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Authors: Alexandre Dumas

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Veinte años después (3 page)

—¿Qué hay? —preguntó Guitaut.

—Todo está tranquilo por aquí, mi capitán; sólo creo que debe suceder algo de particular en esa casa.

Y diciendo esto, señalaba una magnífica casa que ocupaba el mismo sitio que más adelante ocupó el Vaudeville.

—¿En esa casa? —repuso Guitaut—. ¡Es el palacio de Rambouillet! —Yo no sé de quién es ese palacio; pero sí que he visto penetrar en él mucha gente y de muy mal aspecto.

—¡Bah! ¡Serían poetas! —dijo Mazarino—, ¿queréis hablar con más comedimiento de esos señores? ¿No sabéis que en mi juventud fui yo también poeta, y componía versos del género de los del señor de Benserade?

—¿Vos, señor?

—Sí, yo. ¿Queréis que os recite algunos?

—Sería inútil, señor; no entiendo el italiano.

—Bien, pero conocéis el francés —replicó Mazarino, poniéndole familiarmente la mano sobre el hombro—, y cualquiera orden que se os diera en esta lengua sabríais ejecutarla al momento, ¿no es así, leal y valiente Guitaut?

—Así es, señor; y ya lo he hecho varias veces; siempre, sin embargo, que la orden emane de la reina.

—¡Ah! Sí —dijo Mazarino mordiéndose los labios—, no ignoro que sois acérrimo partidario suyo.

—Soy capitán de sus guardias hace más de veinte años.

—Adelante, caballero D’Artagnan, no hay novedad por este lado —dijo el cardenal.

D’Artagnan se puso a la cabeza de la patrulla sin hablar una palabra, con esa obediencia que es en los veteranos una segunda naturaleza.

Encaminóse a la altura de San Roque, donde se hallaba el tercer puesto, pasando por la calle de Richelieu y la de Videlot.

Aquel punto era el más aislado, pues estaba casi contiguo a los baluartes, y la ciudad estaba muy despoblada por aquel lado.

—¿Quién es el comandante de este puesto? —preguntó el cardenal.

—Villequier —dijo Guitaut.

—¡Diantre! —exclamó Mazarino—. Habladle vos solo, pues ya sabéis que no es muy partidario mío, desde que se os confió el encargo de prender al duque de Beaufort; Villequier pretendía, que como capitán de los guardias reales, a él le correspondía el honor de prestar ese servicio.

—Ya lo sé, y mil veces le he dicho que no tenía razón: el rey no podía darles esa orden, porque apenas contaba entonces cuatro años.

—Sí, pero yo hubiera podido dársela, mas preferí comisionaros a vos, amigo Guitaut.

Guitaut adelantó su caballo sin responder, y dándose a conocer al centinela, hizo llamar al señor de Villequier.

Este salió al momento.

—¡Ah! ¿Sois vos, Guitaut? —preguntó en el tono de mal humor que le era habitual—. ¿Qué diablos venís a hacer aquí?

—Vengo a preguntaros si ha sucedido alguna novedad.

—¿Qué diantres queréis que ocurra? Se oye gritar: ¡viva el rey! y ¡muera Mazarino! Pero esto no es una novedad y hace tiempo que estamos acostumbrados a oírlo.

—¡Y vos hacéis coro! —dijo Guitaut riéndose.

—Buenas ganas tengo de hacerlo; pues creo que los que gritan tienen razón: daría con gusto cinco anualidades de mi paga que no me pagan, porque el rey tuviese cinco años más.

—¿Y qué ganaríais con esto?

—Con eso sería mayor de edad, daría las órdenes por sí mismo, y al nieto de Enrique IV se le obedece con más gusto, que a un hijo de Pedro Mazarino. Lo que es por el rey me dejaría matar de buen grado ¡voto al diablo! pero si llegara a morir por Mazarino, como ha estado a punto de suceder hoy a vuestro sobrino, os juro que no me haría maldita la gracia.

