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Authors: Jens Lapidus

Tags: #Policíaca, Novela negra

Una vida de lujo (64 page)

BOOK: Una vida de lujo
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—¿Por qué no me dejas decir lo que tengo que decir y luego eliges?

—No, preferiría no saber nada. Entraría en un conflicto de intereses con otras reglas de la abogacía, lealtad hacia mi cliente y esas cosas. ¿Lo entiendes? Habría problemas. Tendrás que marcharte. Ahora mismo. Lo siento.

Jorge no sabía qué hacer. El puto abogado estaba pasando de él delante de sus narices. Menudo cabrón.

—Al menos puedes escuchar —dijo.

El abogado se puso en pie.

—No, gracias.

Jorge levantó la voz.

—Sé que Babak, de alguna manera, ha conseguido pasar un montón de mentiras a una persona que se llama el Finlandés. Pero le puedes decir lo siguiente: quiero que retire lo que haya podido decir. Quiero que le diga al Finlandés que deje de cazarme.

El abogado ya le había abierto la puerta.

—Dile que, si lo hace —continuó Jorge—, estoy dispuesto a ayudarle. Dile que se ponga enfermo y que venga a Huddinge. Tú se lo dices y yo me ocupo del resto.

—No, gracias. Ya es hora de que te marches.

El abogado cogió a Jorge del brazo.

Jorge se puso en pie. A regañadientes.

—Dile sin más que trate de llegar a Huddinge y que le daré cien billetes.

Jorge le acercó el móvil. La foto del dinero delante de la cara de Burtig.

El abogado echó a Jorge a empujones.

—Y a ti te daré cincuenta —dijo Jorge.

El abogado Jörn Burtig ni se molestó en mirar la foto.

Capítulo 59

P
odían haber detenido a Jorge ayer, cuando Hägerström quedó con él. Jorge le había explicado qué había pasado. Parecía que Babak había largado un montón de mierda sobre Jorge. Después se había filtrado de alguna manera. El lío ya estaba montado, en plan muy chungo. Un loco hijo de puta llamado el Finlandés había secuestrado a su hermana y a su sobrino.

Jorge había intentado hablar con el abogado de Babak, pero este había pasado de él. Ahora estaba al borde de un ataque de nervios. Hägerström lo veía en sus ojos, estaban inyectados en sangre, abiertos como platos, intensos. Desesperación mezclada con pánico.

Torsfjäll casi se había meado en los pantalones. Ahora iban a poder detener al Finlandés también. Esto sería un gran paso hacia delante para la policía de Estocolmo. Y un ascenso garantizado para Hägerström. Una enorme victoria de la sociedad frente a los delincuentes.

Pero Jorge no quería que le ayudara con el Finlandés. Dijo que tenía que liberar a Javier.

—Escucha, todos mis
homies
están en Tailandia. Necesito sacar a Javier. Luego espero que él pueda ayudarme con ese puto Finlandés. Y tú también igual puedes ayudar. Pero primero hay que sacar a Javier.

Jorge salpicaba a Hägerström de saliva mientras hablaba.

—¿Quieres ayudarme? Te pagaré en cuanto llegue a Tailandia.

El corazón de Hägerström le dio un vuelco. Liberar a Javier: se vio a sí mismo y a Javier en su casa. Riéndose, besándose, abrazándose.

Por otro lado, era una idea totalmente demencial. Las liberaciones siempre eran peligrosas. Ingredientes como amenazas, armas, violencia. Tenía que hablar con Torsfjäll.

Al mismo tiempo, ya sabía qué iba a contestar.

Prometió considerarlo y llamó a Torsfjäll directamente.

El comisario había cancelado la detención de Jorge nada más saber que el Finlandés estaba al alcance de la mano. Pero esto, un intento de rescate, resultaba una sorpresa incluso para él. Le preguntó si Hägerström estaba seguro de que les llevaría al Finlandés.

Hägerström no podía estar seguro al cien por cien, pero aun así. La hermana y el sobrino de Jorge estaban en manos de ese Finlandés. Y Jorge le había dicho que necesitaba ayuda para liberar a Javier. Todo ello tenía que conducir al Finlandés.

De hecho, a Hägerström le daba igual si llevaba o no al Finlandés. Tenía tantas ganas de volver a ver a Javier…

Ahora él y Jorge estaban en la sala de espera de otro bufete de abogados, Skogwall & Socios. Bert T. Skogwall, que era el abogado de Javier, les recibiría en breve.

Las paredes estaban forradas de paneles de roble. Pesadas butacas de cuero estilo inglés descansaban sobre las alfombras hechas a mano. Los focos del techo iluminaban los cuadros antiguos.

A Hägerström le recordaba a la sala de espera de su padre.

Tres minutos más tarde entraban en la habitación de la esquina de la planta más exclusiva, es decir, la de las oficinas de los abogados. Daba a las calles Kommendörsgatan y Grevgatan. Era una dirección que Lottie habría aprobado.

