Transcurridos los diez minutos de escala, Fabien reemprendió el vuelo.
Volvióse hacia San Julián, que ya no era más que un puñado de luces, y luego de estrellas. Más tarde se disipó la polvareda que, por última vez, le tentó.
«Ya no veo los cuadrantes; voy a encender la luz».
Tocó los contactos, pero las lámparas rojas de la carlinga derramaron sobre las agujas una luz tan diluida aún en aquella azulada claridad diurna, que no llegó a colorearlas. Pasó la mano por delante de una bombilla y apenas si se tiñeron sus dedos.
«Demasiado pronto».
No obstante, la noche ascendía, cual humo oscuro, colmando los valles. Éstos no se distinguían ya de las llanuras. Y se iluminaban los pueblos y las constelaciones de sus luces se contestaban unas a otras. Él también, haciendo parpadear con el dedo sus luces de posición, respondía a los pueblos. La tierra estaba llena de llamadas luminosas; cada casa encendía su estrella, frente a la inmensa noche, del mismo modo que se vuelve un faro hacia el mar. Todo lo que cubría una vida humana, centelleaba. Fabien se admiraba de que la entrada de la noche fuese, esta vez, como una entrada en una rada, lenta y bella.
Sumergió su cabeza en la carlinga. El radio de las agujas empezaba a brillar. Una después de otra, el piloto comprobó las cifras, y quedó satisfecho. Se descubría sólidamente sentado en el cielo. Rozó con el dedo un larguero de acero, y percibió el metal chorreando vida: el metal no vibraba, pero vivía. Los quinientos caballos del motor engendraban en la materia un fluido muy suave, que cambiaba su hielo en carne aterciopelada. Una vez más, el piloto no experimentaba, en el vuelo, ni vértigo, ni embriaguez, sino el trabajo misterioso de un cuerpo vivo.
Ahora, se había recompuesto un mundo, donde, a codazos, trataba de lograr un lugar cómodo.
Golpeteó el cuadro de distribución eléctrica, tocó uno a uno los contactos, removióse un poco, se recostó mejor, y buscó la posición más cómoda para sentir el balanceo de las cinco toneladas de metal, que una noche viviente llevaba sobre sus espaldas. Luego, tanteó, colocó en su sitio la lámpara de socorro, la dejó, la tocó de nuevo para asegurarse de que no se deslizaba, la dejó después para golpetear cada clavija, y encontrarlas sin equivocarse, educando así a sus dedos en un mundo ciego. Luego, cuando estuvieron adiestrados, se permitió encender una lámpara, adornar su carlinga con instrumentos de precisión, vigilando, sólo en los cuadrantes, su entrada en la noche, como en un declive. Luego, como nada vacilaba, ni vibraba, ni temblaba, y permanecían fijos el giróscopo, el altímetro y el régimen del motor, desperezóse un poco, apoyó su nuca en el cuero del respaldo, e inició esta profunda meditación del vuelo, en la que se saborea una esperanza inexplicable.
Ahora, como un velador en el corazón de la noche, descubre que la oscuridad muestra al hombre; esas llamadas, esas luces, esa inquietud. Esa simple estrella en la oscuridad; el aislamiento de una casa. Hay una que se apaga: es una mansión que se cierra sobre su amor.
O sobre su tedio. Es una casa que cesa de hacer su ademán al resto del mundo. No saben lo que esperan, ante su lámpara, esos campesinos, acodados sobre la mesa; ignoran que su deseo, en la enorme noche que los rodea, vaya tan lejos. Pero Fabien lo descubre cuando, tras haber recorrido mil kilómetros, percibe cómo unas olas de fondo, profundas, elevan y hacen descender el avión, que respira, cuando ha atravesado diez tormentas, cual países en guerra, y, entre ellas, algunos claros de luna; cuando alcanza esas luces, una después de otra, con la sensación de vencer. Aquellos hombres creen que la lámpara brilla para su humilde mesa, pero alguien, a ochenta kilómetros, percibe el brillo de esa luz, como si, desesperados, la balanceasen; ante el mar, desde una isla desierta.