—Está bien, señor de Villequier —dijo el cardenal—, no tengáis cuidado, que yo haré presente vuestra adhesión al rey.

Y al momento añadió volviéndose a su escolta:

—Vamos, caballeros, todo está en buen orden, volvámonos.

—¡Cómo! —dijo Villequier—. ¡Estaba ahí Mazarino! Me alegro; ya hace tiempo que deseaba manifestarle cara a cara mi modo de pensar. Vos me habéis proporcionado esta ocasión, Guitaut, y aun cuando tal vez vuestra intención no haya sido muy buena, no por esto dejo de agradecéroslo.

Y volviendo la espalda, entró en el cuerpo de guardia, silbando una canción de la Fronda.

Mazarino regresaba a Palacio muy pensativo; todo lo que había oído lo mismo a Comminges que a Guitaut y a Villequier, le confirmaba cada vez más en la idea de que si los sucesos llegaban a adquirir cierta gravedad, no podría contar más que con la reina, y como esta señora había abandonado a sus íntimos con tanta frecuencia, su mismo apoyo, a pesar de las precauciones que había tomado, parecía a Mazarino cosa muy insegura.

En todo el tiempo que duró aquella ronda nocturna, que sería cerca de una hora, el cardenal, sin dejar de observar a Comminges, Guitaut y Villequier, había dedicado singular atención a examinar a un hombre. Este hombre, que escuchaba impasible las amenazas populares, y cuyo rostro no se había inmutado poco ni mucho ni por las chanzonetas que había dicho, ni por las que había sufrido Mazarino, le parecía un ser excepcional y a propósito para los sucesos que empezaban a desarrollarse.

Por otra parte, el nombre de D’Artagnan no le era del todo desconocido, y aunque Mazarino no había llegado a Francia hasta los años 1634 y 1635, esto es, siete u ocho después de los sucesos que hemos referido en
Los Tres Mosqueteros
, le parecía al cardenal haber oído expresar aquel nombre como el de un individuo que en cierta ocasión que no recordaba, se había dado a conocer como un modelo de lealtad, ingenio y valor.

De tal manera se apoderó esta idea de su imaginación, que resolvió aclarar inmediatamente su duda; pero no era a D’Artagnan a quien debía preguntar lo que quería. Por las escasas palabras que había pronunciado el teniente de mosqueteros, había conocido el cardenal su procedencia gascona, e italianos y gascones se conocían perfectamente y se parecen demasiado para poder decir unos de otros lo que todos pudieran decir de sí mismos. Al llegar a la tapia que rodeaba el jardín del palacio del Rey, llamó Mazarino a una puertecilla situada entonces poco más o menos donde hoy se encuentra el café de Foy, y después de dar las gracias a D’Artagnan, mandóle que le aguardase en el patio de palacio e hizo seña a Guitaut de que le siguiera. Echaron los dos pie a tierra, entregaron las riendas al criado que había abierto la puerta, y desaparecieron por el jardín.

—Apreciable Guitaut —dijo el cardenal, apoyándose en el brazo del antiguo capitán de guardias—, me decíais hace poco que hacía veinte años que estáis al servicio de la reina.

—Así es —respondió Guitaut.

—He notado —continuó el cardenal—, que además de vuestro valor incontestable y de vuestra lealtad a toda prueba, tenéis una excelente memoria.

—¿Eso habéis notado, señor? Diantre, tanto peor para mí —dijo el capitán de guardias.

—¿Por qué?

—Porque una de las principales cualidades del cortesano es saber olvidar.

—Pero vos no sois cortesano, Guitaut, sino un buen militar, y uno de los pocos capitanes que quedan del tiempo de Enrique IV y de los que por desgracia no quedará ninguno dentro de pocos años.

—¡Diablo, señor! ¿Me habéis hecho acompañaros para decirme mi horóscopo?

