La acción transcurre al comienzo de la Segunda Guerra Mundial: ante la impunidad con que la aviación alemana derriba uno tras otro los bombarderos de la RAF, el servicio de inteligencia británico sospecha que el enemigo ha desarrollado un nuevo sistema de radar. Mientras tanto, un joven danés que se ha desviado de su ruta habitual descubre algo sorprendente entre los farallones de la isla de Fano, ocupada por los nazis. Ignora que en Copenhague el detective colaboracionista Flemming está urdiendo un plan para descubrir a los informadores de los aliados en el que muy pronto habrá de verse implicado... Amistad, amor, emociones aseguradas y grandes dosis de acción.
Ken Follett
Vuelo final
Subtítulo
ePUB v1.0
Piolín.39
15.17.11
PRÓLOGO
Un hombre que tenía una pierna de madera iba por el corredor de un hospital.
Bajo y vigoroso, de unos treinta años de edad y con una constitución atlética, vestía un sencillo traje de color gris oscuro y calzaba zapatos de puntera negra. Andaba con paso rápido y decidido, pero se podía saber que estaba lisiado por la ligera irregularidad que había en su caminar: tap—tap, tap—tap. Su rostro permanecía inmóvil en una expresión sombría, como si estuviera reprimiendo alguna profunda emoción.
Llegó al final del corredor y se detuvo delante del escritorio de la enfermera.
—¿El teniente de vuelo Hoare? — preguntó.
La enfermera levantó la vista de un libro de registro. Era guapa y tenía el pelo negro, y cuando habló lo hizo con el suave acento del condado de Cork.
—Estoy pensando que usted será pariente suyo —dijo con una afable sonrisa. Su encanto no surtió efecto alguno.
—¿Qué cama, hermana? — preguntó el visitante.
—La última a la izquierda.
El visitante giró sobre sus talones y siguió pasillo adelante hasta llegar al fondo de la sala. En una silla junto a la cama, una figura vestida con una bata marrón estaba sentada con la espalda vuelta hacia la sala, mirando por la ventana mientras fumaba.
El visitante titubeó.
—¿Bart?
El hombre de la silla se levantó y se volvió hacia él. Su cabeza lucía un vendaje y llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, pero estaba sonriendo. Era una versión más joven y un poco más alta del visitante.
—Hola, Digby.
Digby rodeó con los brazos a su hermano y lo abrazó con fuerza.
—Pensaba que estabas muerto —dijo.
Luego empezó a llorar.
—Yo estaba pilotando un Whitley —dijo Bart. El Armstrong Whitworth Whitley era un bombardero de larga cola y bastante difícil de maniobrar que volaba manteniendo el morro extrañamente inclinado hacia abajo. En la primavera de 1941, el Mando de Bombarderos disponía de un centenar de ellos, entre un total de unos quinientos aparatos—. Un Messerschmitt disparó contra nosotros y recibimos varios impactos —siguió diciendo Bart—. Pero debía de estar quedándose sin combustible, porque de pronto viró sin haber llegado a terminar con nosotros. Pensé que era mi día de suerte. Entonces empezamos a perder altitud. El Messerschmitt había tocado ambos motores. Arrojamos todo lo que no estaba atornillado, para reducir nuestro peso, pero no sirvió de nada, y comprendí que tendríamos que amarar en el mar del Norte.
Digby, que ahora tenía los ojos secos, estaba sentado en el borde de la cama de hospital y contemplaba el rostro de su hermano, viendo la mirada de mil metros mientras Bart recordaba.
—Le dije a la tripulación que arrojara la escotilla posterior y que luego adoptara la posición de amaraje forzoso, apoyándose en la mampara. — Digby recordó que el Whitley tenía cinco tripulantes—. Cuando llegamos a altitud cero, tiré de la palanca y abrí las válvulas de estrangulación, pero el avión se negó a nivelarse y nos estrellamos contra el agua con un impacto tremendo. Quedé inconsciente.