De esta manera los tres aviones postales de Patagonia, de Chile y de Paraguay regresaban del Sur, del Oeste y del Norte hacia Buenos Aires. Allí se esperaba su cargamento, para dar salida, hacia medianoche, al avión de Europa.
Tres pilotos, cada uno tras su capota, pesada como una chalana, perdidos en la noche, meditaban su vuelo, y, de un cielo tormentoso o pacífico, bajarían lentamente hacia la ciudad inmensa, cual extraños campesinos que descienden de sus montañas.
Rivière, responsable de toda la red, paseaba a lo largo de la pista de aterrizaje de Buenos Aires. Permanecía silencioso, pues, hasta que hubiesen llegado los tres aviones, este día sería temible. Minuto tras minuto, a medida que le llegaban los telegramas, Rivière sabía que arrancaba algo al sino, que reducía la porción de lo ignoto, que sacaba a sus dotaciones fuera de la noche, hasta la orilla.
Un obrero le abordó para comunicarle un mensaje de la estación de Radio:
—El correo de Chile anuncia que divisa las luces de Buenos Aires.
—Bien.
Muy pronto Rivière oirá ese avión: la noche entregará a uno de los tres, cual el mar, con su flujo, su reflujo y sus misterios que deposita en la playa el tesoro que por tanto tiempo ha zarandeado. Más tarde, se recibirán de ella los otros dos.
Entonces, este día habrá terminado. Entonces, las tripulaciones fatigadas, remplazadas por otras de refresco, se irán a dormir. Pero Rivière no tendrá reposo: el correo de Europa, a su vez, le cargará de inquietud. Siempre será así. Siempre. Por primera vez, ese viejo luchador se asombraba de sentirse cansado. La llegada de los aviones no será nunca esa victoria que concluye una guerra, e inicia una era de paz venturosa. Jamás habrá, para él, otra cosa que un paso hecho, precediendo a mil otros pasos semejantes. Le parece a Rivière que, desde largo tiempo, levantaba un peso muy grande, con los brazos tendidos: un esfuerzo sin descanso y sin esperanza. «Envejezco…». Envejecía, si en la sola acción no hallaba ya su sustento. Se asombró de reflexionar sobre problemas que jamás se había planteado. Y, no obstante, volvía hacia él, con melancólico murmullo, la suma de deleites que siempre había eludido: un océano perdido. «¿Tan cerca está, pues, todo eso…?». Se dio cuenta de que, poco a poco, había aplazado para la vejez, para «cuando tuviera tiempo», lo que hace agradable la vida de los hombres. Como si realmente un día se pudiese tener tiempo, como si se ganase, al fin de la vida, esta paz venturosa que todo el mundo se imagina. Pero la paz no existe. Tal vez no existe siquiera la victoria. No existe la llegada definitiva de todos los correos.
Rivière se detuvo ante Leroux, el viejo contramaestre. También Leroux trabajaba desde hacía cuarenta años. Y el trabajo consumía todas sus fuerzas. Cuando Leroux entraba en su casa, hacia las diez o las doce de la noche, no era un mundo diferente el que se le ofrecía, no era una evasión. Rivière sonrió a ese hombre que, levantando su tosca faz, señalaba un eje pavonado: «Aguantaba muy fuerte, pero lo he vencido». Rivière se inclinó sobre el eje; el oficio le ocupaba de nuevo. «Será preciso advertir a los talleres que ajusten estas piezas con más huelgo». Pasó un dedo sobre las huellas de las herramientas; luego, consideró de nuevo a Leroux. Una pica pregunta le subía a los labios, ante aquellas arrugas severas. Sonrióse:
—¿Se ha ocupado usted mucho del amor en su vida, Leroux?
— ¡Oh!, el amor, sabe usted, señor director…
—Sí, a usted le ha pasado lo que a mí; nunca ha tenido tiempo.
