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Authors: Juan Benet

Volverás a Región (11 page)

Por lo menos, ya no le dio ninguno más; a los tres días había desaparecido, enfundado en su gabán de color tostado y su sombrero de ciudad. Por primera vez, al cabo de unos meses, había enviado desde una ciudad remota que ella no conocía (representaba una calle céntrica, invadida por la gente, los tranvías y los coches) una postal que decía: «No dejes de cuidar las plantas. Si se obstruye el desagüe del baño avisa a Feliciano, el de la fonda. Tuyo, Daniel» y que guardó entre las páginas de aquel libro prohibido. No podía dejar de mirarla todos los días, absorta, extraviada, ilusa y estupefacta, enajenada por aquella palabra «tuyo» a la que volvía una y otra vez para confirmar esa posesión a la que sin duda se refería el libro de higiene sexual; acaso aquellas miradas y aquellas lecturas estaban hechas de la misma sustancia que la plegaria gracias a la cual —y al arte del bordado— fue capaz de alimentar y resistir su deseo sin necesidad de pensar en el amor. Tal vez lo habría recusado, una sola decepción le habría bastado para buscar su refugio en el sillón, el libro escondido en la rendija del almohadón y la postal guardada entre sus páginas. Al término del primer año —con la llegada de la primavera y el cultivo de las plantas que él dejó— comprendió lo feliz que era, la mucha fortuna que le había deparado su matrimonio. Su suegra —atacada por el reuma— dormitaba y languidecía en una habitación del piso de arriba hasta que, desilusionada, cansada de esperar una cena caliente y un cuadrante para apoyar la espalda antes de dormir, se fue a vivir con otra hija casada que apenas la tuvo que soportar más de dos años. A partir de entonces nada había ya que la distrajera de sus. pensamientos; debía sentirse tan íntima y constantemente unida al Doctor que empezó a temer el fin de una época tan venturosa y a recelar la llegada del intruso. Llegó una noche, sin hacer ruido; sus manos tejían incansables mientras su mirada descansaba sobre la postal y el libro abierto en su regazo, cuando se abrió la puerta y él dijo: «Buenas noches». Enfundado en su gabán de color tabaco, tocado con su sombrero de ciudad, no hizo sino dejar el maletín en una silla; cerró de nuevo la puerta y se fue al baño para observar si funcionaba el desagüe. Cuando volvió habían desaparecido el libro y la postal y ella, vuelta de espaldas, con la cabeza escondida en el respaldo del sillón, lloraba intensamente. Con sumo tiento —y andando de puntillas— volvió a coger el maletín, atravesó la habitación y abrió el armario donde guardaba el instrumental, los específicos, los libros de consulta. Sacó del maletín unos cuantos trastos y frascos vacíos y los sustituyó por otros del armario hasta que quedó repleto. No se oyó sino el ruido de la cerradura, los sollozos ahogados contra el respaldo del sillón. Al pasar junto a ella —andando de puntillas, observó entonces, con cierta sorpresa, aquella desordenada floración de almohadones y tapetes bordados con dibujos infantiles— se detuvo un instante, de la rendija del sillón extrajo el libro cuyo titulo leyó y tras depositarlo en el mismo sitio y decir «Buenas noches», cerró la puerta con el mismo sigilo con que había entrado. No se había quitado el gabán ni el sombrero, pero a partir de aquella visita sus cartas y postales se hicieron algo más frecuentes, dos o tres por año. En una de ellas, que representaba una parada militar, había tratado de reconfortarla con una frase de la que ella sólo entendió las tres últimas palabras: «No existen otros pecados que los de pensamiento pero cuando sólo hay pensamiento, todo es virtud. Tuyo siempre, Daniel», a la que siguió meses más tarde, aquella otra con una vista del Tibidabo, que decía: «La virtud, para serlo, no puede esperar nunca su recompensa. Hasta pronto, Daniel». Murió virgen, sin haber llegado a saber nada del hombre con quien estuvo casada durante veinte años, y probablemente sin haber podido salir del asombro (al que tampoco fueron ajenos sus padres) con que se llevó a cabo el enlace —fue sorprendida una tarde de lluvia (su padre era guardabarrera de aquel ferrocarril de Macerta que nunca entró en servicio) por aquel médico, siempre enfundado en un gabán entallado y largo, tocado con un sombrero de fieltro, cuyo nombre supo por primera vez en una parroquia arrabalera de Región, y transportada en aquel coche que hacia las delicias de sus padres, hasta una clínica de reposo de la que tomó posesión tras ser conducida ante la presencia de una señora vieja, enlutada y obesa cuyo desprecio no pudo manifestarse, anegado por el encono que subía de su pecho al tiempo que el Doctor, desde el umbral, le decía: «Te presento a la señora Sebastián. Ésa es mi madre», con el acento y el laconismo de quien se dirige al empleado incumplidor para presentar su mesa —no su persona— al sustituto que aguarda detrás
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, y sin haber dado al mundo otros frutos que aquellos engendros del tedio, del asombro y de la ignorancia, unas cuantas labores de ganchillo y aguja que aún colgaban de las paredes y cubrían los sillones del recibidor.

