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Authors: Marc Levy

Volver a verte (7 page)

—Tengo un principio de arritmia —indicó Norma, al ver el parpadeo en el electrocardiógrafo.

Richard Lalonde golpeó rabiosamente el aparato con la palma de la mano.

—¡Disección de la arteria cerebral posterior! —ordenó secamente.

Todos los miembros del equipo se miraron. Lauren contuvo el aliento y cerró los ojos. Eran casi las cinco y media. Al cabo de un minuto, el tabique dañado de la arteria que irrigaba la parte posterior del cerebro de Marcia se desgarró dos centímetros. Bajo la presión de la sangre que brotaba a chorros, el desgarro se amplió aún más. La ola desencadenada por la herida abierta invadió la cavidad craneal. A pesar del drenaje que Fernstein implantó de inmediato, el nivel no dejó de aumentar en el interior del cráneo, ahogando al cerebro a gran velocidad.

Cinco minutos después, bajo la mirada impotente de cuatro médicos y varias enfermeras, Marcia dejó de respirar para siempre. La mano de la pequeña, que Lauren retenía en la suya, se abrió como para liberar un último aliento de vida oculto en la palma.

En silencio, el equipo salió del quirófano y se dispersó por el pasillo. Nadie pudo hacer nada. El tumor, en su malignidad, había escondido a los más sofisticados aparatos de la medicina moderna el aneurisma de una pequeña arteria en el cerebro de la niña.

Lauren se quedó sola, reteniendo aún aquellos deditos inertes. Norma se acercó y los separó de la mano de la joven neurocirujana.

—Vamonos.

—Se lo había prometido —murmuró Lauren.

—Pues es el único error que ha cometido hoy.

—¿Dónde está Fernstein? —preguntó.

—Debe de haber ido a hablar con los padres de la niña.

—Hubiera querido hacerlo yo.

—Creo que ya ha tenido suficientes emociones por hoy. Y si me permite un consejo, antes de volver a su casa, dé un paseo por unos grandes almacenes.

—¿Para qué?

—¡Para ver vida, vida a montones!

Lauren acarició la frente de Marcia y cubrió los ojos de la niña con la sábana verde. Luego, abandonó la sala.

Norma la vio alejarse por el pasillo. Sacudió la cabeza y apagó los focos del quirófano. La estancia se sumió en la penumbra.

Arthur encontró lo que buscaba en la tercera planta de los grandes almacenes: una correa extensible que haría las delicias de la señora Morrison. En los días grises, podría quedarse bajo la marquesina del edificio al abrigo de la lluvia, mientras
Pablo
iría a su aire.

Se alejó de la caja central, donde acababa de pagar su compra. Por el camino, una mujer que estaba eligiendo un pijama para hombre le dirigió una sonrisa. Arthur se la devolvió y fue hacia la escalera mecánica.

Ya en los peldaños, una mano delicada se posó sobre su hombro. Arthur se dio la vuelta y la mujer descendió un escalón para acercarse.

De todos sus líos amorosos, sólo había uno que lamentaba haber vivido...

—¡No me digas que no me has reconocido! —exclamó Carol Ann.

—Perdóname, estaba en otra parte.

—Lo sé, me enteré de que vivías en Francia. ¿Estás mejor? —preguntó su ex con aire compasivo.

—Sí, ¿por qué?

—También me enteré de que esa chica por la que me dejaste... en fin, supe que te habías quedado viudo, qué cosa más triste...

—¿De qué estás hablando? —replicó Arthur, perplejo.

—Me encontré con Paul en un cóctel el mes pasado. Lo siento muchísimo, de veras.

—Me ha encantado verte, pero tengo prisa —contestó Arthur.

Quiso bajar unos peldaños más, pero Carol Ann se aferró a su brazo y le mostró orgullosamente la sortija que brillaba en su dedo.

—La semana que viene celebramos nuestro primer año de casados. ¿Te acuerdas de Martin?

