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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

Una virgen de más (30 page)

—¡Tal vez quiere todo el honor para ella sola!

—¿Le has contado que Gaya ha desaparecido? —Cecilia se mostraba inquieta. Yo estaba tenso—. Si Gaya se sentía bien con ella y se ha fugado de vuestro hogar, quizás aparezca en casa de Terencia.

—¡Oh! Ya nos habríamos enterado.

—¿Dónde vive Terencia?

—La casa de su marido queda a veinte millas de Roma. —Demasiado lejos como para que una niña haga el viaje sola sin problemas, aunque se sabe que los fugitivos cubren distancias asombrosas.

—Necesitaré una dirección.

Cecilia dio la impresión de sonrojarse.

—No es necesario; Gaya sabía muy bien que Terencia está ausente de casa en este momento.

—¿Cómo? ¿Está en Roma?

—Viene a veces…

No entendía por qué se demoraba Cecilia.

—Escucha, estoy repasando la lista de personas a las que podría recurrir Gaya.

La mujer aún parecía abrumada y apenada. Había cogido la miniatura de un toro de la casa de campo de Gaya y se dedicaba a retorcerla entre los dedos en un gesto obsesivo. Me di cuenta de que estaba mintiendo en algo, pero le dejé pensar que me lo había tragado.

—¿Ha informado a su marido de que Gaya ha desaparecido?

—No se me permite ponerme en contacto con él.

—¡Oh, vamos! Esto no es sólo suficientemente importante, sino que sé que esta misma semana le has escrito para decirle que su tía deseaba verle. —Cecilia se volvió hacia mí—. He conocido a tu esposo. Él mismo me lo dijo.

—¿Qué te dijo? —murmuró Cecilia con un cuidado casi excesivo. ¿Temía que Escauro hubiera criticado su conducta matrimonial?

—No tienes de qué alarmarte. Hablamos sobre todo de una cuestión de tutorías…

—No puedo hablar de eso —me interrumpió con expresión horrorizada.

Como consideraba que el cuento ridículo que me había contado Escauro era falso, me sobresaltó la reacción de Cecilia. ¿Había alguna otra cuestión de tutorías distinta de la que planteaba la ex vestal? Empecé a ponerme duro.

—Laelio Escauro vino a la ciudad esta semana para ver a su tía y a otros miembros de su familia. Y bien, ¿qué hay de verdad en eso?

Cecilia movió la cabeza en un enérgico gesto de desacuerdo:

—No fue más que un consejo familiar.

—¿Por algo relacionado con Gaya?

—No, no tiene nada que ver.

—¿Y Terencia Paula? ¿Está creando problemas?

—Para ser justos con ella, no.

—Entonces, ¿dónde está el problema?

—No hay ninguno —volvió a mentir. ¿Por qué?

—¿Crees que ese «ninguno» perturbó a Gaya?

—Sólo se trataba de algo que había que arreglar, un asunto legal —suspiró la madre de la pequeña desaparecida—. Terencia quería que consultáramos a mi esposo; el padre de Escauro, en cambio, pensaba que éste no debía intervenir.

—¿Qué opinas tú?

—¡Escauro es un inútil! —se lamentó con gran violencia—. Siempre lo ha sido. —Durante un instante, dio la impresión de estar agotada de sus esfuerzos por salir adelante. Ahora entendía por qué la mujer se había tomado con cierto alivio, tal vez, la partida de Roma de su marido. Tras este breve asomo de frustración, Cecilia hizo un intento de desviar mi pregunta—: Muchas de las cosas que Gaya tiene aquí son regalos de tía Terencia y tío Tiberio.

Yo insistí:

—¿Tío Tiberio? ¿El que fue marido de Terencia Paula? ¿El que murió? ¿Murió recientemente?

Otra mirada de preocupación cruzó las pálidas facciones de Cecilia.

—Sí, hace muy poco.

—De ahí la necesidad de reunir al consejo familiar, ¿verdad?

