Una semana después de la muerte de Dahlia, comenzaron las explosiones.
Todo está listo. Nate recorre la ciudad en bicicleta, pedalea con todas sus fuerzas y hace sonar el timbre. La ciudad entera se está hundiendo en el agua, puede que en un par de semanas desaparezca. Cuando vuelve a su cueva encuentra una vela encendida, apoyada en una roca, como dispuesta para que alguien lea las inscripciones que Nate ha grabado en la piedra durante años. Se agacha y lee la inscripción que ilumina la vela: «El sol ya no alumbra.»
Reconoce su propia inscripción. Busca por toda la cueva, pero no hay nada nuevo. Nate se sienta en el suelo y escucha el silencio. Quiere creer que Dahlia estaría orgullosa de él. Acaricia con la mano la inscripción de la roca y se le caen un par de lágrimas, lastimeras y vergonzosas, que se pierden en su rostro.
—¿Eres tú?
El carro enganchado a la bicicleta pesa un poco, está lleno de comida de bidones de agua y de ropa. El día de su partida, Nate encuentra otra vela. Nate se arrodilla y mira a su alrededor.
—¿Por qué no vienes conmigo?
Nate apaga la vela. Es el momento de irse. Podría quedarse y hundirse con la ciudad. Se pone en pie y mira a su alrededor. Esperando lo inesperable. Esperando un milagro.
En el bolsillo de su pantalón encuentra su encendedor y se dirige al carro, de donde coge un saco lleno de velas. Decide dejarlas allí. Son las velas que se ha estado dejando a sí mismo. Lleva demasiado tiempo solo. Es el momento de partir. Se aleja de la ciudad, sin mirar atrás ni una vez.
Les habla Fox, en la radio, desde África para el mundo del mañana. He estado pensando en la muerte. He oído hablar de los que se hacen llamar «Leales a Fox», salvajes que vagan por el mundo asesinando, violando y secuestrando niños. Se jactan de experimentar con el umbral del dolor de los bebés y niños pequeños que encuentran, violan a sus madres y las obligan a mirar cómo torturan a sus hijos. Son monstruos. Odio que se hagan llamar mis leales, porque no lo son. No representan en absoluto mis ideales ni mis deseos y tampoco actúan bajo mi mando. Son salvajes. Si les encontráis, matadles. Ésas sí que son mis órdenes.
No quiero que nazcan más niños, pero ésa no es razón para torturarles. La eliminación de la raza humana debe ser rápida e indolora. He estado pensando en la muerte. Siento el cáncer creciendo dentro de mí. Es una experiencia única, saber que la muerte se abre paso dentro de tu cuerpo, saber que ahora estás y dentro de un segundo podrías desaparecer. Saber que el mundo no se detendrá por tu ausencia.
¡Escondeos en vuestros campamentos! ¡Soñad con el amanecer! Pero debéis saber que no hay vida. No hay esperanza. No hay un mañana. Entregamos nuestras almas a religiones, a la tecnología, a las modas, a los cantantes, a los actores de Hollywood y a las estrellas de rock. Criamos a nuestros hijos para que fuesen mezquinos y desagradecidos. Construimos trenes, aviones, coches, quemamos el oxígeno y nos agarramos a la vida como garrapatas. ¡Basta! ¡La muerte es lo único que merecemos, todos y cada uno de nosotros! Escuchadme, supervivientes, si fueseis lo suficientemente valientes entregaríais vuestra vida para salvar la del planeta.
Alice levanta la mirada y trata de ver algo en la oscuridad, siente el frío en los huesos y se estremece un instante. No hay ningún sonido, salvo el leve rumor de pisadas y su respiración. Es como caminar consigo misma en un espacio indefinible, vacío. Empieza a soplar el viento y la joven Alice se estremece, aprieta la mano contra su bufanda y espera a que pase el frío. Pero el frío no pasa, parece ser eterno. La imposibilidad de ver más allá de sus propias manos le pone nerviosa y decide hacer un alto.