—No mucho —contestó Arthur, rodeando la baranda para coger la escalera que bajaba a la primera planta.

—¡No puede ser que te hayas olvidado de Martin! ¡Era el capitán del equipo de hockey! —lo regañó Carol Ann, orgullosa.

—¡Ah, sí, un tipo alto y rubio!

—Muy moreno.

—Moreno, pero alto.

—Muy alto.

—¿Lo ves? —dijo Arthur, mirándose la punta de los zapatos.

—Así que ¿sigues sin rehacer tu vida? —preguntó Carol-Ann con el mismo aire compasivo.

—¡Pues sí! ¡Visto y no visto, así es la vida! —exclamó Arthur, cada vez más exasperado.

—No me digas que un chico como tú sigue soltero.

—No, no te lo digo porque seguramente lo habrás olvidado dentro de diez minutos y tampoco tiene gran importancia —masculló Arthur.

Nueva baranda y nuevas esperanzas de que Carol Ann tuviera otras compras que hacer en aquella planta, pero le siguió hasta la baja.

—Tengo un montón de amigas solteras. Si vienes a nuestra fiesta de aniversario, te presentaré a la próxima mujer de tu vida. Soy una celestina extraordinaria, tengo un don especial para saber quién pega con quién. ¿Te siguen gustando las mujeres?

—¡Me gusta una! Te lo agradezco, ha sido un placer volver a verte, dale recuerdos a Martin.

Arthur saludó a Carol Ann y huyó a toda velocidad. Sin embargo, cuando pasaba por delante del puesto de una marca de cosméticos francesa, resurgió un recuerdo, tan dulce como aquel perfume del frasco que manipulaba una vendedora ante su dienta. Cerró los ojos y recordó el día en que paseaba fortalecido por un amor invisible y certero. Entonces era feliz, como no lo había sido nunca.

La puerta giratoria lo dejó en la acera de Union Square. El maniquí del escaparate vestía un traje de noche, elegante y ceñido a la cintura. La fina mano de madera señalaba a los transeúntes con un dedo distraído. Bajo los reflejos anaranjados del sol, la calzada parecía ligera. Arthur permanece inmóvil, ausente. No oye la moto con sidecar que se le acerca por la espalda. El piloto ha perdido el control en la curva de Polo Street, una de las cuatro calles que bordean la gran plaza. La moto trata de evitar a la mujer que está cruzando, inclina, zigzaguea, el motor ruge, los transeúntes se asustan. Un hombre trajeado se arroja al suelo para esquivar el aparato, otro retrocede y tropieza hacia atrás, una mujer grita y se protege tras una cabina telefónica. La máquina prosigue su loca carrera, el asiento adosado franquea el parapeto, arranca un letrero, pero el parquímetro contra el que choca está sólidamente anclado al suelo y lo separa, con un corte limpio, de la moto. Ya nada lo detiene, su forma es la de un obús y casi va a la misma velocidad. Cuando alcanza las piernas de Arthur, lo levanta y lo proyecta al vacío. El tiempo transcurre despacio y, de pronto, se prolonga como si fuera un largo silencio. El morro fuselado de la máquina impacta contra el cristal. El inmenso escaparate estalla en una miríada de añicos. Arthur rueda por el suelo hasta el brazo de un maniquí que ahora está tumbado sobre la alfombra de cristales. Un velo le cubre los ojos, la luz es opaca, su boca tiene el sabor a óxido de la sangre. Sumergido en el sopor, querría decirle a la gente que no ha sido más que un estúpido accidente, pero las palabras se le atascan en la garganta.

Quiere levantarse pero aún es demasiado pronto. Sus rodillas tiemblan un poco, y una voz poderosa le grita que se quede tumbado, que vendrá una ambulancia.