Eran medio hermanos, separados por ocho años de diferencia. La madre de Digby había muerto cuando él tenía trece años, y su padre se había casado con una viuda que ya tenía un hijo de otro matrimonio. Digby había cuidado de su hermano pequeño desde el primer momento, protegiéndolo de los matones y ayudándolo con sus deberes en la escuela. Los dos estaban locos por los aeroplanos, y soñaban con ser pilotos. Digby perdió la pierna derecha en un accidente de moto, estudió ingeniería, y luego se dedicó al diseño aeronáutico; pero Bart hizo realidad su sueño.
—Cuando volví en mí, olí a humo. El avión flotaba en el mar y el ala de estribor ardía. La noche era oscura como una tumba, pero yo podía ver gracias a la luz de las llamas. Me arrastré a lo largo del fuselaje y encontré el paquete de la balsa de caucho. Lo metí por la escotilla y salté. ¡Dios, qué fría que estaba el agua!
Bart hablaba con voz suave y tranquila, pero daba profundas caladas a su cigarrillo, metiéndose el humo dentro de los pulmones para luego expulsarlo en un largo chorro a través de sus labios fruncidos.
—Llevaba un chaleco salvavidas y salí a la superficie igual que un corcho. Había iducho oleaje, y yo subía y bajaba tan deprisa como las bragas de una fulana, pero no conseguí izarme a la balsa. Por suerte, tenía el paquete justo delante de mis narices. Tiré de la cuerda y la balsa se hinchó por sí sola. Pero yo no tenía fuerzas para salir del agua. No podía entenderlo, porque no me había dado cuenta de que tenía un hombro dislocado, una muñeca rota, tres costillas fracturadas y no sé qué más. Así que me quedé allí, agarrándome a la balsa mientras me iba muriendo de frío.
Digby recordó que había habido un tiempo en el que pensaba que Bart era el que tenía más suerte de los dos.
—Al cabo aparecieron Jones y Croft. Habían estado agarrados a la cola hasta que esta se hundió. Ninguno de los dos podía nadar, pero sus Mae West los salvaron, y consiguieron subir a la balsa y meterme dentro de ella —Encendió otro cigarrillo—. Nunca llegué a ver a Pickering. No sé qué le ocurrió, pero supongo que ahora está en el fondo del mar.
Se quedó callado. Digby cayó en la cuenta de que había un miembro de la tripulación del que todavía no se había hablado, y después de una pausa preguntó:
—¿Y qué hay del quinto hombre?
—John Rowley, el que apuntaba las bombas, estaba vivo. Lo oímos gritar. Yo me encontraba un poco aturdido, pero Jones y Croft intentaron remar hacia el sitio del que venía la voz. — Sacudió la cabeza en un gesto de desesperanza—. No te puedes ni imaginar lo difícil que era. Las olas debían de tener un metro de altura, las llamas se estaban apagando y eso hacía que no pudiéramos ver gran cosa, y el viento aullaba como uno de esos malditos espectros tenía una buena voz. Rowley le respondía gritando, y entonces la balsa subía por un lado de una ola y bajaba por el otro al mismo tiempo que iba dando vueltas, y cuando Rowley volvía a gritar entonces su voz parecía provenir de una dirección completamente distinta. No sé durante cuánto tiempo seguimos así. Rowley continuaba gritando, pero su voz fue volviéndose más débil a medida que iba notando el frío. — El rostro de Bart se envaró—. Empezó a sonar un poco patético, llamando a Dios y a su madre y toda esa mierda. Finalmente se calló.
Digby descubrió que estaba conteniendo el aliento, como si el mero sonido de respirar fuera a suponer una intrusión en un recuerdo tan horrible.
—Un destructor que estaba patrullando en busca de submarinos alemanes nos encontró poco después del amanecer. Bajaron una chalupa y nos subieron a bordo —Bart miró por la ventana, ciego al verde paisaje del Hertfordshire y viendo una escena diferente, muy lejos de allí—. Sí, la verdad es que tuvimos muchísima suerte —dijo.