Dio la impresión de que la había pillado con la guardia baja.

—Bien, sí. Fue preciso convocarlo a raíz de esa muerte.

—Cuando mi hermana vino aquí por primera vez a visitarte, toda la familia estabais en un funeral. ¿Era tal vez la cremación del marido de Terencia? —La expresión de Cecilia así lo confirmó, aunque tenía cara de asombro; tal vez esto tenía que ver con el enfado del ex flamen por la visita de Maya—. Disculpa la pregunta, pero ¿no es inusual que una vestal se case, al término de su servicio?

—Sí.

—Qué respuesta más lacónica. ¿Fue eso, pues, otra causa de conflictos?

—¡Oh, sí! —respondió Cecilia con una repentina explosión de emociones—. Sí, Falco. ¡Eso ha causado más conflictos de lo que imaginas!

Esperé una explicación pero el drama había sido suficiente para ella. Se le notaba un asomo de desafío, como si se alegrara de haber hablado, pero después de esto, había enmudecido. Pensé en algo que pudiera explicar unas cuantas cosas:

—Cuando las vestales se jubilan, suelen ser recompensadas por el emperador con una considerable dote, ¿no es así?

Recuperada la compostura, Cecilia se mostró de acuerdo con un mudo gesto de la cabeza:

—Sí, la tía Terencia tenía una buena dote en dinero, pero no era eso lo que atraía a tío Tiberio, que también era un hombre riquísimo.

—¿Y cuál era ese atractivo? —pregunté. ¡Mala jugada, Falco! Cecilia adoptó una expresión ofendida y yo me corregí sobre la marcha—: Y ahora que está muerto, ¿Terencia hereda sus riquezas?

—Probablemente. No creo que la viuda haya pensado en eso. Ha estado demasiado ocupada con otros asuntos.

—Todo lo que oigo acerca de Terencia apunta a que tiene bien controlada su situación financiera… ¿Qué asuntos?

—Negocios de familia, nada más… ¿Pero qué tiene que ver eso con lo de encontrar a Gaya?

Cecilia era más inteligente de lo que aparentaba a primera vista. Ahora estaba aprendiendo a rehuir las preguntas. Me pareció muy bien; quizá me resultara útil fijarme en cuáles evitaba y cuáles no.

Por suerte, me vino a la cabeza una pregunta que no tenía pensada:

—¿Te gustaba tío Tiberio?

—No. —El monosílabo fue rotundo y conciso. La miré.

—¿Por qué? —pregunté con un tono de voz indiferente. Luego, al ver que no contestaba, añadí en tono más seco—: ¿Acaso te hizo proposiciones a ti?

—Sí, me las hizo. —Su tono de voz era tenso. Para mí, aquélla era una revelación inesperada.

—Unas proposiciones que tú rechazaste, ¿verdad?

—¡Por supuesto! —fue su réplica, irritada esta vez.

—¿Sucedió eso después de la boda?

—Sí. Llevaba casado con tía Terencia un poco más de un año… Era un tipo asqueroso. Pensaba que todas las mujeres estaban a su disposición y, por desgracia, tenía la habilidad de convencer de ello a muchas, a demasiadas.

Cuando Cecilia enmudeció otra vez, vi que temblaba ligeramente. Los pensamientos se me dispararon. ¿El difunto no era más que un típico maníaco sexual que acosaba a mujeres casadas? ¿O acaso había en él algo peor?

—Por favor, Cecilia Paeta, no te inquietes, pero tengo que hacerte una pregunta muy desagradable. Si la situación era ésa, ¿existe alguna posibilidad de que ese horrible Tiberio intentara propasarse con la pequeña Gaya?

Cecilia se tomó un largo rato en contestar, aunque encajó la pregunta con más calma de lo que yo me pensaba. Cecilia era su madre, al fin y al cabo; una mujer un tanto atolondrada en algunas cosas, pero que no había dudado en ningún momento en lanzarse a proteger a su pequeña.