—Muy poco, ciertamente…
Rivière escuchaba el sonido de esa voz, para saber si la respuesta era amarga; pero no lo era. Este hombre experimentaba, vuelto hacia su vida pasada, el tranquilo contento del carpintero que acaba de cepillar una hermosa tabla: «Hela aquí. Ya está hecha».
«Hela aquí —pensaba Rivière—, mi vida está hecha».
Rechazó los pensamientos tristes que en él despertaba la fatiga, y se dirigió hacia el cobertizo, pues el avión de Chile zumbaba ya en el aire.
El ruido del lejano motor se hacía cada vez más denso: maduraba. Se encendieron los faros. Las luces rojas del balizaje hicieron surgir un cobertizo, los mástiles de la T. S. H.
[1]
, una pista cuadrada. Se preparaba una fiesta.
—¡Helo aquí!
El avión corría ya en el haz de los faros. Tan brillante, que parecía nuevo. Pero, cuando finalmente se paró frente al cobertizo, mientras los mecánicos y los obreros se apresuraban a descargar el correo, el piloto Pellerin no daba señales de vida.
—Pero, ¿a qué espera para bajar?
El piloto, ocupado en alguna misteriosa faena, no se dignó responder. Probablemente escuchaba aún, en su interior, el estrépito del vuelo. Movía lentamente la cabeza, e inclinado hacia adelante, manipulaba algo. Por fin, volvióse a los jefes y camaradas, considerándolos con silenciosa gravedad, como si fueran de su propiedad. Parecía contarlos, medirlos, pesarlos, y pensaba que se los merecía de sobras, a ellos, y también ese cobertizo en fiesta, y ese su tráfico, sus mujeres y su tibieza. Poseía a ese pueblo en sus anchas manos, como súbditos suyos, pues podía tocarlos, oírlos, insultarlos. Pensó primero insultarlos por estarse allí, tan tranquilos, tan seguros de vivir, admirando la Luna, pero fue benigno:
—¡Me pagaréis una copa! Y descendió.
Quiso explicar su viaje:
—¡Si supierais…!
Juzgando, sin duda, haber dicho lo suficiente, marchóse a despojarse de su traje de cuero.
Cuando el coche se lo llevó hacia Buenos Aires, en compañía de un inspector taciturno y de un Rivière silencioso, se entristeció: es hermoso salir de un mal puerto, y, al tomar tierra, escupir con vigor unas fuertes palabrotas. ¡Qué potencia de alegría! Pero, en seguida, cuando uno se acuerda, se duda no se sabe de qué.
Bregar con un ciclón, eso, por lo menos, es real, es franco. Pero no lo es la faz de las cosas, esa faz que toman cuando se creen solas. Pensaba:
«Es lo mismo que un motín: cosas que apenas palidecen, ¡pero que cambian tanto!».
Hizo esfuerzos para recordar.
Franqueaba apacible la cordillera de los Andes. Las nieves invernales gravitaban sobre ella con todo el peso de su paz. Las nieves invernales habían llevado la paz a esa mole, como los siglos a los castillos muertos. Sobre doscientos kilómetros de espesor, ni un hombre, ni un hálito de vida, ni un esfuerzo. Sólo aristas verticales, que se rozan a seis mil metros de altura; sólo capas de piedras desplomándose verticalmente; sólo una formidable tranquilidad.
Aquello acaeció en las cercanías del Pico Tupungato…
Reflexionó. Sí, es allí, precisamente, donde fue testigo de un milagro.
Porque con anterioridad nada había visto; se había sentido simplemente desazonado, semejante a alguien a quien se mira. Demasiado tarde y sin llegar a comprender cómo se había sentido envuelto por el furor. Mas, ¿de dónde procedía aquel furor?
¿En qué adivinaba que rezumaba de las piedras, que fluía de la nieve? Porque nada parecía acercársele, ninguna sombría tempestad estaba en marcha. Pero un mundo, apenas diferente, surgía del otro, sobre el mismo lugar. Pellerin observaba, con el corazón inexplicablemente encogido, aquellos picos inocentes, aquellas aristas, aquellas crestas de nieve, apenas grisáceas, y que, no obstante, empezaban a vivir, como un pueblo.