Permanecieron sentados en silencio durante un rato, y luego Bart dijo:
—¿La incursión fue un éxito? Nadie va a contarme cuántos volvieron a casa.
—Desastrosa —dijo Digby.
—¿Y mi escuadrón?
—El sargento Jenkins y su tripulación consiguieron regresar enteros. — Digby sacó una tira de papel de su bolsillo—. Al igual que el oficial piloto Arasaratnam.
—¿De dónde es?
—De Ceilán. Y el aparato del sargento Riley sufrió un impacto, pero consiguió regresar.
—La suerte de los irlandeses —dijo Bart—. ¿Y qué hay de los demás?
Digby se limitó a sacudir la cabeza.
—¡Pero en esa incursión había seis aparatos de mi escuadrón! — protestó Bart.
—Lo sé. Al igual que vosotros, dos más fuisteis derribados. No parece que hubiera supervivientes.
—Oh, Dios —dijo volviendo la cabeza.
—Lo siento.
El estado de ánimo de Bart pasó de la desesperación a la ira.
—Con sentirlo no basta —dijo—. ¡Nos están enviando ahí para que muramos!
—Lo sé.
—Por el amor de Cristo, Digby, tú formas parte del maldito gobierno.
—Trabajo para el primer ministro, sí.
A Churchill le gustaba incorporar al gobierno a gente de la industria privada y Digby, que había obtenido muchos éxitos como diseñador de aviones antes de la guerra, era uno de sus especialistas en resolver problemas.
—Entonces tú eres igual de culpable. No deberías estar desperdiciando tu tiempo haciendo visitas a los enfermos. Sal de aquí ahora mismo y haz algo al respecto.
—Ya estoy haciendo algo —dijo Digby sin perder la calma—. Se me ha asignado la labor de descubrir por qué está ocurriendo esto. En esa incursión perdimos el cincuenta por ciento de los aparatos.
—Alguna maldita traición en las alturas, sospecho. O algún mariscal del aire presumiendo como un imbécil de la incursión de mañana en su club, y un camarero nazi tomando notas detrás de los tiradores de la cerveza. Es una posibilidad.
Bart suspiró.
—Lo siento, Diggers —dijo, utilizando un apodo de la infancia—. Tú no tienes la culpa. Sólo me estaba desahogando.
—Hablando en serio, ¿tienes alguna idea de por qué están derribando a tantos? Has volado en más de una docena de misiones. ¿Cuál es tu corazonada?
Bart se puso pensativo.
—Oye, eso de los espías no lo he dicho solo por hablar. Cuando llegamos a Alemania, ellos ya están preparados para recibimos. Saben que venimos.
—¿Qué te hace decir eso?
—Sus cazas están esperándonos en el aire. Ya sabes lo difícil que le resulta a una fuerza defensiva acertar en eso. El escuadrón de cazas tiene que ser reunido justo en el momento adecuado. Después que pasan los minutos que se necesitan para navegar desde su campo hasta el área en la que piensan que podemos estar nosotros y luego tienen que subir por encima de nuestro techo de vuelo, y una vez que han hecho todo eso, entonces todavía tienen que localizarnos a la luz de la luna. Ese proceso requiere tanto tiempo que nosotros deberíamos poder dejar caer nuestras bombas y alejarnos de allí antes de que nos cojan. Pero no está sucediendo de esa manera.
Digby asintió. La experiencia de Bart se correspondía con la de otros pilotos a los que había interrogado. Se disponía a decirlo cuando Bart levantó la vista y sonrió por encima del hombro de Digby.
Digby se volvió para ver a un negro que vestía el uniforme de un jefe de escuadrón. Al igual que Bart, era joven para su rango, y Digby supuso que habría recibido los ascensos automáticos que acompañaban a la experiencia en el combate: teniente de vuelo después de doce salidas, jefe de escuadrón después de quince.
—Hola, Charles —dijo Bart.