Miró sombríamente la edición de bolsillo de la última publicación. Por lo poco que había oído y leído sobre Dopelle (y era poco porque sólo había estado en aquel fantástico mundo menos de veinte horas), era evidente que ese individuo se había hecho el amo de todo el Sistema Solar, prácticamente los tenía a todos en el bolsillo, y además tenía a Betty Hadley.
Keith tomó el libro y lo volvió a dejar encima de la mesa. Una vez que empezara a leerlo, quería terminarlo, y eso iba a pedir más tiempo del que podía disponer esa tarde.
Ya que había perdido el empleo en la Compañía Borden, tenía que ganarse la vida de alguna forma, y tenía que empezar a hacerlo pronto; el dinero que le quedaba del episodio de Greeneville no iba a durarle mucho tiempo. Y su idea para ganarse la vida dependía del estudio de aquellas dos (y otras) revistas.
Tomó primero
Historias sorprendentes
. Leyó atentamente el índice, comparándolo con su recuerdo del índice que él había enviado a la imprenta para el número de julio. Todos los autores eran los mismos, sin excepción. Algunos de los títulos de las novelas y cuentos eran los mismos, otros habían sido cambiados.
Antes de empezar a leer, hojeó la revista, mirando las ilustraciones. En cada una de ellas había la misma leve diferencia que había observado en la portada. Habían sido dibujadas por los mismos artistas (o por artistas que tenían los mismos nombres y los mismos estilos), pero eran más vívidas, había más acción en las pinturas. Las muchachas eran más hermosas, y los monstruos más horribles. Horriblemente más horribles.
Empezó por el más corto de los cuentos y lo leyó cuidadosamente, analizándolo. El argumento era el mismo que él recordaba, pero había diferencias en las situaciones y en las descripciones de los lugares. Lo terminó, aún vagamente confundido, pero ya con una idea a medio formar.
Se quedó pensando unos minutos y la idea se aclaró. Ya no leyó las otras historias con tanta atención; pasó las hojas rápidamente, sin prestar atención a los argumentos o a los protagonistas, pero concentrándose en las descripciones y en el ambiente.
Su idea era correcta. La diferencia entre estas obras y las que él recordaba, incluyendo el número de julio de la revista, consistía en que las descripciones y color local de cada una de las novelas, coincidía. Cada autor describía a los marcianos del mismo modo, a los venusinos igual. Las naves interplanetarias eran todas impulsadas por el mismo principio: el que había conocido en el libro de H. G. Wells. Las únicas novelas sobre guerras interplanetarias se referían o bien a la guerra de la Tierra contra Marte, en los primeros días de la colonización planetaria, o al conflicto actual con Arcturus.
Marion Blake había tenido razón, desde luego, al clasificar a
Historias sorprendentes
como una revista de aventuras, no una revista de fantasía científica. La fantasía científica se había convertido (en este loco universo) en realidad. Las situaciones y los ambientes eran auténticos, y había una coherencia general.
Novelas de aventuras, sencillamente.
Tiró el libro encima de la mesa, delante de él, consiguiendo que un bibliotecario le lanzara una mirada llena de reproches.
Pero, pensó, tenían que existir libros de fantasía científica o Borden no estaría planeando lanzar una revista con ese tema. Y si las historias que acababa de leer no eran fantasía científica, entonces, ¿cómo sería la fantasía científica? Tendría que comprar algunas novelas y leerlas.
Tomó el libro sobre Dopelle y lo volvió a mirar con rencor. ¡Dopelle! Odiaba a ese individuó sin conocerlo. Sin embargo, el libro, por mucho que le interesara, tenía que venir en segundo lugar en el plan de lectura que se había formado. ¿Pero debía continuar leyendo? Lanzó una mirada al gran reloj de la Biblioteca y decidió que debía marcharse. Había cosas más importantes que hacer y todas tenían que hacerse antes que oscureciera, antes de que la Niebla envolviera la ciudad.
Tenía que encontrar un lugar para vivir y una forma de ganar dinero; de modo que pudiera seguir comiendo. No se atrevía a llegar al fin de sus recursos hasta que tuviera una manera de conseguir más ingresos.
Sacó la cartera y contó lo que le quedaba de los dos mil créditos (los doscientos dólares, aproximadamente) que el dueño del bar de Greeneville le había dado. Le quedaba la mitad.
Suficiente, quizá, para una semana, si tenía cuidado. Ciertamente no más de ese lapso de tiempo, teniendo en cuenta que necesitaba comprar algunas ropas y artículos de tocador y quien sabe qué más, puesto que no poseía absolutamente nada más que lo que llevaba puesto.
¿O quizá aún poseía en este universo un armario y un tocador llenos de ropas, en un agradable piso de dos piezas en la calle Gresham del Greenwich Village?