La habitación estaba decorada por un perfeccionista. O bien el abogado Bert T. Skogwall era un genio para la combinación de colores o bien se le daba bien contratar a los mejores diseñadores de decoración de interiores. Las paredes eran de color verde oliva. En las estanterías había una colección de libros jurídicos con lomos de diferentes tonos de marrón. Delante de algunas estanterías había puertas de cristal opaco: detrás de ellas se atisbaban más libros. Sobre el suelo había una antigua alfombra de Isfahán. El hecho de que estuviera desgastada hacía que pareciera aún más exclusiva. Detrás del escritorio colgaban dos cuadros. En ambos había grandes círculos de color de diferentes matices. Podrían ser de Damien Hirst.

Hägerström se sentó. Tenía el móvil encendido en el bolsillo.

Pensó en su hermano. Bert T. Skogwall tenía un aspecto distinto. Carl siempre llevaba traje oscuro y corbatas de colores apagados. Evidentemente, el abogado que estaba delante de Hägerström y Jorge no veía mucho sentido en el viejo dicho de
esse non videri
.
[88]

En lugar de eso, Skogwall llevaba una camisa rosa, pantalones amarillos y corbata verde. Los gemelos eran gigantescos y en el alfiler de la corbata había un brillante que parecía sacado del anillo de compromiso de Tin-Tin. Es decir, de por lo menos dos quilates.

Hägerström pensó: «Este abogado se parece a la caja de pinturas de Pravat».

—¿Sabes quién soy? —preguntó Jorge.

Bert T. Skogwall hablaba con un acento indefinible.

—Por supuesto. Eres Jorge Salinas Barrio. Conocido por tu última huida por los tejados de Estocolmo. Arrestado in absentia. Eres uno de los sospechosos del mismo delito que mi cliente, Javier.

Jorge asentía con la cabeza al compás de los datos pronunciados por el abogado.

—Y ahora quiero saber qué quieres.

—Solo quiero que le pases un mensaje a Javier. Solo dos frases.

—Ya sabes que tiene restricciones.

—Sí, lo sé. ¿Supone eso un problema?

El abogado giraba una pluma con los dedos. Parecía ser de oro.

—Depende. Es muy arriesgado meter y sacar información. Está en juego mi título de abogado.

—Lo sé. Pero yo no me complico la vida. Si tú me ayudas, yo ayudaré a tu cliente.

—Suena bien. Pero necesito saber qué saco yo de todo esto.

Jorge puso un sobre en la mesa. El abogado lo cogió. Lo abrió con cuidado, miró el contenido. Toqueteó y contó los billetes que Jorge había metido.

Metió el sobre en su bolsillo interior.

—Vale, ¿qué es lo que quieres comunicar?

—Tiene que conseguir que lo trasladen al hospital psiquiátrico penitenciario de Huddinge. Y me vas a informar de cuándo lo hacen exactamente.

Los oídos de Hägerström estaban más abiertos que los de un conejo a punto de ser cazado. El equipo de escucha, al rojo vivo.

El abogado levantó las cejas.

—Eso último de que tengo que informar no formaba parte del trato.

—Puede que no —dijo Jorge—. Pero hemos grabado esta conversación en un móvil. Así que ya forma parte del trato.

Capítulo 60

I
van Hasdic se había ido a casa. Sus últimas palabras:

—Quiero que sepas que siempre eres bienvenida en nuestra casa si las cosas no salen como esperas por aquí. Nosotros te cuidaremos hasta que las cosas se tranquilicen.

Natalie le besó las mejillas. En la cabeza: otra imagen, una esperanza. Después de hacer lo que había que hacer, todo se tranquilizaría rápidamente. Los tipos de Stefanovic dejarían de dar guerra. Su economía recuperaría su funcionamiento normal o mejoraría. Sus hombres podrían centrarse en sus trabajos normales otra vez: contrabando, venta de anfetaminas, recaudación rutinaria.

Hoy JW iba a apretar los botones, hacer las llamadas, enviar los
e-mails
. Enviaría faxes a sus monos, que era el nombre que él daba a la gente que administraba los medios allá abajo. Esperaba transferir los ocho millones al completo a cuentas vinculadas a otras cuentas, vinculadas a su vez a otras cuentas. Unos y ceros transferidos mucho más allá del alcance de los clientes. El dinero iba a pasar por el filtro de tantos bancos, oficinas de cambio, trusts y jurisdicciones que sería más difícil de encontrar que una lente de contacto perdida en el suelo del Hell’s Kitchen un sábado por la noche. Y, además, las huellas llevarían a ese viejo llamado Gustaf Hansén. Su nombre estaba en una gran cantidad de documentos relacionados con las primeras cuentas de la cadena. Muchas de las autorizaciones enviadas por fax en el día de hoy tenían pinta de haber sido firmadas por él. Gran parte de las operaciones en Internet hoy: verificadas por códigos que él había solicitado. No todo el mundo se dejaría engañar, pero Natalie se ocuparía del resto.

Y a cambio quería el diez por ciento.

Pero lo más importante de todo: mañana iban a quedar con los rusos y con Stefanovic.