—Eso me inquietaba —murmuró despacio—, y he llegado a pensar que podía suceder, pero no. Sé que esas cosas pasan, sobre todo con las esclavas jóvenes, pero cuando reflexioné sobre ello, tuve la certeza de que tío Tiberio no tiene el menor interés en las niñas. —Hizo una pausa y luego se obligó a añadir, a duras penas—: De todos modos, yo temía que la situación se hiciera más incómoda con el paso del tiempo, cuando Gaya creciese, pero Tiberio ya ha muerto y, por lo tanto, no es preciso seguir preocupada, ¿verdad?

—Así pues, ¿seguro que Gaya no se ha escapado de casa por culpa de tío Tiberio?

—Seguro. Gaya, por supuesto, sabe que Tiberio ha muerto. ¿Deseas algo más de mí, Falco?

Comprendí que la había puesto a prueba suficientemente. Yo había progresado más de lo que esperaba, aunque no entendiera todo el significado de alguna de sus respuestas. Entendí que la conversación había sido especialmente atormentadora para Cecilia. Numentino debía de haberla sometido a una gran presión para que no me contara nada sobre los asuntos familiares, pero no habíamos hecho otra cosa que sondear en más secretos de los que el anciano habría deseado.

—Sí, gracias. ¿Puedo hacerte una sugerencia? Escauro merece saber lo sucedido con Gaya. Mándale noticias hoy mismo. Y respecto a los acosos de tío Tiberio, no te guardes eso para ti sola. Cuéntaselo a alguien.

Cecilia se permitió una mueca de agradecimiento. Mientras abandonaba la estancia precipitadamente, murmuró:

—Tienes razón. Ya lo he hecho.

Y antes que pudiera preguntarle quién era su confidente, ya había desaparecido.

XXXIII

Ya que estaba allí, eché un vistazo al resto de los dormitorios del pasillo. Una esclava andaba limpiando el suelo con esponjas y, como era evidente que mi escolta había sido escogido a propósito por su inutilidad, la mujer dejó el cubo y me indicó quién utilizaba cada cuarto; todos eran miembros de la familia. Siempre resulta entretenido explorar los armarios y los dormitorios de otras personas, sobre todo cuando no se les ha dicho que alguien va a hurgar en ellos. Los ladrones deben de pasar momentos muy divertidos. Pero, por supuesto, mis labios estaban sellados. Había prometido confidencialidad al ex flamen y éste no era un hombre al que conviniera irritar.

Cecilia y la pareja tenían habitaciones grandes y bien equipadas. La de Cecilia estaba extremadamente limpia, como si pasara en ella mucho tiempo y por eso quisiera tenerla como los chorros del oro. ¿Es que se ocultaba de la familia? Bien, quizá se trataba solamente de que tenía una doncella que se lo organizaba bien. El pomonalis y su esposa tenían su estancia más abarrotada; a juzgar por las cajas apiladas a lo largo de una pared, daba la impresión de no haber terminado todavía de desembalar todas sus cosas después del traslado forzoso. Ariminio utilizaba una desdichada variedad de gomina para el cabello. Me extendí un poco de esa gomina en la mano y luego me resultó muy difícil quitarme el fuerte olor. Era azafrán, pero podría haber sido ajo.

Tuve que mandar por una palanqueta para abrir las cajas selladas, aunque sólo fuera para dejar constancia de que había hecho un registro a fondo. Y como Gaya me había contado que su familia quería matarla, lo que estaba haciendo me tenía sobre ascuas. En cualquier momento podía descubrir un cadáver escondido.

De momento, me desagradaba el ambiente en el que estaba, pero la historia de Gaya seguía pareciéndome difícil de creer. Aquélla era una familia en permanente agitación, pero no había ninguna prueba fehaciente de auténtica malicia. Pedí al esclavo que me escoltaba que fuese a buscar a la niñera de Gaya. El hombre lo hizo a regañadientes.

