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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

Una reina en el estrado (34 page)

¿Se ha dirigido alguna vez así el mariscal conde de Inglaterra al primer magistrado de la cámara? En la cámara del consejo, Norfolk examina los asientos, se aposenta en uno que le parece bien.

—Eso es lo que él hace, sabéis —le hace una mueca, hay un atisbo de colmillo—. Estás muy seguro, con los pies asentados en el suelo, y el va y retira el suelo de pronto de debajo de ti.

Él asiente, sonriendo resignado. Entra Enrique, se sienta como un gran bebé enfadado en un sillón situado a la cabecera de la mesa. No mira a nadie a los ojos.

Ahora: tiene la esperanza de que sus colegas conozcan sus deberes. Se lo ha dicho bastante a menudo. Halagad a Enrique. Suplicad a Enrique. Imploradle que haga lo que sabéis que debe hacer de todos modos. Así cree tener elección. Así se siente gratamente satisfecho de sí mismo al pensar que está considerando, no sus propios intereses, sino los tuyos.

Majestad, dicen los consejeros. Por favor. Considerad favorablemente, por el bien del reino y del pueblo, las ofertas serviles del emperador. Sus súplicas y gemidos.

Esto ocupa quince minutos. Finalmente, Enrique dice: bueno, si es por el bien del pueblo, recibiré a Chapuys, continuaremos las negociaciones. Yo debo tragarme, me imagino, cualquier ofensa personal que haya recibido.

Norfolk se inclina hacia delante.

—Consideradlo como un trago de medicina, Enrique. Amargo. Pero no lo escupáis, por el bien de Inglaterra.

Una vez planteado el tema de los médicos, se discute el asunto del matrimonio de lady María. Ella continúa quejándose, siempre que el rey la traslada, de aire insano, comida insuficiente, insuficiente consideración de su intimidad, molestos dolores en los miembros, jaquecas y desánimo. Sus médicos han aconsejado que la cópula con un hombre sería buena para su salud. Si el espíritu vital de una joven se queda encajonado, se vuelve pálida y flaca, pierde el apetito, empieza a debilitarse; el matrimonio es para ella una ocupación, olvida con él sus pequeños males; el vientre se mantiene anclado y dispuesto para el uso, y no muestra esa tendencia a vagar por el cuerpo como si no tuviese nada mejor que hacer. En ausencia de un hombre, lady María necesita ejercicio intenso a caballo; difícil, para alguien en arresto domiciliario.

Enrique carraspea finalmente y habla.

—El emperador, no es ningún secreto, ha tratado con sus propios consejeros el asunto de María. Le gustaría que se casase fuera de este reino, con uno de sus parientes, dentro de sus propios dominios. —Aprieta los labios—. Yo no permitiré de ninguna manera que salga del país; en realidad no permitiré que vaya a ningún sitio, mientras su comportamiento conmigo no sea el que debería ser.

Él, Cromwell, dice:

—La muerte de su madre está aún reciente para ella. No tengo la menor duda de que comprenderá cuál es su deber, en estas próximas semanas.

—Qué agradable oíros hablar al fin, Cromwell —dice monseñor con una sonrisilla—. Lo más frecuente es que vos seáis el primero que habla, y el último, y el que ocupa todo espacio intermedio, de tal modo que nosotros, consejeros más modestos, nos vemos obligados a hablar
sotto voce
, si es que llegamos a hablar, y a pasarnos notas entre nosotros. ¿Podemos preguntar si esta novedosa reticencia vuestra se relaciona, de algún modo, con acontecimientos de ayer? Cuando Su Majestad, si no recuerdo mal, puso un freno a vuestras ambiciones…

—Gracias por eso —dice, lisamente, el Lord Canciller—, mi señor Wiltshire.

—Señores míos —dice el rey—, el tema es mi hija. Lamento tener que recordároslo. Aunque no estoy seguro ni mucho menos de si este tema debería tratarse en consejo del rey.

