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Authors: Dora Heldt

Vacaciones con papá (4 page)

—Papá, después pondremos otra música, ¿vale? O sin música. Pero no más cancioncitas tontas.

—¿Por qué estás tan enfadada? Antes te gustaba. Incluso te sabías todas las canciones.

Salí corriendo al ver la cara de desconcierto de Dorothea y fui al servicio.

Cuando volví, mi padre y ella estaban con una bandeja ante el mostrador. Dorothea me miró con gravedad.

—Y ¿tu cantante preferida era Wencke Myhre? Eso demuestra lo poco que sabemos de los demás. —Soltó una risita.

—Tenía once años. —Extendí el brazo por delante de ella para coger una bandeja del estante.

Mi padre negó con la cabeza.

—No, no, le duró mucho más. ¿No tenías ya el carnet de conducir?

—Qué tontería. Como mucho doce. Y todo por culpa de esas fiestecitas vuestras. ¿Ya sabes qué quieres comer?

Una de las empleadas se hallaba frente a nosotros. Mi padre la saludó amablemente con la cabeza.

—Creo que ya tenías el carnet de conducir. Veamos, ¿qué quiero comer? ¿Qué es eso de ahí atrás?

—Embutido, una especialidad de Baviera. Lo servimos con un huevo frito y pan.

—¿Lleva carne en mal estado?

—Papá.

—Heinz.

La mujer rubia con la bata blanca lo miró raro.

—Desde luego que no. Pero no tiene por qué comerlo.

—Ya. Es que hoy en día hay que preguntar. Esa carne estará en alguna parte.

La rubia puso cara de vinagre. Mi padre le sonrió.

—No se lo tome a mal. Y vosotras, ¿qué vais a tomar?

Dorothea lo miró un instante y a continuación pidió tres bocadillos de queso y tres cafés.

Mi padre asintió. Al ver los bocadillos se limitó a decir:

—No sé qué pinta ahí esa lechuga. Si es un bocadillo de queso, ¿a santo de qué viene la hoja?

Cogió su plato, lo colocó en la bandeja y sonrió a la empleada para apaciguarla. Ella le lanzó una mirada glacial.

En la caja, mi padre insistió en pagar. Lo que también le dio derecho a manifestar su opinión con respecto a la política de precios de las áreas de servicio de las autopistas alemanas. Acto seguido, también la cajera le dirigió una mirada glacial.

Nos sentamos a la mesa del fondo. Heinz abrió el bocadillo, quitó la hoja de lechuga y las rodajas de tomate y pepino y empezó a comer. Mientras masticaba nos miraba ora a una, ora a la otra.

—Esa verdura no es fresca. Lo leí una vez. Hay que tener cuidado, por los gérmenes y demás.

Dorothea le echó sal al tomate y se lo metió en la boca.

—Vamos, Heinz.

Él le apretó la mano para darle ánimos.

—La carne en mal estado es peor.

No hubo más incidentes. Renuncié a los cigarrillos, mi padre compró un periódico, Dorothea una revista, yo me puse al volante y me abroché el cinturón. Al arrancar, mi padre se agarró con fuerza al tirador de la puerta y miró al frente, inquieto.

—¿Has visto que el Mercedes que tienes detrás también va a salir?

—Sí, papá.

Me dirigí a la entrada de la autopista, aceleré y metí la siguiente marcha.

—¿No haces el doble embrague?

—Papá, eso se hacía hace treinta años, con las cajas de cambio viejas; hoy es una tontería.

—Es bueno para el motor.

—Bobadas.

—Mmm… ¿Tú nunca pones el intermitente?

Dorothea soltó una risita, pero no dijo nada. Me incorporé al tráfico y ajusté el retrovisor.

—A ver, Christine, eso se hace antes de ponerse en marcha. Tienes que mirar la carretera.

—Papá, tú limítate a leer el periódico.

Él se inclinó hacia mí para ver el taquímetro. Se apoyó con una mano en el salpicadero.

—140. ¿Por qué corres tanto?

Dorothea me puso una mano en el hombro para tranquilizarme.

—Heinz, hemos ido a esa velocidad todo el tiempo.

—Pero Christine está conduciendo un coche que no es el suyo. Se puede volcar en cuestión de segundos. Tienes que mantenerte a más distancia, creo que el camión va a adelantar.

—Papá, no pasa nada. Conduzco desde hace veintisiete años, nunca he tenido un accidente y, además, suelo coger este coche.

—Pero hiciste muy pocas prácticas entonces, si lo sabré yo.

Me rendí.

Media hora larga antes de que el ferry de la compañía Frisia zarpara del muelle de Norddeich, llegamos al puerto. Antes de ver la maleta de mi padre teníamos pensado dejar el coche en el parking dispuesto a tal efecto e ir a pie hasta el ferry. En Norderney habríamos cogido un taxi para ir a casa de Marleen. La sola idea de que tendría que arrastrar esa maleta hasta el ferry, además de dos bolsas de viaje y varias bolsas de tela para luego volver a subirlo todo a un taxi en la isla como buenamente pudiera me daba tanto pavor que ya había decidido llevar el coche. Dorothea también lo veía así. A mi padre, que se había leído a conciencia el folleto de la compañía Frisia, le parecía un disparate.

