisar al oriental que muy en seguida tendría auxilio de expertos, pero decidí no ocuparme de momento y, secretamente, deseé que sufriera hasta aullar.

Prescindí también de mandar hombres en socorro de la mujer caída.

El gobernador tenía indicado que en cuanto yo llegara me pusiese a sus órdenes. Esto implicaba antesala, hasta que él se dignase franquearme el paso. En esta ocasión se retardó hasta crisparme de impotencia.

En igual situación y viendo mis nervios permanecían de pie dos ancianos pulcros y una joven bonita, sencilla y notoriamente pasiva. Estaban en la sala desde antes que yo y si respondieron corteses y tímidos a mi abreviado saludo, más no hubo entre nosotros, aparte de un silencio largo y una aparente igualdad de condiciones que me humillaba.

De ellos se trataba. El gobernador, que me recibió con una cordialidad apaciguadora, me rogó que lo librase de esa gente, según sus conocimientos temiblemente pedigüeña.

Tuve que acceder, con callada reserva de venganza.

Pasé a la antecámara sin mirarlos, clausuré tras de mí la puerta del despacho y esperé que ellos me buscaran.

Tendrían que fatigarse de aguardar audiencia del gobernador, animarse a inquirir a su secretario y entonces darse cuenta de que quien iba a atenderlos era el señor asesor letrado; recibidos al cabo de otro tiempo, caer en la comprobación de que el asesor letrado era yo, es decir, la misma persona que tuvieron a tiro media hora, desperdiciada e irrecuperable.

Pero el tiempo, allí, de nada servía, y finalmente me molestó su paciente antesala. Más me canse yo que ellos; por lo menos, eso creo.

Qué fuertes eran mis deseos de ser despótico y expeditivo y cuán escasa oportunidad me dieron las humildes palabras del anciano.

Era descendiente de adelantados; podía citar en rama directa, a Irala.

Cuando me exponía esto, como una relación de hechos, sin postura ni orgullo, llamó alguien a la puerta y era Ventura Prieto. Lo hice pasar para que el anciano se sintiera disminuido, obligado a confesarse y pedir ante persona extraña, de quién sabe qué rango.

Ventura Prieto, discreto, quiso retirarse; a una indicación mía permaneció cerca de la entrada, observando interesado.

El anciano, intranquilo como yo lo deseaba, dijo ser de los antiguos pobladores de Concepción, con tierras heredadas, pero ya tan reacias a sus decrépitas manos que había caído en la miseria y se veía en precisión de pedir a Su Majestad para sí, su mujer y su nieta, sin padres ésta a causa de un acto sanguinario de los indios, diez años atrás.

La niña, que al principio me miraba con limpidez, poco a poco había inclinado la hermosa frente y con su manecita, con sólo la punta de los dedos, se tomaba de mi mesa, como para aferrarse a algo. Mi mesa representaba al asesor letrado: yo era lo sólido y lo último para hacer pie.

Yo constituía de nuevo algo útil e importante.

Mi vanidad dictó estas palabras:

—Puede volverse en paz vuesa merced a su tierra, que tendrá encomienda de indios en nombre de Su Majestad, que ha de acordar sin tardanza el gobernador, por quien me comprometo con mi palabra.

Puse tanta aplicación en la solemnidad de mi promesa, persiguiendo un chispazo de gratitud en los ojos de la joven, que olvidé reclamarle documentación probatoria de su ascendencia.

La joven me había entregado el fulgor humedecido de sus ojos y yo me sabía alguien, alguien en su intimidad dichoso.

Ventura Prieto venía a traerme la reiteración del mensaje del oriental.

Desusadamente amistoso, le pedí consejo. Me indicó al cirujano Palos y yo hice una broma con su nombre, obtuve otras referencias sobre el modo de encontrarlo y le encargué me enviáse dos hombres para que fueran en busca de la mujer caída. Yo era en ese momento una persona buena y comunicativa, tanto que referí a Ventura Prieto el episodio callejero, procurando hacerlo partícipe de mis humanas acciones y mi compasión.

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