—Si fuera yo —dice Norfolk—, subiría hasta donde está María y la obligaría a hacer el juramento, le pondría la mano encima del Evangelio y se la aguantaría allí, y si no hiciera el juramento al rey y a la hija de mi sobrina, le machacaría la cabeza contra la pared hasta que le quedase tan blanda como una manzana asada.

—Gracias de nuevo —dice Audley—, mi señor Norfolk.

—En cualquier caso —dice con tristeza el rey—, no tenemos tantos hijos que podamos permitirnos que el reino pierda uno. Preferiría no separarme de ella. Un día será conmigo una buena hija.

Los Bolena se retrepan en sus asientos, sonriendo, al oírle decir al rey que no busca ningún gran enlace en el extranjero para María, que ella no tiene ninguna importancia, que es una bastarda de la que uno se ocupa sólo por caridad. Están muy satisfechos con el triunfo que les proporcionó ayer el embajador imperial; y están exhibiendo su buen gusto por no ufanarse de ello.

En cuanto termina la reunión, Cromwell se ve acosado por los consejeros: salvo por los Bolena, que se van en la otra dirección. La reunión ha ido bien; él ha conseguido todo lo que quería; Enrique está de nuevo dispuesto a firmar un tratado con el emperador: ¿por qué se siente entonces tan inquieto, tan agobiado? Aparta a sus colegas, aunque de forma educada. Necesita aire. Enrique pasa a su lado, se detiene, se vuelve, dice:

—Señor secretario. ¿Queréis venir conmigo?

Caminan los dos. En silencio. Corresponde al príncipe, no al ministro, introducir un tema.

Él puede esperar.

Enrique dice:

—¿Sabéis?, me gustaría que fuésemos a algún bosque, un día, como hemos dicho, a hablar con los herreros.

Él espera.

—He recibido varios dibujos, dibujos matemáticos, y consejos sobre cómo se puede mejorar nuestra artillería, pero, a decir verdad, no soy capaz de sacar de ello todo el provecho que podríais sacar vos.

Más humilde, piensa él. Un poco más humilde aún.

Enrique dice:

—Vos habéis estado en los bosques y habéis conocido a los carboneros. Recuerdo que me dijisteis una vez que eran gente muy pobre.

Él espera. Enrique dice:

—Debe uno conocer el proceso desde el principio, pienso yo, se esté haciendo una armadura o una pieza de artillería. No vale de nada pretender que un metal tenga ciertas propiedades, un temple determinado, si no sabes cómo se hace, y las dificultades con que se puede encontrar el artesano. Pero, bueno, yo nunca he sido tan orgulloso como para no sentarme y estar una hora con el que hace el guantelete, el que protege mi mano derecha. Debemos estudiar, creo, cada clavo, cada remache.

¿Y? ¿Sí?

Deja que el rey siga caminando.

—Y, bueno. En fin. Vos, señor, sois mi mano derecha.

Él asiente. Señor. Conmovedor.

Enrique dice:

—Así pues, ¿iremos a Kent, al bosque? ¿Escogeréis vos la semana? Dos o tres días deberían bastar.

Él sonríe.

—Este verano no, señor. Estaréis ocupado en otras cosas. Además, los herreros son como todos nosotros. Han de tener sus vacaciones. Deben poder tumbarse al sol. Coger manzanas.

Enrique le mira, suave, suplicante, por el rabillo de un ojo azul: dadme un verano feliz. Dice:

—No puedo vivir como he vivido, Cromwell.

Él está aquí para recibir instrucciones. Conseguidme a Jane: Jane, tan buena, su nombre es un suspiro que cubre el paladar como mantequilla dulce. Libradme de la amargura, de la hiel.

—Creo que debería ir a casa —dice—. Si me lo permitís. Tengo mucho que hacer si he de poner este asunto en marcha, y creo…

Su inglés le abandona. Pasa esto a veces.


Un peu

Pero su francés le abandona también.

—Pero ¿no estáis enfermo? ¿Volveréis pronto?

—Haré una consulta a los canonistas —dice él—. Puede llevar unos días, ya sabéis cómo son. Procuraré resolverlo lo antes posible. Hablaré con el arzobispo.