—Es una tontería. Aquí pone que no se puede ir en coche a todas partes y, además, el pasaje es muy caro y la isla muy pequeña, ¿para qué queremos el coche?

A esas alturas, Dorothea también estaba demasiado cansada para enzarzarse en una discusión. Dejamos el coche en el carril correspondiente del muelle y fuimos a la taquilla.

—Un coche, tres adultos. La ida para hoy y la vuelta para dentro de dos semanas.

Le sonreí al taquillero e intenté que mi padre, que estaba pegado a mí, no viera la taquilla. No sirvió de nada: la respuesta llegó a través de un micrófono.

—Ciento catorce euros, por favor.

—¿Cuánto? Y ¿qué cuesta sin el coche? —Mi padre me había hecho a un lado.

—Quince euros por persona.

—Y ¿cuesta tanto sólo por cruzar en un coche con el que, de todos modos, no podemos ir a todas partes en la islita? Eso es usura.

—También puede dejar el coche en el parking, es lo que hace la mayoría de la gente.

—Eso mismo digo yo, Christine. ¿Sabe usted?, lo que pasa es que mi hija lleva demasiado equipaje y no quiere cargar con él. Yo soy de Sylt, y allí pasa lo mismo, que…

—Heinz, ven conmigo, anda. —Dorothea cogió a mi padre del codo y lo llevó hasta la entrada—. Nosotros nos quedaremos esperando fuera, al sol.

Los seguí con la mirada y después miré de nuevo al taquillero. Para entonces detrás de mí ya había ocho personas.

—Un coche, tres adultos, la ida hoy y la vuelta dentro de catorce días.

—¿Su padre?

El hombre me dirigió una mirada compasiva mientras me entregaba los billetes a Norderney y los resguardos por la ventanilla. Asentí.

—Pese a todo, le deseo una feliz estancia en Norderney.

Me dio la sensación de que tenía que explicarle algunas cosas, pero no sabía por dónde empezar.

—Gracias, todo irá bien. Quiero decir que seguro que es muy bonito, así que…

El hombre ya atendía al siguiente, de manera que volví al coche, con mi padre.

Casi todos los vehículos que esperaban para embarcar eran microbuses, furgonetas o coches con matrícula de Aurich, es decir, del lugar. Heinz sólo se montó después de recorrer las hileras de vehículos.

—No es de extrañar, con estos precios hay que estar loco para llevarse el coche. Eso es lo que piensan todos, pero nosotros nos creemos más listos. Muy mal.

—Papá, ya basta, no puedo más, tu puñetera maleta ya me ha sacado bastante de quicio, no pienso andar con ella a rastras por ahí.

Mi padre me miró imperturbable.

—Te noto muy nerviosa. La verdad es que ya era hora de que te cogieras unas vacaciones, te enfadas por cualquier cosa. Ya verás como después de estas dos semanas te quedas como nueva.

Apoyé la frente en el volante y cerré un instante los ojos.

Había una gran ventaja: con el coche nos evitamos la cola de la pasarela, de modo que fuimos los primeros en entrar en el salón restaurante. Ya estábamos sentados a una mesa junto a la ventana mientras los pasajeros cruzaban la pasarela. Todos ellos llevaban maletas con ruedas o mochilas a la espalda, iban apretujados y se empujaban impacientes.

Dorothea observaba el jaleo.

—Madre mía, no tiene fin. ¿Qué se les ha perdido a todos esos en Norderney?

—Lo mismo que a nosotros —respondió mi padre en el acto—. Y ¿habéis visto? La mayoría de la gente tiene veinte años más que vosotras y todos llevan su equipaje.

—Llevan maletas con ruedas, Heinz, a diferencia del caballero que anda mal de la cadera y está sentado a esta mesa.

Ofendido, Heinz agarró la carta.

—No sé qué mosca os ha picado con mi maleta, la verdad. —Fue pasando páginas—. Salchichas, eso es. En los ferrys siempre como salchichas. No sé por qué me parece que es lo que hay que pedir.

Le quité la carta de la mano.

—Creía que te daba miedo comer carne en mal estado.

Él alzó la vista sorprendido.

—En las salchichas no hay. No lo creo. Además, no me da miedo. Mi madre tampoco es que cocinara tan bien. —Miró a su alrededor con interés—. Bonito barco. Y muy limpio. Y más grande de lo que pensaba. Como un ferry de verdad.

—Papá, es que es un ferry de verdad.

—La línea Rømø-Sylt es mayor.

—Menuda tontería.

Mi padre fue a levantarse, pero Dorothea se lo impidió. Llevaba unos minutos intentando contener la risa.

—Siéntate, ¿adónde quieres ir?

—Al puente, a preguntar al capitán. ¿A qué viene esa risa tan tonta?

Dorothea trató de responder.

—Es por… tu… madre… que… —Soltó una carcajada. Que me contagió.

Mi padre no lo entendió.

—Pero si tú no conociste a mi madre.