Pero no se trató de un engaño ni un abandono ni —mucho menos— una venganza; lo primero porque, al parecer, a ella misma le confesó abiertamente su propósito la tarde de la declaración, apoyado sobre la barrera del paso a nivel mientras los padres de la novia, muy alborotados y ocupados con el baúl de la dote, entraban y salían de la caseta, entre gritos y carreras, fascinados por el coche de alquiler que esperaba a la puerta. Y ella asintió a sabiendas de lo que le esperaba y en la confianza de que sus virtudes de esposa, su perseverancia y su abnegación, lograrían modificar una decisión tan poco sensata; así que ella también pecó de egoísmo. En cuanto al abandono, nunca lo es cuando un hombre deja su casa —y su madre— para contraer matrimonio. De ser una venganza, ¿contra quién iba dirigida? « No se trataba de eso», un día le confesó el ahijado del Doctor en la época de la guerra. «Es mucho más sencillo; si alguien se va de casa una tarde, cansado y aburrido hasta de las paredes, y se encamina a un café o un cine..., qué demonio, no se va a volver a casa porque el café esté cerrado o el cine lleno. Supongo que buscará otro, eso es lo que yo creo; no hay que dar demasiada importancia a las cosas y, a la que menos, al matrimonio. ¿Qué estás diciendo, qué es para toda la vida? Todo es para toda la vida y tampoco eso es grave, si es que es cierto. Este pueblo y esta casa, también son para toda la vida ¿y le damos por eso importancia? Mira esta casa, no la compró porque le gustara sino porque estaba libre y se vendía a buen precio. Y la compró a sabiendas de que le sorprendería la muerte en ella. ¿Y qué? Si la mujer que quería no estaba libre, ¿es que no tenía que buscar a la que lo estaba? Y a ese tenor fue lo bastante inteligente para buscar y elegir la más inocua, la más barata y expedita; quiero decir, la que le costaba menos cariño, aquella con la que no sentía (ni ella tampoco, no hay que olvidarlo) la menor necesidad de amar. Creerás tú que es prudente unirse a una mujer que sigue en el cariño a aquella otra a la que se debe renunciar. Pues bien, si se renuncia a la primera se renuncia también al cariño y eso es todo, eso es lo que parece más sensato. Por el contrario, si, por debilidad, se introduce una pizca de cariño en el nuevo contrato, se ha pactado con el demonio que no sólo le obligará a conformarse con una solución dolorosa e insatisfactoria, sino que le obliga, por gozar de un poco de calor, a avivar el fuego que le ha de quemar. ¿Dónde está lo sensato? Así que en cuanto la trajo aquí se fue de viaje. ¿Qué iba a hacer? Es cierto que ella no era sólo un pretexto; estoy hablando de mi madre; y bien no acudió a la cita. La estuvo esperando toda la tarde, con todos los ahorros en el bolsillo, dispuesto a lo que fuera. Lo que había pensado hacer con él lo hizo con mi padre, eso es todo. También se había preparado a un largo viaje; un hombre tan fiel a su pensamiento no se podía tampoco conformar con una excursión en taxi hasta la caseta del guardabarrera. Así que se fue y si no volvió fue menos por ella que por mi madre que decidió tenerme en Mantua y criarme allí; le escribió entonces al Doctor y le contó lo que pasaba y él no sólo la ayudó en el parto —sin mirarla a la cara, cubierta con un velo atroz—,sino que a partir de aquel momento todos los años, poco más o menos, cursó una visita para vigilar la crianza y los pasos de su ahijado, que aprovechaba para saludar a su mujer: y comprobar que todo en su casa —incluso el desagüe del baño— seguía funcionando con normalidad.» Con independencia de ello, cuando se fue no tenía intención de volver, distanciado de su madre que no hacía más que comer sopa de berza. Toda la casa —y ella también, en particular, porque había engordado mucho gracias a aquellos platos de repollo, patata y carne picada que desgraciaron al padre del doctor— olía a berza fermentada. Los enfermos más humildes la habían abandonado. Entonces comprendió —la misma tarde que tanto esperó— que con el sesgo que tomaban los acontecimientos no se trataba sólo de marcharse, sino de procurar que en aquella casa —que al fin y al cabo era la suya, y solamente suya— no se cocinara más berza. Así que, antes de acordar la ceremonia pero después de hacerla partícipe de sus propósitos de viaje, le preguntó si le gustaba la berza. «¿La berza, qué clase de berza?» «La berza, no sabía que hubiera más de una clase.» «Ah, sí, la berza. En casa no nos gusta; mi madre nunca la pone.» «Entonces, vámonos ya. Dile a tus padres que se den prisa que el coche está esperando.» Así que no fue una venganza, sino una solución de fortuna que se le ocurrió, cerca ya del anochecer, cuando se convenció de que María Timoner no había de comparecer, sentado sobre la cerca de la encrucijada, enfundado en su gabán y con los pies encima de la maleta. Se acordó de ella entonces; la primera que en ella reparó fue la propia María, un día que les levantó la barrera (que, como el ferrocarril no estaba en servicio, permanecía siempre cerrada) cuando tomaron aquel camino para ir al Casino. «Fíjate qué graciosa parece. Pobre chica, tener que pasarse media vida ahí. Qué pensará de nosotros sino que somos de otro mundo.» Luego, la recordó con ternura en un par de ocasiones. Por consiguiente fue un caso de transferencia de sentimientos —los que él guardaba para María y que, por incomparecencia de ésta fueron puestos a nombre de la persona por la que demostró en un punto, varios instantes, un cierto interés— para llevar a cabo, con todo el rigor de la ley, la desvalorización de un título que, con un solo cambio de nombres, quizá de fechas, cruza la frontera de las garantías. Pero ella fue terne, nunca despertó de su sueño como para lamentarlo. De haber abierto los ojos no habría podido lamentar otra cosa que el fracaso de su paciente, insomne y flemático latir —esa sangre crédula y orgullosa que obedeciendo a una extraña imposición moral trata en vano de adaptarse al código de la soledad, ese pulso obstinado que cada mañana despierta, como un niño que sólo recuerda un castigo y una prohibición, jadeante y lloroso, que durante la plegaria al tiempo que fuerza los labios hacia una sonrisa seráfica y atontada hace sonar las válvulas del corazón y golpea furioso en sus paredes para reclamar una atención que le es negada, ese inútil y estéril afán maternal acallado por el tintineo de las agujas metálicas cuyos engendros en secreto odia y compadece.