—Y quizá con Harry Percy —dice Enrique—. Ya sabéis que ella…, el desposorio, lo que fuese, la relación que hubo entre ellos…, bueno, yo creo que estaban prácticamente casados, ¿no es así? Y si eso no resultara… —Se frota la barba—. Ya sabéis que yo estuve, antes que con la reina, estuve, a veces, con su hermana, su hermana María, la que…

—Oh, sí, señor. Recuerdo a María Bolena.

—… y hay que tener en cuenta que, al haber estado vinculado con una parienta tan cercana a Ana, no podría contraer un matrimonio válido con ella…, pero eso no lo utilicéis más que si no hay otra opción, no quiero si no es necesario…

Él asiente. No queréis que la Historia haga de vos un mentiroso. En público ante vuestros cortesanos me hicisteis afirmar que no habíais tenido nada que ver con María Bolena, mientras vos estabais allí sentado y asentíais. Vos mismo eliminasteis todos los impedimentos: María Bolena, Harry Percy, los barristeis a un lado. Pero ahora nuestras necesidades son otras, y los hechos han cambiado.

—Que os vaya bien —dice Enrique—. Sed reservado. Confío en vuestra discreción y en vuestra habilidad.

Qué necesario, pero qué triste, oír disculparse a Enrique. Ha empezado a sentir un respeto perverso por Norfolk, con su gruñido de «¿Qué tal, hombre?».

El señor Wriothesley está esperándolo en una antecámara.

—¿Tenéis, pues, instrucciones, señor?

—Bueno, tengo insinuaciones.

—¿Sabéis cuándo podrían concretarse?

Él sonríe. Llamadme dice:

—Dicen que el rey declaró en su consejo que va a casar a lady María con un súbdito.

Eso no es, ciertamente, la conclusión a la que se llegó. En un instante, se siente de nuevo él mismo: se oye reír y decir:

—Oh, por amor de Dios, Llamadme. ¿Quién os contó eso? A veces —dice— creo que ahorraría tiempo y trabajo si todas las partes interesadas viniesen al consejo del rey, incluidos los embajadores extranjeros. Lo que se dice allí acaba sabiéndose de todos modos, y para ahorrarles malentendidos tal vez fuese mejor dejar que lo oyesen todo de primera mano.

—¿No es cierto lo que oí, entonces? —dice Wriothesley—. Porque yo pensé que casarla con un súbdito, con un hombre de baja condición, era un plan concebido por la que es reina ahora…

Él se encoge de hombros. El joven le dirige una mirada vidriosa. Tardará unos años aún en entender por qué.

Edward Seymour busca una entrevista con él. Está convencido de que los Seymour acudirán a su mesa, aunque tengan que sentarse debajo de ella y recoger las migas.

Edward está tenso, apurado, nervioso.

—Señor secretario, en una visión a largo plazo…

—En este asunto, un día sería una visión a largo plazo. Sacad a vuestra chica del asunto, dejad que Carew se la lleve a su casa, a Surrey.

—No penséis que quiero conocer vuestros secretos —dice Edward, escogiendo las palabras—. No penséis que quiero meterme en asuntos que no me atañen. Pero me gustaría, por el bien de mi hermana, tener algún indicio sobre…

—Oh, comprendo, ¿queréis saber si debería encargar su ropa de boda? —Edward le dirige una mirada implorante, y él dice sobriamente—: Vamos a buscar una anulación. Aún no sé basada en qué.

—Pero ellos lucharán —dice Edward—. Los Bolena, si caen, nos arrastrarán con ellos. He oído hablar de serpientes que, aunque estén muriendo, exudan veneno a través de la piel.

—¿Habéis cogido alguna vez una serpiente? —pregunta él—. Yo lo hice una vez, en Italia. —Extiende las manos—. No me quedó señal.

—Entonces debemos ser muy reservados —dice Edward—. Ana no debe saber.

—Bueno —dice él, burlón—, no creo que podamos ocultárselo eternamente.

Pero ella se enterará mucho más deprisa si sus nuevos amigos no dejan de atraparlo en antecámaras, cortándole el paso e inclinándose hacia él; si no dejan de cuchichear y de enarcar las cejas y de darse codazos.