Consideró la posibilidad de que eso fuera cierto, y la desechó. El otro Keith Winton que tenía su empleo, probablemente tendría también su piso. Sabía por amarga experiencia que en este mundo no había ningún hueco donde él pudiese encajar exactamente. Tendrá que hacérselo él mismo. La iba a costar bastante trabajo.
¿Pero, dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Por qué?
Apartó estos pensamientos con resolución. Tenían que existir las respuestas, quizá hasta una forma de regresar. Pero la supervivencia estaba primero, y el cerebro tenía que estar despejado para hacer planes, y planes inteligentes. ¿Cuál sería la mejor forma de emplear cien dólares en créditos?
Estuvo pensando y planeando y después de un rato fue al escritorio y pidió prestados al bibliotecario un lápiz y una hoja de papel. Regresó a la mesa y empezó a hacer una lista de las cosas que necesitaba. Resultó una lista muy larga, tanto que casi se descorazonó.
Pero cuando le puso los precios y sumó el valor total, no resultó tan mal como había temido. Podía comprarlo todo por unos cuatrocientos créditos y le quedarían unos seiscientos para vivir. Si buscaba un hotel de segunda y comía en restaurantes baratos, podía mantenerse durante diez días, quizás dos semanas, con ese dinero.
Salió de la biblioteca y fue hasta la tabaquería de enfrente, cuyo teléfono había usado hacía unas pocas horas.
Antes de hacer nada, pensó, debía eliminar aquella remota posibilidad. Buscó Keith Winton en la guía de teléfonos. Su nombre estaba allí, y el número de teléfono y la dirección eran los mismos.
Entró en la cabina del teléfono (ahora no había nadie esperando) y marcó el número. Una voz dijo:
—Aquí Keith Winton.
Keith colgó sin hacer ruido. Ahora ya lo sabía.
Fue hasta el bazar más cercano y empezó a hacer las compras, dándose cuenta de que no podía ser muy exigente si quería mantenerse dentro del presupuesto que se había fijado. Empezó con una pequeña valija de cartón, de la clase más económica que encontró, por veintinueve créditos y medio. Y empezó a tachar artículos de la lista: calcetines, pañuelos, máquina de afeitar, cepillo de dientes.
Unas vendas y un antiséptico para el hombro, lápiz, goma de borrar, una resma de papel blanco y una de amarillo para las copias; la lista parecía interminable. Y cuando añadió tres camisas de una tienda cercana, la valija estaba casi llena.
Se fue a un establecimiento de lavados en seco, donde le limpiaron y plancharon el traje, mientras esperaba en un cuartito en el fondo de la tienda. Se hizo limpiar los zapatos también.
La última compra, que lo dejó con algo menos de seiscientos créditos, fue una docena de revistas de varias clases. Pasó bastante tiempo escogiéndolas, haciendo una selección determinada por el propósito que se había formado.
Y debió ser mientras estaba en la librería, haciendo esa compra final, que la muchedumbre se congregó en la calle. Cuando salió de la librería, la acera estaba ocupada por un gentío que la llenaba completamente hasta el cordón, dejando la calzada libre; de una manzana o dos más adelante en la calle, llegaban los gritos y las aclamaciones.
Keith vaciló un momento y luego se quedó inmóvil, mientras la gente lo empujaba contra la vidriera de la librería. Quería ver qué pasaba, pero estaba mejor allí, subido en el escalón de la tienda, que si trataba de acercarse a la calzada, a través de toda aquella gente, especialmente cargado como iba con la valija y las revistas.
Algo o alguien venía por la calle. Las aclamaciones se hicieron más cercanas. Keith notó que todo el tránsito se había detenido y se había arrimado a las aceras, dejando la parte central de la calzada libre. Dos policías montados en motocicletas se acercaban lentamente, y detrás de ellos venía un coche descubierto con chófer uniformado al volante.
No se veía a nadie en el asiento trasero del coche, pero por encima del auto, a unos dos metros de altura y manteniendo la misma velocidad que el automóvil, había algo.
Era una esfera de metal blanco brillante, un poco mayor que una pelota de baloncesto, completamente esférica y sin ninguna característica determinada.
Los gritos y las aclamaciones aumentaron de volumen a medida que se iba acercando Las bocinas de los coches empezaron a sonar y el ruido se hizo ensordecedor.
Keith pudo entender alguna de las palabras que formaban parte de las rítmicas aclamaciones y reconoció una de ellas: ¡Mekky! ¡Mekky! Y alguien a su lado gritó:
—¡Vence a los arts por nosotros, Mekky!
Y entonces lo increíble sucedió:
Por encima del ruido, Keith escuchó una voz que no era una de las voces roncas que gritaban. Era una voz tranquila y clara, que parecía llegar de todas partes y de ninguna en particular.
—
Una situación muy interesante, Keith Winton
—dijo la voz—.
Ven a verme algún día y vamos a estudiarla.