Al final, JW había conseguido organizar una reunión. Natalie quería ocuparse del traidor entonces. Ya sabía cómo.

Esa noche estaba en la habitación de seguridad.

No podía dormir. La habitación era de unos veinte metros cuadrados. Apenas cabían un sofá-cama, dos sillas y una pequeña mesa. El colchón del sofá-cama estaba sacado: era duro e incómodo. Encendió la lámpara de la mesilla, miró a su alrededor.

En la pared de enfrente había cuatro pequeñas pantallas. Una de ellas mostraba lo que la cámara que estaba colocada sobre la puerta de entrada estaba grabando: el camino de grava, la verja un poco más adelante. En la segunda aparecía la perspectiva desde la puerta trasera: la terraza, una parte del jardín, el césped iluminado. En la tercera se veían las escaleras que bajaban a la bodega. Se veían los cuadros, entre ellos el retrato del rey de su madre, y el pasamanos de bronce amarillo. La última pantalla mostraba lo que veía el ojo de la cámara que estaba colocada sobre la puerta de la habitación de seguridad, la bodega con el sofá, la pantalla de cine que colgaba del techo y la cinta de correr. Las ventanas que estaban junto al techo tenían rejas. En una butaca estaba Adam con su teléfono móvil. Estaba despierto.

Junto a las pantallas había un teléfono y, a su lado, un folio plastificado con números de teléfono: SOS, la policía, Adam, Sascha, Patrik, Göran, Thomas. El nombre de Stefanovic estaba arriba del todo, pero había sido tachado. Había un botón de alarma para alertar a G4S y otros botones para activar el sistema de alarma de la casa. En un colgador aparecía un teléfono móvil y una linterna Maglite. En una esquina había un extintor. De un gancho colgaban dos máscaras antigás y de otro gancho, una pistola eléctrica.

En el suelo había una caja de plástico. Sabía lo que había dentro: cuatro botellas de agua, una bolsita de frutos secos, pan duro con queso fundido y algunas conservas. Había un kit de primeros auxilios, un neceser, un paquete de toallitas húmedas, un cargador para el móvil y un mapa de Estocolmo. También había una muda para Natalie.

La idea era que tenía que ser posible aguantar por lo menos veinticuatro horas allí dentro.

Pensó en lo que Thomas había dicho:

—Si pasa algo, primero tienes que intentar huir. La habitación de seguridad es solo el ultimísimo recurso, no es un refugio a prueba de bombas. Solo puede impedir que entre un intruso por un tiempo, hasta que lleguemos nosotros o la policía.

Natalie trató de relajarse. Stefanovic o el Lobo Averin no deberían intentar algo esta noche; mañana había una reunión con Moscú. Cara a cara, solo ella, Stefanovic, JW y los rusos.

Esta noche no debería suceder nada.

Aun así, no podía dormir.

Había tanto silencio en la casa. Volvió a mirar una de las pantallas: Adam todavía estaba despierto.

Arriba había otro guardaespaldas, Dani, por si acaso.

Su madre estaba en Alemania. Natalie la había enviado a ver a algunos de sus familiares hacía diez días. No habían hablado desde entonces. Mejor así.

Pensó en Semion Averin. Tenía un aspecto tan confiado y relajado en la borrosa imagen que la cámara de seguridad había captado de él, conduciendo el Volvo. Tenía un aspecto más confiado aún en la foto del pasaporte a nombre de John Johansson. Como si no hubiera nada en el mundo que pudiera perturbarlo. La actitud de Averin le recordaba a su padre. ¿Y ella?, ¿podría llegar a alcanzar la misma confianza en sí misma? Quizá.

Pensó en una ocasión en la que había acompañado a su padre a Solvalla. Con ellos estaban dos tipos del departamento de urbanismo y medioambiente del ayuntamiento; su padre quería ampliar el chalé.

Había un ambiente agradable en el aire. Anuncios de los seguros de animales de Agria empapelaban toda el área. Perritos calientes, cerveza y cupones de apuestas en las manos de todo el mundo. Los altavoces anunciaban las carreras del día. Natalie tenía diecisiete años.

Estaban en el bar-restaurante Kongressen: un restaurante de carta de siete pisos, justo por encima de la línea de meta. Era la mejor zona de Solvalla: manteles blancos, moqueta, música baja de fondo, pantallas de plasma y un montón de cupones sobre las mesas. La mayoría de la gente alrededor eran cincuentones o sesentones, igual que los tipos del ayuntamiento que estaban zampando foie-gras y sorbían champán frente a su padre y Natalie.

Los altavoces pregonaban el evento especial del día. El caballo de Björn y Olle Goop iba a dar una vuelta de honor delante del público. La gente aplaudía.

Natalie no estaba interesada. Observaba a los hombres alrededor de la mesa.

Hablaban de licencias de obra, planificación de detalles y Dios sabía qué otras cosas. En realidad, no escuchaba, pero recordó cómo uno de los tipos decía:

—Me parece importante que haya vida en Näsbypark. Que no sea difícil para la gente reformar sus casas para que se ajusten a su forma de vida.

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