A Edward le dice: debo irme a casa y cerrar la puerta y consultar conmigo mismo. La reina está preparando algo, no sé lo que es, algo tortuoso, algo oscuro, tal vez tan oscuro que ni ella misma sepa lo que es, y, de momento, sólo esté soñando con ello: pero he de ser rápido, he de soñarlo por ella, hacerlo realidad en el sueño.

Según lady Rochford, Ana se queja de que, desde que salió del puerperio, Enrique está siempre observándola; y no del modo que solía.

Él llevaba mucho tiempo fijándose en que Harry Norris observaba a la reina; y desde cierta elevación, encaramado como un halcón tallado sobre una puerta, se ha visto a sí mismo observando a Harry Norris.

De momento, Ana parece darse poca cuenta de las alas que revolotean sobre ella, de los ojos que estudian la dirección que sigue cuando zigzaguea y se desvía. Charla sobre su hija Elizabeth, sosteniendo en sus dedos un lindo gorrito de cintas, que acaba de llegar de la bordadora.

Enrique la mira, indiferente, como si dijese: ¿por qué estáis mostrándome eso?, ¿qué es eso para mí?

Ana acaricia el trocito de seda. Él siente una punzada de piedad, un instante de remordimiento. Estudia la delicada trenza de seda que bordea la manga de la reina. Había mujeres que hacían esas trenzas con la misma pericia que su esposa muerta. Está mirando muy de cerca a la reina, cree conocerla como una madre conoce a su hijo, o un hijo a su madre. Conoce cada puntada de su jubón. Aprecia el sube y baja de cada respiración suya. ¿Qué hay en vuestro corazón,
madame
? Ésa es la última puerta que hay que abrir. Ahora él está en el umbral con la llave en la mano y casi tiene miedo a introducirla en la cerradura. Porque si no encaja, qué; si no encaja y tiene que andar manipulando allí, con los ojos de Enrique posados en él, oyendo el clic impaciente de la lengua regia, tan claramente como su señor Wosley la oyó…

Bueno, en fin. Hubo una vez (¿fue en Brujas?) en que él tuvo que derribar una puerta. No tenía la costumbre de derribar puertas, pero tenía un cliente que quería resultados y los quería ya. Las cerraduras se pueden abrir con una ganzúa, pero eso es para un especialista que dispone de tiempo. Y si tienes un hombro y una bota, no necesitas habilidad ni necesitas tiempo. Yo no tenía treinta años entonces, piensa. Era joven. Su mano derecha acaricia, distraída, el hombro izquierdo, el antebrazo, como si recordase las magulladuras. Se imagina entrando en Ana, no como un amante sino como un abogado, sus papeles, sus documentos, enrollados en el puño; se imagina entrando en el corazón de la reina. Oye en sus cámaras el clic de los tacones de sus botas.

En casa, saca de su baúl el Libro de Horas que perteneció a su esposa. Se lo había dado su primer marido, Tom Williams, que era un tipo bastante aceptable, aunque no un hombre de provecho como él. Siempre que piensa en Tom Williams ahora es como un hombre indefinido, sin rostro, que espera vestido con la librea de Cromwell, sosteniéndole la chaqueta o tal vez el caballo. Ahora que puede manejar a su capricho los mejores libros de la biblioteca del rey, ese libro de oración parece una cosa pobre; ¿dónde está la hoja dorada? Sin embargo la esencia de Elizabeth está en este libro, pobre esposa con su gorro blanco, sus modales torpes, su sonrisa de medio lado, los hábiles dedos de artesana. Una vez había observado a Liz cuando hacía una trenza de seda. Un extremo estaba fijado a la pared y en cada dedo de sus manos iba trenzando lazos de hilo, y aquellos dedos volaban tan deprisa que él no podía ver cómo trabajaban. «Ve más despacio —le dijo— para que pueda ver cómo lo haces», pero ella se había reído y había dicho: «No puedo ir más despacio, si me parase a pensar cómo lo estoy haciendo no habría manera de que pudiese hacerlo».

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