Sentada en la arena, busca en su mochila y saca una botella de agua. Bebe con avidez, pero deja lo suficiente para el camino de regreso. Consulta su cronómetro, marca cero horas, cuarenta minutos, doce segundos. Alice suspira y se tumba en la arena. El cielo es una masa de nubes verdosas. El desierto es un oasis en una tierra dominada por la locura. Alice se siente bien, tumbada en la arena.
Suena la alarma del cronómetro. Alice se sobresalta y mira a su alrededor con un cuchillo en la mano. Se da cuenta de que se trata de la alarma y mira el cronómetro. Marca cuatro horas, cincuenta y dos minutos, veintisiete segundos.
—Mierda, me he dormido.
La oscuridad es profunda pero no insondable. Alice se levanta y estira su espalda. Su figura se recorta un instante ante el resplandor de un rayo. No se oye explosión alguna, no hay truenos, pero sí rayos. Lo que no significa nada bueno. Alice saca algo de su mochila que parece una raqueta y se palpa el cuerpo con ella. Suena un pitido, breve, ausente y vacío. Alice sonríe, su cuerpo está limpio, aún. Respira profundamente y sus pechos se levantan cuando se llenan sus pulmones. Para cualquier merodeador que pueda estar vagando por el desierto, Alice puede parecer una presa fácil. Es bella y vaga sola y sin rumbo aparente. Es una tentación demasiado fuerte para dejarla pasar. Para cualquiera que se atreviese a intentarlo, sería lo último que haría en su vida.
A Alice le gustaría poder pintar lo que ve: el desierto, la arena blanquecina, las nubes verdes, el resplandor. Le gustaría poder transmitir esa visión que, a su manera, es hermosa. Pero ahora tiene que darse prisa. Las botas se le hunden en la arena mientras camina lo más deprisa que puede. Avanza unos metros y otro sonido surge del interior de su macuto, se sobresalta de nuevo y rebusca entre sus cosas hasta encontrar una pequeña radio.
—¿Dónde estás?
—Estoy bien, me he retrasado.
—Estábamos preocupados, nos temíamos lo peor. ¿Necesitas ayuda?
—No, sólo me he quedado dormida. Llegaré en treinta minutos.
—Puedo enviar un grupo a buscarte, dame tus coordenadas.
—No te preocupes, Adze. Estaré bien.
La comunicación se corta. Alice guarda la radio y sonríe de nuevo. La imagen de Adze en su cabeza es como un placebo. Consulta el mapa y sigue adelante. Cualquier otra persona se perdería en el desierto. Se quita las botas y camina descalza, sintiendo la arena suave contra su piel, la tranquilidad de sentirse sola. Luego se desnuda completamente. Su cuerpo es una hermosa obra de arte, tiene unas curvas delicadas, sus pechos son generosamente grandes y su melena castaña le cae por la espalda. Camina con los ojos cerrados.
Y entonces, encuentra un lobo. Alice aguanta la respiración, mirando fijamente al animal. Éste le devuelve la mirada. Es un lobo muy grande, casi como un oso, y tiene el morro muy alargado y las orejas puntiagudas. Desnuda frente al lobo, Alice se siente muy vulnerable. Se enfada consigo misma por haber sido tan estúpida y siente miedo. El lobo sigue ahí, sin moverse, mirándola con sus ojos oscuros. Alice trata de no temblar. El animal empieza a avanzar hacia ella sin perder de vista sus movimientos, acerca su hocico hacia ella y la huele. El aliento del animal en su piel hace que a Alice se le erice todo el vello. El lobo se inclina un poco ante ella, agachando el cuello y dejando el lomo a la altura de sus manos. Así que ella, sin pensarlo, acerca la mano y le acaricia. Es suave y está limpio. Alice se calma y deja de temblar. El lobo se acerca un poco más a ella hasta que tumba todo su cuerpo junto a la chica. Alice se recuesta un poco sobre el pelaje del lobo. Y entonces, sin saber cómo, se da cuenta. El lobo no está enfermo, igual que ella. Ninguno de los dos ha cedido al cáncer. La radio suena de nuevo y esta vez es el lobo el que se sobresalta. Alice se levanta con cuidado y recoge la radio.
