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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Una Princesa De Marte

 

Una Princesa de Marte, supone el comienzo de una de las sagas más famosas de Burroughs. El escenario, un grandioso esfuerzo imaginativo, se basa en la idea romántica de un planeta Marte surcado por canales. Hasta tal punto es así que, en ocasiones, se ha hablado de un Marte a lo Burroughs. Su ficción se ha convertido en paradigma.

El argumento de esta historia del norteamericano E. R. Burroughs (Chicago 1875) es más fantasía que ciencia ficción, un soldado norteamericano, John Carter, huyendo de unos bandidos se interna en una gruta y, por razones desconocidas, se despierta en el planeta Marte. Pero no en nuestro planeta Marte, tal y como lo conocemos hoy en día, sino en Barsoom, que es como los marcianos denominan a su mundo. Allí nuestro héroe encontrará un mundo maravilloso por descubrir, una civilización nueva y fascinante, aire respirable, canales, agua y diferentes razas enfrentadas (aunque desde el punto de vista ecológico no sea sostenible). En esencia: aventuras en estado puro.

Edgar Rice Burroughs

Una princesa de Marte

Ciclo John Carter 1

ePUB v1.6

Noonesun
11.11.11

Agradecimientos a Rufusfire, Jano Perplejo y Darkwood

A mi hijo Jack

AL LECTOR

Creo que sería conveniente hacer algunos comentarios acerca de la interesante personalidad del Capitán Carter antes de dar a conocer la extraña historia que narra este libro.

El primer recuerdo que tengo de él es el de la época que pasó en la casa de mi padre en Virginia, antes del comienzo de la Guerra Civil. En ese entonces yo tenía alrededor de cinco años, pero aún recuerdo a aquel hombre alto, morocho, atlético y buen mozo al que llamaba Tío Jack.

Parecía estar siempre sonriente, y tomaba parte en los juegos infantiles con el mismo interés con el que participaba en los pasatiempos de los adultos; o podía estar, sentado horas entreteniendo a mi abuela con historias de sus extrañas y arriesgadas aventuras en distintas partes del mundo. Todos lo queríamos, y nuestros esclavos casi adoraban el suelo que pisaba.

Era mi espléndido exponente del género humano, de casi dos metros de alto, ancho de hombros, delgado de cintura y el porte de los hombres acostumbrados a la lucha. Sus facciones eran regulares y definidas; el cabello oscuro y cortado al ras, y sus ojos de un gris acerado reflejaban pasión, iniciativa y un carácter fuerte y leal. Sus modales eran perfectos y, su educación, la de un típico caballero sureño de la más noble estirpe.

Su habilidad para montar, en especial en las cacerías, era maravillosa aun en aquel país de magníficos jinetes. Varias veces le oí a mi padre amonestarlo por su excesivo arrojo, pero él solía sonreír y responderle que el caballo que le provocara una caída mortal todavía estaba por nacer.

Cuando comenzó la guerra, se fue y no lo volvimos a ver durante unos quince o dieciséis años. Cuando regresó lo hizo sin aviso y me sorprendí mucho al notar que no había envejecido ni cambiado nada. En presencia de otros, era el mismo: alegre y ocurrente como siempre; pero lo he visto, cuando se creía solo, quedarse sentado horas y horas mirando el infinito con una expresión anhelante y desesperanzada. A la noche solía quedarse de la misma forma, escudriñando el cielo, buscando quién sabe qué secretos. Años más tarde, después de leer su manuscrito, descubrí cuáles eran.

Nos contó que había estado explorando en busca de minas en Arizona, después de la guerra. Era evidente que le había ido bien por la ilimitada cantidad de dinero que manejaba. Con respecto a los detalles de la vida que había llevado durante esos años, era muy reservado. Más aún, se negaba a hablar de ellos totalmente.