Fue interrumpido por un camarero que se plantó de pronto junto a nuestra mesa.

—¿Desean algo?

—Sí, ¿podría darme los datos de este barco?

El camarero era vietnamita. Nos miró con amabilidad.

—Si desean algo de comer o beber…

—Ah. En tal caso, dos salchichas y una coca-cola. Y si vosotras dos os comportarais debidamente y os decidierais, este joven podría atender a otras personas.

Yo ya había recuperado la seriedad.

—¿Desde cuándo bebes coca-cola?

—Desde siempre. Sólo que tu madre opina que engorda, por eso nunca compra.

—De pequeña nunca me dejabais tomar cola.

—Bobadas, lo que pasa es que entonces no había.

A Dorothea no se le pasaba el ataque de risa.

—Heinz, la cola tiene más años que Christine.

—¿De veras? Pues entonces probablemente no le gustara. Pero tómate una ahora, hija.

El camarero esperaba gentilmente.

—Tomaré agua. Y sí me gustaba la cola.

Mi padre frunció el ceño y miró a Dorothea.

—Yo es que a veces no la entiendo. Y tú, ¿te bebes una cola conmigo?

De repente me vino a la cabeza el osito de goma deforme y quise prevenirlos, pero después me acordé de que tenía cuarenta y cinco años y sólo estaba nerviosa.

Entretanto, el ferry había zarpado y puesto rumbo a Norderney. Sorprendentemente, casi todos los pasajeros habían encontrado sitio, y sólo algún que otro rezagado seguía buscando un asiento.

Reparé en dos mujeres que hablaban en voz alta y se reían. Me había fijado en ellas no sólo por lo estridente del volumen, sino también por su increíble aspecto. Tendrían unos sesenta o sesenta y tantos años. La más baja lucía un recogido que yo vi por última vez en una de las legendarias fiestas de mis padres, en la tía Anke. Sacado directamente de los años setenta, con cantidades ingentes de horquillas, laca y caracoles delante de las orejas. Llevaba unas botas de charol rojo y un plumífero hasta los tobillos abotonado. Y hacía 25º C. La otra le sacaba la cabeza, y el pelo, algo menos cardado, le llegaba por la barbilla y era de color zanahoria. Subido. En cuanto a la ropa, habría resultado llamativa incluso en los años setenta: una falda de lana rosa, un jersey de lana rojo, un poncho anaranjado, un echarpe amarillo y unas medias con un estampado vistoso. Todo de punto.

Dorothea reparó en mi mirada de desconcierto y buscó el motivo. Cuando lo hubo encontrado, se atragantó. Intenté no reírme.

—Bueno, Dorothea, ¿qué dice tu ojo de figurinista de semejante estilismo?

Antes de que pudiera responder, también las vio mi padre.

—¿Habéis visto a esas dos señoras?

Dorothea carraspeó.

—El color es divertido, ¿no?

Mi padre miraba embobado la explosión de colorido.

—A mí me gusta. Tu madre también viste bien casi siempre, aunque a veces es un poco tristona.

Me propuse hablarle a Dorothea cuanto antes del daltonismo de mi padre, de lo contrario, los malos entendidos podían ser mayores.

Las salchichas frustraron los planes de mi padre de ir al puente. Yo miraba por la ventana aliviada. Ya se veían los edificios altos de la isla. De pronto, él se levantó.

—Voy al servicio. Hasta ahora.

Echó un vistazo para localizarlo y yo le indiqué la dirección. Él esbozó una breve sonrisa y se fue. Respiré profundamente y le pregunté a Dorothea:

—Ahora ya sabes por qué ponía tantas pegas, ¿no?

Ella se rió.

—Vamos, a mí Heinz me parece divertido. Tiene buena intención, es sólo que de vez en cuando le pasan cosas curiosas.

—Es una forma de verlo.

No quería enfrascarme con Dorothea en la problemática padre e hija, tampoco quería ser desleal, pero con ese hombre las cosas no eran tan sencillas como las veía ella. Sin embargo, ¿para qué asustarla? Dorothea señaló Norderney y el cielo.

—Mira: verano, una isla, el mar. Me alegro mucho de que hayamos aceptado la invitación de Marleen.

En primavera, Marleen me preguntó si podía echarle una mano mientras llevaba a cabo la reforma. Yo no soy muy manitas, pero ayudé durante años en la pensión de mi abuela. Podía limpiar a fondo una habitación en quince minutos; preparar el desayuno para veinte personas era el más sencillo de mis cometidos. Marleen dispondría de tiempo para ocuparse de los obreros. La pensión estaba llena, así que yo tenía las mañanas ocupadas.

Según lo previsto, el bar reabriría el fin de semana siguiente. Marleen quería hacer algo muy especial, cuidar los colores, cuidar la luz, y se había acordado de que Dorothea era figurinista y escenógrafa. Durante una de sus visitas Marleen le enseñó los planos a Dorothea, que se quedó tan entusiasmada que se ofreció a ir conmigo a la isla. Tenía un sexto sentido para los colores, todo lo contrario que mi padre. La pregunta de Dorothea me devolvió al presente.

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