Paul se enfurecerá si llega tarde. Hay que sacar a pasear al perro de la señora Morrison, ¿hoy es domingo? No, quizá sea lunes. Tiene que pasar por el estudio para firmar los planos. ¿Dónde está el tique del aparcamiento? Seguro que se le ha desgarrado el bolsillo, porque tenía la mano dentro y ahora la tiene bajo la espalda y le duele un poco, no te frotes la cabeza, esos cristales cortan mucho. La luz es cegadora, pero los sonidos regresan poco a poco. El deslumbramiento se disipa. Abre los ojos. Ahí está el rostro de Carol Ann. ¡Así que no piensa soltarle, pero él no quiere que le presente a la mujer de su vida, ya la conoce, maldita sea! Debería ponerse una alianza para que lo dejaran en paz. Ahora mismo volverá para comprarse una. Paul lo detestará, pero eso le divertirá mucho.

A lo lejos, una sirena. Es absolutamente necesario ponerse en pie antes de que llegue la ambulancia, es absurdo que se preocupen, no le duele nada, tal vez un poco la boca, se ha mordido la mejilla. Pero lo de la mejilla no es grave, es desagradable por las llagas, pero no es realmente grave. Qué estupidez, su chaqueta estará destrozada, y Arthur adora esa chaqueta de
tweed
. Sarah opinaba que el
tweed
hacía parecer mayor, pero él se reía de Sarah, que llevaba los zapatos más vulgares de la tierra, con esas puntas demasiado afiladas. Estuvo bien decirle a Sarah que la noche que pasaron juntos había sido un accidente, no estaban hechos el uno para el otro, no era culpa de nadie. ¿Cómo estará el motorista? Seguramente es el hombre del casco. Parece estar bien, con ese aire contrito.

Voy a tenderle la mano a Carol Ann, y les contará a todas sus amigas que me salvó la vida, puesto que será ella quien me ha ayudado a levantarme.

—¿Arthur?

—¿Carol Ann ?

—Estaba segura de que te encontrabas en medio de esta catástrofe espantosa —dijo la joven, histérica.

El se desempolvó tranquilamente los hombros de la chaqueta, arrancó el trozo de bolsillo que colgaba tristemente y sacudió la cabeza para desembarazarse de los cristales.

—¡Qué miedo! Has tenido mucha suerte —continuó Carol Ann con su voz aguda.

Arthur se la quedó mirando, muy serio.

—Todo es relativo, Carol Ann. Se me ha jodido la chaqueta, tengo cortes por todas partes y salto de un desastroso encontronazo a otro, cuando sólo iba a comprarle una correa a mi vecina.

—Una correa a tu vecina... ¡Has tenido mucha suerte de salir casi indemne de este accidente! —se indignó Carol-Ann.

Arthur la miró, adoptó un aire pensativo, y se esforzó por parecer civilizado. No era solamente la voz de Carol-Ann lo que le irritaba; todo en ella se le hacía insoportable.Intento recobrar algo parecido al equilibrio y habló en un tono resuelto y tranquilo.

—Tienes razón, no soy justo. Tuve la suerte de dejarte y de conocer luego a la mujer de mi vida, ¡aunque estaba en coma! Su propia madre quería aplicarle la eutanasia, pero y tuve la suerte de que mi mejor amigo accediera a echarme una mano para ir a secuestrarla al hospital.

Inquieta, Carol Ann dio un paso atrás y Arthur otro hacia delante.

—¿Qué quieres decir con «secuestrar»? —preguntó ella con voz tímida mientras apretaba el bolso contra su pecho.

—Que robamos su cuerpo. Fue Paul quien cogió la ambulancia, por eso se siente obligado a contarle a todo el mundo que estoy viudo; ¡pero de hecho, Carol Ann, sólo soy medio viudo! Es un estado muy particular.

Las piernas de Arthur flaquearon y vaciló ligeramente.

Carol Ann quiso sostenerlo, pero Arthur se enderezó solo.