Permaneció con nosotros aproximadamente un año y luego partió hacia Nueva York, donde compró un pequeño campo sobre el río Hudson. Mi padre y yo teníamos una cadena de negocios que se extendía a lo largo de toda Virginia, de modo que yo solía visitarlo en su finca una vez al año, al hacer mi habitual viaje al mercado de Nueva York. Por aquel entonces el Capitán Carter tenía una cabaña pequeña pero muy bonita, ubicada en los riscos que daban al río. Durante una de mis últimas visitas, en el invierno de 1885, observé que estaba muy ocupado escribiendo algo. Ahora pienso que era el manuscrito que aquí presento.

Fue entonces cuando me dijo que si algo llegaba a pasarle esperaba que me hiciera cargo de sus bienes, y me dio la llave de un compartimiento secreto de la caja de seguridad que tenía en su estudio, diciéndome que podría encontrar allí su testamento y algunas instrucciones, que debía comprometerme a llevar a cabo con toda fidelidad.

Después de haberme retirado a mi habitación, por la noche, lo vi a través de mi ventana, parado a la luz de la luna, al borde del risco que daba al río, con sus brazos extendidos hacia el firmamento, en un gesto de súplica. En ese momento supuse que estaba rezando, a pesar de que nunca hubiera pensado que fuera tan creyente en el estricto sentido de la palabra.

Algunos meses más tarde, cuando ya había regresado a casa de mi última visita, el 1 de marzo de 1886 —creo— recibí un telegrama suyo en el que me pedía que fuera a verlo enseguida. Fui siempre su preferido entre los más jóvenes de los Carter y por lo tanto no dudé un instante en cumplir sus deseos.

Llegué a la pequeña estación, que quedaba más o menos a dos kilómetros de sus tierras, la mañana del 4 de marzo de 1886, y cuando le pedí al conductor que me llevara a casa del Capitán Carter me dijo que, si era amigo suyo, tenía malas noticias para mí: el cuidador de la finca lindera había encontrado muerto al Capitán, poco después del amanecer.

Por algún motivo, esta noticia no me sorprendió, pero me apresuré a llegar a su casa para hacerme cargo de su entierro y sus asuntos.

Encontré al cuidador que había descubierto su cadáver, junto con la policía local y varias personas del lugar, reunidos en el pequeño estudio del Capitán. El cuidador estaba relatando los detalles del hallazgo, diciendo que el cuerpo todavía estaba caliente cuando lo encontró. Yacía cuan largo era en la nieve, con los brazos extendidos sobre su cabeza hacia el borde del risco, y cuando me señaló el sitio donde lo había encontrado recordé que era exactamente el mismo donde yo lo había visto aquellas noches, con sus brazos tendidos en súplica hacia el cielo.

No había rastros de violencia en su cuerpo, y con la ayuda de un médico local, el médico forense llegó a la conclusión de que había muerto de un síncope cardíaco.

Cuando quedé solo en el estudio, abrí la caja fuerte y retiré el contenido del compartimiento donde me había indicado que podría encontrar las instrucciones. Eran por cierto algo extrañas, pero traté de seguirlas lo más precisamente posible.

Me indicaba que su cuerpo debía ser llevado a Virginia sin embalsamar, y debía ser depositado en un ataúd abierto, dentro de una tumba que él había hecho construir previamente y que, como luego comprobé, estaba bien ventilada. En las instrucciones me recalcaba que controlara personalmente el cumplimiento fiel de sus instrucciones, aun en secreto si fuera necesario.

Había dejado su patrimonio de tal forma que yo recibiría la renta íntegra durante veinticinco años. Después de ése lapso, los bienes pasarían a mi poder. Sus últimas instrucciones con respecto al manuscrito eran que debía permanecer lacrado y sin leer por once años y que no debía darse a conocer su contenido hasta veintiún años después de su muerte.

Una característica extraña de su tumba, donde aún yace su cuerpo, es que la puerta está provista de una sola cerradura de resorte, enorme y bañada en oro, que sólo puede abrirse desde adentro.