—¿Alice?
—Sí.
—¿Qué ha pasado?
—Nada, sigo en camino.
—Deberías haber llegado hace horas.
—Lo sé, me he entretenido.
—¿Estás otra vez paseando?
Adze sabe lo que suele hacer Alice en el Mar de la Tranquilidad, lo que antes era el desierto del Sahara. Sabe que camina desnuda y que se deja acariciar por la arena.
—Vuelve cuanto antes.
—Adze, no te lo vas a creer. He encontrado un lobo. Está sano y es pacífico.
—¿Está contigo?
—Sí.
—¿Podrías traerlo?
Alice se da la vuelta y ve que el lobo se ha marchado.
—No, se ha ido.
—No te preocupes. Ven, por favor.
—Estaré allí enseguida.
La primera vez que vio ese desierto, Alice decidió llamarlo Mar de la Tranquilidad. Su abuela le había contado que había un sitio llamado así en la Luna. Y este lugar era para ella exactamente igual. Un oasis de paz dentro del desierto.
Alice se viste. El cronómetro marca siete horas, tres minutos y cuarenta y dos segundos. Lo detiene y vuelve a marcar cero, cero, cero. Se gira y busca de nuevo al lobo, pero no hay ni rastro. Saca la pistola de su mochila y la guarda mientras se ajusta la chaqueta y se pone en camino.
Y al cabo de un rato, escucha una explosión.
Alice corre por la arena todo lo deprisa que puede mientras ve el fuego levantarse en el horizonte. No puede evitar pensar que, de no haberse entretenido tanto, ella podría estar en medio de todo eso. Escucha disparos, gritos y explosiones continuas y saca la pistola. Los esqueletos en las tiendas de campaña y barricadas improvisadas devastadas por el fuego le dan la bienvenida. Ve a varios hombres escapar corriendo y les apunta, pero no está segura de que no sean sus amigos, así que no dispara.
Alice corre hacia el interior del fuego y grita buscando a sus compañeros. El fuego no le deja ver y choca contra alguien. Levanta la pistola a tiempo y apunta a ciegas.
—¡Alice!
Es la voz de Adze.
—Alice, tenemos que salir de aquí.
—¿Y los demás?
—No hay tiempo, tenemos que huir.
—¿Qué ha pasado?
Entre el ruido de disparos y gritos no pueden oírse muy bien. Adze, negro, alto y con los brazos enormes, la arrastra de la cintura hacia un claro entre las llamas. Alice no puede ver nada. Camina agarrada a su caballero negro, surcando un mar de fuego y destrucción, abriéndose paso hasta el desierto. Y Alice empieza a recordar.
Recuerda las sirenas de policía y bomberos. Recuerda asomarse por la ventana y ver el cielo ardiendo. Recuerda el terror.
Cuando llegan de nuevo al desierto, Adze llora en silencio y Alice no sabe qué hacer. Ante ellos, no queda nada de lo que fue la ciudad más próspera de los últimos diez años. Hay más de treinta hogares, destruidos, almacenes de armas, comida, medicamentos. Ya no queda nada. Alice se levanta y susurra al oído a Adze. Deben continuar, no pueden quedarse ahí. Así que empiezan a huir en dirección contraria a las llamas. Adze mira hacia atrás, con lágrimas en los ojos. El pasado de destrucción y miseria al que han tenido que sobreponerse les persigue allá donde van. Alice tropieza y cae en la arena, rueda y grita de impotencia. Se pone en pie. Corre. Ni siquiera piensa en nada. Sigue corriendo hasta perder de vista el fuego.
—Adze, yo…
—Tuviste suerte de no estar en el campamento.
—Reconstruiremos la ciudad.
—Ya no queda nada, Alice. No tiene sentido. ¿Llevas tu radio?