—No —dijo Mazarino riéndose—, os he hecho venir conmigo para interrogaros si habéis observado al teniente de mosqueteros que nos ha acompañado.

—¿A M. D’Artagnan?

—Sí.

—No ha habido necesidad de observarle porque le conozco hace mucho tiempo.

—¿Y qué clase de hombre es?

—¿Qué clase de hombre es? —repitió Guitaut con asombro—. Un gascón.

—Eso ya lo sé, pero pregunto si es hombre que puede inspirar confianza.

—El señor de Tréville, que, como no ignoráis, es uno de los mayores amigos de la reina, le profesa grande estimación.

—Desearía saber qué pruebas ha dado de sus buenas cualidades.

—Si queréis hablar de él como militar, puedo deciros que, como he oído decir, en el sitio de la Rochela, en el paso de Suze y en Perpignan, se ha distinguido extraordinariamente.

—Ya conocéis, Guitaut, que los pobres ministros necesitamos muchas veces hombres que sean algo más que valientes, necesitamos hombres hábiles. ¿No se ha visto ese D’Artagnan, en tiempos del cardenal, enredado en alguna intriga que exigiese una gran destreza, y de la cual haya salido airoso?

—Señor —dijo Guitaut conociendo que el cardenal quería sonsacarle—, me veo obligado a decir a vuestra eminencia que no sé lo que la voz pública puede haber hecho llegar a sus oídos. Jamás me ha gustado intrigar por mi cuenta, y si alguna vez se me han confiado intrigas ajenas, como el secreto no me pertenece, espero, señor, que no llevará a mal lo guarde.

Mazarino meneó la cabeza diciendo:

—Hay ministros muy dichosos, que saben todo lo que necesitan.

—Esto consiste —respondió Guitaut— en que no miden a todos por el mismo rasero, y saben dirigirse a los hombres de armas cuando se trata de guerra, y a los intrigantes para las intrigas. Dirigíos a cualquier intrigante del tiempo a que os referís, y sabréis todo lo que queráis, pagándole bien por supuesto.

—¡Eh! —exclamó Mazarino—. Se le pagará… si no hay medio de lograrlo de otra manera.

—¿Y me pide formalmente monseñor que le indique un hombre que haya estado metido en todas las intrigas de aquella época?

—¡Por Baco! —exclamó el cardenal, que se iba impacientando—. Hace una hora que no estoy preguntando otra cosa.

—Uno hay de quien me atrevo a responder, siempre que él quiera hablar.

—Eso corre de mi cuenta.

—¡Ah, señor! No siempre es fácil despegar una boca que se empeña en permanecer cerrada.

—¡Bah! Con paciencia todo se consigue. ¿Quién es ese hombre?

—El conde de Rochefort.

—¡El conde de Rochefort!

—Por desgracia, desapareció hace unos cinco años, y no sé qué habrá sido de él.

—Yo lo sabré —dijo Mazarino.

—Era el diablo familiar del cardenal, señor, pero os advierto que vuestro deseo os costará caro: el cardenal era pródigo con los suyos.

—Sí, sí —contestó Mazarino—; era un grande hombre, mas tenía ese defecto. Gracias, Guitaut; esta misma noche aprovecharé vuestro consejo.

En aquel momento, llegaron los dos interlocutores al patio del Palacio Real; Mazarino saludó con la mano al capitán de guardias; y viendo un oficial que se paseaba de un extremo a otro, acercóse a él, y le dijo con voz más melosa:

—M. D’Artagnan, venid, tengo que daros una orden.

D’Artagnan se inclinó con respeto, y siguió al cardenal por la escalera secreta. Un momento después, se encontraron los dos en el gabinete de donde habían salido.

El cardenal se sentó al lado de una mesa, y cogiendo un pliego de papel, escribió algunos renglones.

D’Artagnan, en pie, inmóvil, impasible, esperaba que acabara sin impaciencia y sin curiosidad, pues en fuerza de la costumbre había llegado a convertirse en una especie de autómata que obedecía sin darse cuenta de ello.