1

En las colinas de Arizona

Soy un hombre de edad muy avanzada, aunque no podría precisar cuántos años tengo. Posiblemente tenga cien, o tal vez más, pero no puedo afirmarlo con exactitud porque no envejecí como los demás hombres ni recuerdo niñez alguna. Hasta donde llega mi memoria, siempre tengo la imagen de un hombre de alrededor de treinta años. Mi apariencia actual es la misma que tenía a los cuarenta, o tal vez antes, y aun así siento que no podré seguir viviendo eternamente, que algún día moriré, como los demás, de esa muerte de la que no se regresa ni se resucita. No sé por qué le temo a la muerte, yo que he muerto dos veces y todavía estoy vivo, pero aún así le tengo el mismo pánico que le tienen los que nunca murieron. Es justamente a causa de ese terror que estoy plenamente convencido de mi mortalidad.

Por esa misma convicción me he decidido a escribir la historia de los momentos interesantes de mi vida y de mi muerte. No me es posible explicar los fenómenos, solamente puedo asentarlos aquí en la forma sencilla que puede hacerlo un simple aventurero. Esta es la crónica de los extraños sucesos que tuvieron lugar durante los diez años en que mi cuerpo permaneció sin ser descubierto en una cueva de Arizona.

Nunca relaté esta historia, ni ningún mortal verá este manuscrito hasta que yo haya pasado a la eternidad. Sé que ninguna mente humana puede creer lo que no le es posible comprobar, de modo que no es mi intención ser vilipendiado por la prensa, ni por el clero, ni por el público, ni ser considerado un embustero colosal cuando lo que estoy haciendo no es más que contar aquellas verdades que un día corroborará la ciencia.

Posiblemente las experiencias que recogí en Marte y los conocimientos que pueda exponer en esta crónica lleguen a ser útiles para la futura comprensión de los misterios que rodean nuestro planeta hermano. Misterios que aún subsisten para el lector, aunque ya no más para mí.

Mi nombre es John Carter, pero soy más conocido como Capitán Jack Carter, de Virginia. Al finalizar la Guerra Civil era dueño de varios cientos de miles de dólares en dinero confederado sin valor y del rango de Capitán de un ejército de caballería que ya no existía. Era empleado de un Estado que se había desvanecido junto con las esperanzas del Sur. Sin amos ni dinero y sin más razones por las que ejercer el único medio de subsistencia que conocía, que era combatir, decidí abrirme camino hacia el Sudoeste y rehacer, buscando oro, la fortuna que había perdido.

Pasé alrededor de un año en la búsqueda junto con otro oficial confederado, el Capitán James K. Powell, de Richmond. Tuvimos mucha suerte, ya que hacia el final del invierno de 1866, después de muchas penurias y privaciones, localizamos la más importante veta de cuarzo aurífero que jamás hubiésemos podido imaginar.

Powell, que era ingeniero especialista en minas, estableció que habíamos descubierto mineral por un valor superior al millón de dólares en el insignificante lapso de unos tres meses.

Como nuestro material era excesivamente rudimentario decidimos que uno de nosotros regresara a la civilización, comprara la maquinaria necesaria y volviera con una cantidad suficiente de hombres para trabajar en la mina en forma adecuada.

Como Powell estaba familiarizado con la zona, así como con los requisitos mecánicos para trabajar la mina, decidimos que lo mejor sería que él hiciera el viaje.

El 3 de marzo de 1866 empezamos a cargar las provisiones de Powell en dos de nuestros burros. Después de despedirse montó a caballo y empezó su descenso hacia el valle a través del cual debería realizar la primera etapa del viaje.

La mañana en que Powell partió era diáfana y hermosa como la mayoría de las mañanas en Arizona. Pude verlos a él y a sus animalitos de carga siguiendo su camino hacia el valle. Durante toda la mañana pude verlos ocasionalmente cuando cruzaban una loma o cuando aparecían sobre una meseta plana. La última vez que lo vi a Powell fue alrededor de las tres de la tarde, cuando quedó envuelto en las sombras de las sierras del lado opuesto del valle.

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