—No, la auténtica suerte fue que la propia Lauren me ayudara a mantenerla con vida. No deja de ser una ventaja ser médico cuando tu cuerpo y tu mente se disocian. Puedes ocuparte de ti mismo.

Carol Ann boqueó en busca de un poco de aire. Arthur no tenía necesidad de recobrar el aliento, solamente el equilibrio. Se agarró a la manga de Carol Ann, que se sobresaltó y lanzó un grito instantáneo.

—Y luego se despertó, y finalmente también eso fue una suerte. Así que ya lo ves, Carol Ann, ya lo ves: la verdadera suerte no es que tú y yo rompiéramos, no es aquel museo de París, no es el sidecar, sino ella: ella es la auténtica suerte de mi vida —dijo extenuado sentándose en el armazón de la máquina.

El flamante furgón del centro hospitalario acababa de aparcar junto a la acera. El jefe del equipo se precipitó hacia Arthur al que Carol Ann seguía mirando embelesada.

—¿Esta bien, señor? —preguntó el socorrista.

—¡En absoluto! —afirmó Carol Ann. El socorrista lo cogió del brazo para llevárselo hacia la ambulancia.

—Todo va bien, se lo aseguro —dijo Arthur, zafándose.

—Hay que suturar esa herida que se ha hecho en la frente —insistió el camillero, a quien Carol Ann dirigía grande gestos para que embarcara a Arthur lo antes posible.

—No me duele ninguna parte del cuerpo, me encuentro muy bien, tenga la amabilidad de dejarme volver a casa.

—Con todos esos pedazos esparcidos es bastante probable que tenga microcristales en los ojos. Voy a llevármelo.

Fatigado, Arthur se abandonó. El socorrista lo tumbó en la camilla y le cubrió los ojos con dos gasas estériles; mientras no se los limpiaran, había que evitarles cualquier movimiento susceptible de desgarrar la córnea. El vendaje que envolvía ahora el rostro de Arthur lo, sumía en una oscuridad incómoda.

La ambulancia subió por Sutter Street con las sirenas aullando, giró en Van Ness Avenue puso rumbo al San Francisco Memorial Hospital.

Capítulo 6

S
e oyó el tintineo de una campana y las puertas del ascensor se abrieron en la tercera planta. La inscripción de la placa de la pared señalaba la entrada al servicio de neurología. Lauren salió de la cabina sin saludar a sus colegas, que bajaban a las plantas inferiores del hospital. Los fluorescentes que colgaban del techo en el pasillo se reflejaban en el barniz coloreado del suelo. Sus zapatos chirriaban al caminar sobre el linóleo. Llamó suavemente a la puerta de la 307, pero su brazo volvió a caer, pesado, junto al cuerpo. Entró.

Ya no había sábanas ni la almohada en la cabecera de la cama. La pértiga del gota a gota permanecía desnuda y tiesa como un esqueleto en un rincón cerca de la cortina fija del cuarto de baño. La radio de la mesilla de noche permanecía en silencio, los peluches que aquella misma mañana todavía sonreían en la repisa de la ventana se habían marchado a cumplir con su trabajo en otras habitaciones. De los dibujos infantiles colgados en la pared, sólo quedaban restos de celo.

Algunos dirían que la pequeña Marcia había expirado aquella tarde, y otros simplemente que había muerto, pero para todos los que trabajaban en la planta, aquella habitación seguiría siendo la suya durante unas horas. Lauren se sentó encima del colchón y acarició la sábana impermeable. Su mano febril avanzó hasta la mesita de noche y abrió el cajón. Cogió la hoja doblada en cuatro y esperó un poco antes de leer su secreto. Aquella niña que había echado a volar estando ciega lo había visto perfectamente. El color de los ojos de Lauren se difuminó bajo sus lágrimas. Se inclinó para dominar un espasmo.

La puerta de la 307 se entreabrió, pero Lauren no oyó la respiración del hombre de blancas sienes que contemplaba su llanto.

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