«Ha de comprenderlo», dijo el Doctor. «Hay muchas cosas sobre las que ya no se puede o no se debe volver, sólo porque así lo exige nuestra salud. Es mejor dejarlas como están: es lo menos que podemos agradecer a la edad: habernos sacado de aquel atolladero de los veinte o de los treinta años. Porque aquello, corno el verano en este país, es pura leyenda. No es que dure poco, sino que se trata de un espejismo que se repite lo bastante como para robustecer y reiterar el engaño.» No parecía dirigirse a ella; había dejado la puerta abierta tras haberla invitado a entrar y hablaba solo, distraído y ausente, al tiempo que se calaba los lentes para leer el papel. Luego lo dejó —abatido pero no inquieto— con ese gesto clínico del hombre para quien la lectura de un análisis no le sirve sino para la confirmación de un diagnóstico anterior pero no para enterarse de nada nuevo —una nueva masa de pesados nubarrones avanzaba por detrás de los últimos sembrados. Una débil ráfaga de viento y un chirrido de la puerta le hizo volver la cabeza hacia su visitante.

«Perdone.

«No hay nada que perdonar. Dígame, ¿lo reconoce usted?»

«Sí, ya lo sabía. No podía ser más que eso; eso o algo parecido.»

«Ahora se dará cuenta de que, al menos, tenía y tengo buenas razones para haber hecho el viaje.» Apenas se había movido en el umbral de la puerta.

«No lo sé.»

«¿Qué es lo que no sabe?»

«No sé si son buenas o no. O no sé si son buenas para no haberlo hecho. No sé nada, eso es todo.»

«¿Por qué dice eso? ¿Cree que es lo que necesito?»

«Tampoco sé lo que necesita. Quizá lo que usted necesita es que le dijera: ese hombre murió en el año treinta y nueve, o alrededor de ese año, a consecuencia de unas heridas provocadas por bala de fusil. ¿Lo creerá usted? Si lo cree, ¿por qué está aquí? Y si no lo cree yo puedo hacer muy poco para sacarla de sus dudas. Lo de creer y no creer es siempre cosa personal; para que no fuera así tendríamos que creer sólo en cosas nocivas.»

«Mi nombre es...» .