—Ése no es de los que buscan las alegrías de la vida —dije con una sonrisa a la mujer de las esponjas—. ¿Me queda algo por ver aquí?

—Hay una habitación más al doblar la esquina.

—¡Oh! ¿Y quién duerme allí habitualmente?

La esclava, una mujer obesa, avanzó delante de mí para indicarme la puerta de la habitación que acababa de mencionar. Tenía el mismo tamaño que las otras pero la decoración mostraba algunas sutiles mejoras. En lugar de simples esteras de lana italiana, había alfombras egipcias junto a la cama, elevada sobre una tarima. En una cómoda había ropas femeninas perfectamente dobladas, aunque los armarios empotrados estaban vacíos. Sobre una repisa, junto a un vaso de alabastro verde que contenía un perfume más fragante que el de la gomina de azafrán que todavía me acompañaba cuando me acercaba la mano, había un peine con varios cabellos largos, canosos, entre las púas.

Miré a la esclava y ella me devolvió la mirada. Apretó los labios. Y, sin apartar la vista de mis pupilas, anunció:

—Hemos tenido visita que ha ocupado esta alcoba.

—Eso parece un poco raro —apunté con franqueza. Aquella mujer era todo un carácter. La esclava asintió, admirada de su propia actuación—. Alguien te ha dicho que me contaras eso.

—Esas personas vivían fuera de Roma —añadió ella, como si acabara de recordar su papel—. Una de ellas murió y ya no han vuelto más.

—Y los nombres de esos misteriosos visitantes, ¿no serían Terencia y Tiberio…? —La mujer respondió con un lento gesto de asentimiento—. Y te han dicho que no hablaras de ellos conmigo, ¿verdad? —La esclava asintió de nuevo y yo dirigí una mirada a mi alrededor—. ¿Sabes?, creo que alguien ha estado aquí hace muy poco. Alguien que se marchó a toda prisa y dejó la casa en un palanquín, coincidiendo con mi llegada, imagino. ¿Por qué, pues, los Laelios están tan interesados en desviar mi atención para que no me entere de que Terencia Paula ha sido recientemente una invitada de la casa?

Por desgracia, allí terminó la pantomima. Yo esperaba que la esclava se extendiera sobre el tema por propia iniciativa, pero cuando se lo pregunté, se limitó a negar con la cabeza en gesto que no admitía controversia. Aun así, yo sabía agradecer como es debido una pista anónima (y, creedme, allí las pistas estaban esparcidas de tal manera que me mostré más generoso de lo habitual cuando metí la mano en la bolsa). Pero el problema de los indicios indirectos de esa clase es que uno nunca consigue descifrar su significado.

—¿Tienes alguna idea de qué le ha sucedido a la pequeña? —le pregunté con tono conspirador.

—Si la tuviera, se la diría, señor.

—¿Sabes si es especialmente amiga de alguien, aquí?

—No. Gaya nunca ha tenido amigas, que yo sepa. En fin —dijo con una risita despectiva mi nueva confidente—, no hay mucha gente que cumpla los estrictos requisitos que exige esta familia, ¿verdad?

El esclavo que me habían asignado volvía ya con una muchacha que debía de ser la niñera de Gaya.

—¡Me sorprende que te dejen entrar! —se burló la esclava de la limpieza al tiempo que daba unos pasos vacilantes para volver al trabajo.

XXXIV

La niñera de Gaya, una esclava de algún lugar perdido de Oriente, llamaba la atención por su aspecto: bajita, de constitución robusta, de piel morena y muy velluda. Probablemente adoraba a dioses de nombres ásperos y cinco sílabas y de costumbres caníbales. Tenía aspecto de descender de arqueros vestidos con pantalones que montaban caballos a pelo y disparaban hacia atrás furtivamente. De hecho, incluso sin intención de mostrarme desagradable, sus facciones casi insinuaban que uno de sus progenitores había sido un caballo.

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