—Sí.
—No la apagues. Esperemos que alguien más haya podido huir.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé. Ha sido una trampa. Vinieron en grupos, iban bien armados y organizados. Nosotros nos defendimos con lo que teníamos. Matamos a unos cuantos, pero no pudimos contra ellos. Se llevaron a mujeres y niños.
—Joder.
—Eran ellos, Alice. Los Leales a Fox.
—¿Crees que les ha mandado él?
—No lo sé.
—Adze, reconstruiremos la ciudad. Ya lo hicimos una vez.
—¿Y de qué va a servir? Mientras los leales a Fox sigan rondando por aquí no habrá esperanza para nadie.
Fox. Durante diez años ese nombre le ha perseguido hasta en las pesadillas. Alice abraza a Adze. Sabe que para él significa mucho más que para ella. Fox se llevó todo lo que alguna vez le había importado.
—Lo siento. —Empieza a llorar—. Debería haber estado allí.
—Te habrían matado, o algo peor. No habrías conseguido nada. Por cierto, salvé algo del incendio.
Adze saca de su mochila un cuaderno de tela, negro, con las páginas amarillas y muy desgastadas.
—¡Mi diario!
Alice abraza el cuaderno y dice:
—Matemos a Fox.
—Ya, claro.
—Lo digo en serio. Matemos a Fox.
Alice mira a Adze mientras los rayos surcan el cielo, dejando silencio tras de sí. Una sola idea ronda su cabeza: matar a Fox.
3 de noviembre de 2008
Salir a la calle es cada vez más duro. Es como si el cielo se me fuese a caer encima. En estos días sopla el viento con mucha fuerza y me echo a temblar en mitad de la acera tapándome la cabeza con las manos. Quiero darme la vuelta y volver a casa. Me agobia tanto salir a la calle que hoy he estado a punto de faltar al trabajo. Ayer mi jefe me dijo que si volvía a hacerlo no era necesario que me molestara en volver. Estoy escribiendo mi diario en el trabajo porque no tengo nada mejor que hacer. Mi jefe dice que me falta iniciativa.
Hace un rato ha venido a mi mesa la falsa de Ruth. No soporto esa manera que tiene de caminar, cruzando las piernas a cada paso, siempre sonriendo y mirando a su alrededor. Lleva las tetas diez centímetros por encima de lo imposible. Además, estoy segura de que se tiñe. Se ha agachado un poco cuando ha llegado a mi mesa y juraría que lleva relleno. Eso es lo mismo que utilizar efectos especiales reproducidos por ordenador, que es precisamente el software que vende mi empresa. Puede que tenga las tetas más pequeñas que yo, pero ella triunfa en la oficina y el jefe está muy contento con ella. Cuando ha acercado una silla a mi mesa la muy hija de puta se ha sentado sin más y se ha puesto a largar. Me ha dicho «te seré franca, querida». ¡Ha dicho «querida»! Lo odio. Me ha dicho que los de arriba no están del todo satisfechos conmigo. La muy guarra ha estado recordándome todas las veces que he llegado tarde o no he ido al trabajo y luego ha añadido, para rematarlo, que me lo decía porque me consideraba su amiga. ¡Su amiga!
Luego, cinco minutos antes de la hora de irse, un gilipollas de desarrollo que no me deja vivir en paz se ha acercado a mi mesa. Todo el mundo hace lo mismo. Entran en tu sagrado cubículo y te preguntan si tienes tiempo para hablar. Y sin esperar tu respuesta, se sientan y te empiezan a dar el coñazo. Así, sin más. Y después si les escupo en la cara o saco una 9 mm y les pego un tiro en plena cara, la mala soy yo. El caso es que Justin va y me pregunta si voy a pasar la noche sola en mi apartamento. Me he levantado y he intentado escabullirme, pero es un cerdo insistente. Me ha invitado a cenar y le he dado calabazas. El muy cretino se ha ido suspirando y diciendo que no tengo remedio.