«Oh, no hablemos de eso ahora», había vuelto a bajar el peldaño pasando por encima del maletín. Apoyado en el umbral volvió a escrutar el cielo. «Compréndalo, hace mucho tiempo que no recibo visitas. La tarde se está poniendo fría, no sé si lloverá esta noche. Mucho, mucho tiempo.» Un tufo a humedad y descomposición envolvió el vestíbulo —la otra puerta interior estaba vencida sobre sus goznes, se abría sola y golpeaba su marco por efecto de la corriente— sumido en esa repentina explosión de polvo añejo y fétido en que al atardecer —al conjuro de sus palabras, esos instantes anteriores a la lluvia tan propicios al fenómeno fotoquímico—, última coloración de un fluido inestable, pierde su estructura diurna para descomponerse en mil fragmentos de un tiempo caótico y gaseoso, en cada uno de los cuales están alojados —como el germen en el grano de polen— palabras, trozos de memoria, indicios de recuerdos abortados y falsos y engañosos ecos que la noche y el día borrarán al reestablecer el equilibrio de las horas. Y es un instante en el que —en presencia de un catalizador de la memoria, una habitación que se habitó años atrás, una tarjeta con una palabra ilegible— se produce una fisura en la corteza aparente del tiempo a través de la cual se ve que la memoria no guarda lo que pasó, que la voluntad desconoce lo que vendrá, que sólo el deseo sabe hermanarlas pero que —como una aparición conjurada por la luz— se desvanece en cuanto en el alma se restaura el orden odioso del tiempo. « Compréndalo», se había metido las manos en los bolsillos y el Doctor se apercibió de que tuvo un escalofrío prolongado. Cerró al fin la puerta y el vestíbulo quedó casi a oscuras. «No le voy a pedir que me diga lo que tantas veces me he dicho a mí misma y no habría tenido que decírmelo si hubiera conocido un solo instante de reposo. No aspiraba a otra cosa porque de todo lo demás, incluida la fidelidad, me creía ya curada. Pero el cuerpo que envejece sin haber recibido la confirmación de la gloria juvenil mira con aprensión y zozobra un futuro cercenado por la esterilidad, un ánimo en decadencia que ni siquiera se atreve a reconocer con honradez y aflicción la suma de sus males sólo porque una memoria desobediente y procaz gusta de recrearse con otra edad engañosa. Hubiera sido mejor silenciarla, reducirla a lo que es; porque la memoria —ahora lo veo tan claro— es casi siempre la venganza de lo que no fue —aquello que fue se graba en el cuerpo en una sustancia a donde no llegan nuestras luces—. Quizá me equivoque, pero ahora me parece tan evidente..., sólo lo que no pudo ser es mantenido en el nivel del recuerdo y en registros indelebles— para constituir esa columna del debe con que el alma quiere contrapesar el haber del cuerpo. Así que la memoria nunca me trae recuerdos; es más bien todo lo contrario, la violencia contable del olvido. No tengo intención de decirle hasta dónde llegaron mis quebrantos, ni cuándo se secó la fuente de la fidelidad, ni en qué lecho, entre qué sábanas terminaron mis abrazos y los anhelos, qué clase de ilusiones dieron fin a mis esperanzas —porque una fortuna concluye siempre con un papel de prestamista o una carta de pago, ay, no en el desenfreno de una despedida—. No sé si he vuelto o he venido por primera vez a comprobar la naturaleza de una ficción, pero en tal caso, ¿qué curación cabe esperar si mi propia vanidad me impide hacerme cargo de sus propias