El cardenal dobló la carta y sellóla.

—Caballero D’Artagnan —le dijo—, vais a llevar este despacho a la Bastilla, y a traerme a la persona que reclamo en él; tomad un carruaje y una escolta, y guardad con el preso mucha vigilancia.

D’Artagnan tomó el papel, saludó, giró sobre los talones con la misma precisión con que lo hubiera hecho un sargento instructor, y un momento después oyósele mandar con acento seco y monótono:

—Cuatro hombres de escolta, un carruaje y mi caballo.

A los cinco minutos oyéronse las ruedas del coche, y las herraduras de los caballos.

Capítulo III
Dos adversarios antiguos

Cuando llegó D’Artagnan a la Bastilla, tocaban las ocho y media.

Se hizo anunciar al gobernador, el cual, apenas supo que iba en nombre del primer ministro y con una orden suya, salió a recibirle al pie de la escalera.

Era entonces gobernador de la Bastilla el señor de Tremblay, hermano del popular capuchino fray José, aquel terrible favorito de Richelieu, a quien llamaban la eminencia gris.

Cuando el mariscal de Bassompierre se hallaba en la Bastilla, donde permaneció más de doce años, y sus compañeros de prisión hacían cálculos más o menos acertados sobre la época en que podrían lograr su libertad, él solía decir: «Yo saldré cuando salga el señor de Tremblay»; queriendo manifestar con esto que a la muerte del cardenal, el señor de Tremblay perdería su empleo, y él recobraría su puesto en la corte.

Su profecía estuvo a punto de cumplirse, pero de un modo muy distinto de lo que él había pensado, pues habiendo muerto el cardenal, todo continuó en el mismo estado: el señor de Tremblay prosiguió desempeñando su empleo, y Bassompierre corrió gran peligro de seguir prisionero.

El señor de Tremblay continuaba, por tanto, siendo gobernador de la Bastilla cuando D’Artagnan se presentó a cumplir la orden del ministro. Recibió a nuestro gascón cortésmente, y como iba a sentarse a la mesa le invitó a comer con él.

—Con mucho gusto lo haría —dijo D’Artagnan—; pero si no me engaño, en el sobre de ese pliego está escrita la palabra
urgentísimo
.

—Es cierto —respondió el señor de Tremblay—. ¡Hola mayor! Que baje el número 256.

En la Bastilla un hombre dejaba de ser hombre, y convertíase en número.

A D’Artagnan le hizo mal efecto el ruido de las llaves, y continuó a caballo, sin querer apearse, mirando las rejas, las sombrías ventanas y los murallones que nunca había visto sino desde el otro lado de los fosos, y que tanto temor le producían veinte años antes.

En aquel momento se oyó una campanada.

—Os dejo —le dijo el señor de Tremblay—, porque me llaman para vigilar la salida del prisionero. Hasta la vista, M. D’Artagnan.

—¡Lléveme el diablo si deseo volver a verte! —exclamó D’Artagnan con una sonrisa—. Sólo con estar cinco minutos en este patio se me figura que me he puesto malo. Vaya, preferiría morir sobre un montón de paja, lo cual probablemente me acontecerá tarde o temprano, a ser gobernador de la Bastilla con diez mil libras de sueldo.

Al terminar este monólogo presentóse el prisionero. D’Artagnan, al verle, no pudo menos de hacer un movimiento de sorpresa, que pasó desapercibido, a causa de la presteza con que lo reprimió; y el prisionero subió al carruaje sin dar ninguna señal de haber reconocido al que se disponía a escoltarle.

—Caballeros —dijo D’Artagnan a los mosqueteros—, se me ha encargado la mayor vigilancia con el preso, y como las portezuelas del carruaje no cierran bastante bien, voy a meterme dentro con él. M. de Villabone, hacedme el favor de conducir mi caballo de la brida.

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