Sin tener que luchar, apretó las manos sobre los mandos del aparato. Algo se preparaba; algo que él no comprendía. Tendía sus músculos, cual bestia pronta a saltar, pero nada atisbaba que no estuviese tranquilo. Sí, tranquilo, pero cargado de un raro poder.
Luego, todo se había agudizado. Las aristas, los picachos, todo se hizo agudo: se les sentía penetrar en el viento duro, cual rodas. Y luego, le pareció que viraban y derivaban a su alrededor, como gigantescos navíos, que maniobraban para el combate. Y luego, mezclado con el aire, hubo polvo: un polvo que ascendía, flotando dulcemente, como un velo, a lo largo de las nieves. Entonces, para buscar una escapatoria en caso de retirada forzosa, volvió la cabeza y tembló: toda la cordillera, a sus espaldas, parecía fermentar.
«Estoy perdido».
De un picacho, delante suyo, brotó la nieve: un volcán de nieve. Luego, de un segundo picacho, algo a la derecha. Y así, todos ellos, uno después del otro, como tocados sucesivamente por algún invisible corredor, se inflamaron. Fue entonces cuando, con los primeros remolinos de aire, las montañas oscilaron alrededor del piloto.
La acción violenta deja pocas huellas: ya no encontraba en sí mismo el recuerdo de los grandes remolinos que lo habían arrollado. Se acordaba tan sólo de haberse debatido rabiosamente entre aquellas llamaradas grises.
Reflexionó.
«El ciclón no es nada. Se salva el pellejo. ¡Pero el momento anterior! ¡Pero aquel encuentro antes de abordarlo!».
Creía reconocer, entre mil, cierto rostro; y, no obstante, ya lo había olvidado.
Rivière miraba a Pellerin. Cuando éste, dentro de veinte minutos, descendiese del coche, se perdería entre la muchedumbre con un sentimiento de lasitud y pesadez. Pensaría tal vez: «Estoy cansado… ¡Cochino oficio!». Y a su mujer le confesaría algo como: «Se está mejor aquí que sobre los Andes». Pero no obstante, se había casi desprendido de él todo lo que los hombres estiman de modo singular: acababa de conocer su miseria. Acababa de vivir unas horas sobre la otra faz de la decoración, sin saber si le sería permitido hallar de nuevo esa ciudad, con sus luces. Si encontraría incluso, amigas de la infancia, enojosas pero queridas, esas pequeñas debilidades del hombre. «En toda multitud hay hombres —pensaba Rivière— a quienes nadie distingue, pero que son prodigiosos mensajeros. Y ni ellos lo saben. A menos que…». Rivière temía a ciertos admiradores: sus exclamaciones disminuían al hombre, falseaban el sentido de la aventura, cuyo carácter sagrado no comprendían. Pero Pellerin guardaba aquí toda su grandeza de saber simplemente, mejor que nadie, lo que vale el mundo entrevisto bajo cierta luz, y de rechazar las aprobaciones vulgares con un rudo desdén. Rivière le felicitó: «¿Cómo os las habéis arreglado?». Y lo estimó por hablar en términos del oficio, por hablar de su vuelo como un herrero de su yunque.
Pellerin explicó primero su retirada cortada. Casi se excusaba: «Así, pues, no pude escoger». Después, no había visto nada más; la nieve le cegaba. Pero las violentas corrientes de aire le habían salvado, levantándolo a siete mil metros. «Seguramente durante toda la travesía, me he mantenido a ras de las crestas». Habló también del giróscopo, cuya entrada de aire sería preciso cambiar de sitio: la nieve la obturaba: «Se forma escarcha». Más tarde, otras corrientes habían derribado a Pellerin, que no comprendía cómo, a tres mil metros, no se había estrellado contra nada. Es que volaba ya sobre la llanura. «De repente me he dado cuenta de ello, al irrumpir de improviso en un cielo puro», explicó, finalmente, que en aquel instante había tenido la impresión de salir de una caverna.