creencias, si mi amor propio —de acuerdo con la confesión— manda sobre mi voluntad? Entonces me dije: mírate por dentro, ¿qué guardas en el fondo de tu más íntimo reducto? Ni es amor, ni es esperanza, ni es —siquiera— desencanto. Pero si aplicas con atención el oído observarás que en el fondo de tu alma se escucha un leve e inquietante zumbido —hecho de la misma naturaleza que el silencio—; y es que está pidiendo una justificación, se ha conformado con lo que ahora es y sólo exige que le expliques ahora por qué es eso así. Y entonces me dije: "Vuelve allí, Marré; vuelve allí por lo que más quieras, vuelve de una vez". Cuántas veces lo había intentado —cuántas tardes, con un pretexto cualquiera, abandonaré esa habitación adornada con todo el esmero que la cautiva en secreto aborrece, fiel a la fe que mamó en su infancia, y cuántas mañanas un alma que busca la verdadera razón de su apetito o una fe que, descompuesta por tantos propósitos fallidos, intenta prevalecer en la renuncia (no se trata de una satisfacción en pos de un deseo) a unos amoríos que la engaitan y distraen— para encontrarme a la postre aturdida y desorientada, sentada en el banco de un andén desierto, en medio del páramo, con la vista clavada en el horizonte sombrío de las montañas, un instante antes de romper a llorar. Cuántas veces retrocederé, no invadida por el miedo sino —a la vista de la sierra o con los ojos clavados en el horario de los trenes, ante esa hora de la llegada a la estación de Macerta escrita con tiza y trazo apresurado y en la que la voluntad se resistía a creer porque no podía concebir los pasos que habría de dar, una vez que el tren se hubiera detenido— por ese sentido del ahorro que el alma segrega cuando, vacilante, siente la necesidad de preservar el único resto que le queda, tras el incendio motivado por sus anhelos al dictado de una razón que, ausente de las lágrimas, se impone a una carne desesperada y lastimera que tamborilea sobre el cristal de la taquilla o muerde la punta de un guante. Hasta que un día, en el umbral de una edad no definida por los años sino por el desvanecimiento del último deseo, una razón en el límite de su resistencia consiente en satisfacer ese capricho de la carne antojadiza. Sólo para detener el llanto y la pataleta y a sabiendas de que todos sus sofismas tendrán un mentís en cuanto se abra la taquilla, en cuanto le entreguen el billete de Macerta, en cuanto se suba al ordinario de Región para dirigirse a aquella casa que no ha podido apartar de su mente desde que acabó la guerra. No existe tampoco la esperanza porque no es legítima, porque un instinto de supervivencia que no cree en ella trata de ridiculizarla a fin de no caer en su misma demencia, en una edad sin encantos. ¿Quién puede creer, por consiguiente, que vine aquí en busca de una curación? ¿No será más bien el abandono a las fuerzas de la enfermedad, contra las que en vano y durante tanto tiempo ha luchado todo el cuerpo unido, hasta que ha llegado al término de su aliento? ¿No será un consuelo de última hora y que —al igual que el pez que extrae de sus entrañas más vitales el alimento que ya no se puede procurar fuera— ya no pide sino distraer su apetito (un alma viciada, desdeñada, resentida y malvendida) con las sombrías. palabras de afecto, comprensión y justificación que ya no podrá escuchar nunca si no es de su propia voz?» .

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