Keith tuvo un violento sobresalto y miró rápidamente a su alrededor. Nadie lo miraba. Pero su sobresalto había llamado la atención del hombre que estaba a su lado, que ahora se quedó observándolo.
—¿Ha oído eso? —preguntó Keith.
—¿Oír qué? —contestó el hombre.
—Algo… algo respecto a un Keith Winton.
—Usted está loco —dijo el hombre. Dejó de mirar a Keith y se volvió de nuevo hacia la calle, gritando con toda la fuerza de sus pulmones—: ¡Mekky! ¡Mekky! ¡Viva Mekky!
Keith se separó de la pared de la librería y se metió por el estrecho espacio que quedaba entre la gente que se apretaba hacia delante y las personas que se habían arrimado a los edificios. Trató de mantenerse a la altura del coche y de la cosa que flotaba por encima, aquella esfera del tamaño de una pelota de baloncesto. Tenía la extraña sensación de que era aquella cosa quien le había hablado.
Si era así, lo había llamado por su nombre y nadie más que él lo había oído. Y ahora que lo pensaba la voz no había parecido que llegara de la calle; más bien la había sentido dentro de la cabeza. Y había sido una voz clara, pero con un tono mecánico. No parecía una voz humana.
¿Se estaría volviendo loco?
¿O era que ya estaba loco?
Pero lo estuviera o no, y cualquiera que fuese la explicación, sentía un ciego impulso de no perder de vista a… aquella pelota de baloncesto.
Lo había llamado por su nombre
.
Quizá aquella cosa sabía por qué estaba él allí; y qué había pasado con el mundo tal como él, Keith Winton, lo conocía: con el mundo normal donde había habido dos guerras mundiales pero no interplanetarias, en el mundo donde él había sido director de una revista de fantasía científica, la cual (aquí) era una revista de aventuras y el director era alguien que llevaba el nombre de Keith Winton, pero que ni siquiera se parecía a él.
—¡Mekky! —seguía rugiendo la multitud—. ¡MEKKY! ¡MEKKY!
Mekky debía ser el nombre de la esfera. Y quizá Mekky conocía la solución de su problema. Mekky había dicho:
—Ven a verme algún día.
No, algún día no. Si es que existía una solución, él quería conocerla ahora mismo.
Tropezaba con la gente, y la valija golpeaba las piernas de los que lo rodeaban. Le lanzaron palabras furiosas y miradas más furiosas aún. Pero él no prestó ninguna atención ni a unas ni a otras; siguió avanzando con la mayor rapidez posible, y aunque no podía mantener la marcha del coche en la calle, tampoco perdía mucho terreno.
Y la voz volvió a sonar dentro de su cabeza.
—
Keith Winton
—dijo—.
Detente. No me sigas. Te arrepentirás.
Keith empezó a gritar su respuesta por encima del tumulto de las aclamaciones.
—¿Por qué? —gritó—. ¿Quién eres…?
Entonces se dio cuenta que los que lo rodeaban lo estaban oyendo, aun por encima del sonido de sus propias voces, y que empezaban a volverse para mirarlo.
—
No llames la atención
—dijo la voz—.
Sí, puedo leer tus pensamientos. Sí, soy Mekky. Haz lo que has planeado y ven a verme dentro de tres meses.
—¿Por qué? —pensó Keith ahora, desesperadamente—. ¿Por qué tanto tiempo?
—
Hay una crisis en la guerra
—dijo la voz—.
La supervivencia de la raza humana está en peligro. Los arturianos pueden aún ganar la guerra. No puedo perder tiempo contigo ahora.
—Pero ¿qué voy a hacer mientras tanto? —dijo Keith.
—
Haz lo que has planeado
—dijo la voz—.
Y sé cuidadoso, más cuidadoso de lo que has sido hasta ahora. Estás en peligro a cada momento.
Keith trató desesperadamente de formular dentro de su mente la pregunta que le daría la solución que buscaba.
—Pero ¿qué ha sucedido? ¿Dónde estoy?
—
Más tarde
—dijo la voz dentro de su cerebro—.
Más tarde trataré de resolver tu problema. Todavía no conozco la solución, aunque percibo el problema con claridad a través de tu mente.
—¿Es que estoy loco?
—
No. Y no cometas ningún error que te sería fatal. Esto es real, no es una ilusión de tu imaginación. El peligro que te rodea es real, y este mundo es completamente real. Si te matan aquí, estarás bien muerto.
Hubo una pausa de unos segundos, y entonces:
—
No puedo concederte más tiempo. Por favor, deja de seguirme.
Abruptamente, en el cerebro de Keith, antes de que pudiera lanzar otra frenética pregunta y antes de que pudiera oír de nuevo los sonidos de las voces que seguían gritando y las sirenas de los coches, se hizo el silencio completo. Lo que había penetrado en su mente se había marchado. Supo, sin saber cómo lo sabia, que la conversación había terminado, y comprendió que era inútil formular más preguntas. Sería inútil porque no habría contestación.