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Authors: Charlaine Harris

Una Pizca De Muerte (7 page)

—¿Está viva? —inquirí, apenas logrando sacar las palabras.

—No, por desgracia —respondió el hombretón, limpiándose con aire ausente las gafas de montura negra en un limpio pañuelo blanco. Sus zapatos negros brillaban como espejos—. Me temo que su prima Hadley ha fallecido. —Parecía deleitarse al decirlo. Era un hombre (o lo que fuese) que disfrutaba con el sonido de su propia voz.

Por debajo de la desconfianza y la confusión que estaba sintiendo acerca de aquel extraño episodio, notaba una afilada punzada de aflicción. Hadley había sido una niña muy graciosa, y nos lo habíamos pasado bien juntas, naturalmente. Como yo siempre había sido una niña rara, ella y mi hermano Jason eran en realidad los únicos niños con los que podía jugar. Cuando Hadley entró en la pubertad, la cosa cambió; pero aún conservaba buenos recuerdos de mi prima.

—¿Qué le ha pasado? —pregunté, intentando controlar la voz, pero sin conseguirlo.

—Estuvo implicada en un desgraciado accidente —contestó.

Se trataba de un eufemismo para referirse a un asesinato a manos de un vampiro. Cuando aparecían esas palabras en un periódico, quería decir que algún vampiro no había podido reprimir su sed y había atacado a un humano.

—¿La mató un vampiro? —Estaba horrorizada.

—No exactamente. Su prima Hadley era la vampira. Le clavaron una estaca.

Resultó ser una noticia tan mala y desconcertante que me fue imposible asimilarla. Levanté una mano para indicarle que no siguiera, al menos mientras digería lo que acababa de decir, porción a porción.

—¿Me puede decir su nombre, por favor? —interrogué.

—Soy el señor Cataliades —respondió. Lo repetí mentalmente varias veces, ya que era la primera vez que oía ese nombre. Hay que enfatizar en «tal», me dije, y alargar la «e».

—¿De dónde es usted?

—Hace muchos años que mi domicilio está en Nueva Orleans.

Nueva Orleans estaba en el otro extremo de Luisiana con respecto a mi pequeño pueblo, Bon Temps. El norte de Luisiana difiere notablemente del sur en muchos aspectos fundamentales: al igual que el sur, también es una zona excesivamente religiosa, pero carece de la energía y el dinamismo de Nueva Orleans; es como la hermana mayor que se queda en casa a cuidar de la granja mientras la pequeña se va de fiesta. Pero comparte más cosas con el sur del Estado: malas carreteras, políticos corruptos y mucha gente, tanto blancos como negros, en el umbral de la pobreza.

—¿Quién le ha traído? —pregunté intencionadamente, observando la ventanilla del conductor.

—Waldo —llamó el señor Cataliades—, la señorita quiere verte.

Lamenté haber manifestado mi interés en cuanto Waldo salió del coche y pude echarle una ojeada. Era un vampiro, como ya había deducido a partir de su lectura mental, que es como un negativo fotográfico, tal como yo lo veo mentalmente. La mayoría de los vampiros son atractivos o extremadamente hábiles de una u otra manera. Normalmente, cuando un vampiro convierte a un humano, suele escogerlo por su belleza o por alguna habilidad especial. No sabía quién demonios había elegido a Waldo, pero imaginé que no estaba muy bien de la cabeza. Waldo tenía una larga melena etérea de color blanco, casi del mismo tono que su piel. Mediría algo más de uno setenta, pero parecía más alto gracias a su gran delgadez. Sus ojos parecían rojos bajo la luz que yo había montado en el poste eléctrico. Era un blanco cadavérico con un toque verdoso, y tenía la piel arrugada. Nunca había visto a un vampiro que no hubiese sido convertido en la plenitud de la vida.

—Waldo —dije, meneando la cabeza. Agradecí tener tantas tablas en mantener una expresión agradable—. ¿Te apetece beber algo? Creo que me queda sangre embotellada. ¿Y usted, señor Cataliades? ¿Una cerveza? ¿Un refresco?

El hombretón se estremeció y trató de disimularlo con una leve reverencia.

—Hace demasiado calor para tomar café o alcohol, pero quizá podamos beber unos refrescos más tarde. —La temperatura era de unos dieciséis grados, pero me di cuenta de que sudaba abundantemente—. ¿Podemos pasar? —preguntó.

—Lo siento —contesté, sin el menor ánimo de disculpa en la voz—, pero creo que no. —Esperaba que a Bubba se le hubiese ocurrido atravesar a la carrera el pequeño valle entre nuestras propiedades para buscar a mi vecino más cercano, y antiguo amante, Bill Compton, conocido para los habitantes de Bon Temps como Bill el vampiro.

—Bien, resolveremos este asunto en su jardín —acordó el señor Cataliades con frialdad. Él y Waldo rodearon la limusina. Me sentí incómoda cuando el vehículo dejó de interponerse entre ellos y yo, pero se mantuvieron a distancia.

—Señorita Stackhouse, es usted la única heredera de su prima.

Entendía lo que me decía, pero no dejaba de parecerme increíble.

—¿Y mi hermano Jason no? —Jason y Hadley, ambos tres años mayores que yo, siempre se habían llevado muy bien.

—No. En este documento, Hadley declara que llamó una vez a Jason Stackhouse para pedirle ayuda cuando atravesó ciertos problemas económicos. Él ignoró su solicitud, así que ella ha optado por la reciprocidad.

—¿Cuándo mataron a Hadley? —Me concentraba con todas mis fuerzas para no recibir ninguna imagen. Como tenía tres años más que yo, contaba con apenas veintinueve cuando murió. Había sido mi antónimo físico en más de un sentido. Yo era robusta y rubia, mientras que ella era delgada y morena. Yo era fuerte y ella era frágil. Tenía unos grandes ojos castaños con grandes pestañas, y los míos eran azules; y ahora, ese extraño hombre me estaba diciendo que los había cerrado para siempre.

—Hace un mes. —El señor Cataliades se lo tuvo que pensar—. Murió hace cosa de un mes.

—¿Y no me lo han comunicado hasta ahora?

—Lo impidieron las circunstancias.

Medité al respecto.

—¿Murió en Nueva Orleans?

—Sí. Era la sirvienta de la reina —respondió, como si aquello fuese como conseguir formar parte de un bufete de abogados o montar un negocio propio.

—La reina de Luisiana —murmuré cautelosamente.

—Sabía que lo comprendería —apuntó, sonriente—. «Esta mujer parece conocer a sus vampiros», me dije en cuanto la vi.

—Conoce a este vampiro —avisó Bill, apareciendo a mi lado de ese desconcertante modo tan suyo.

Un destello de disgusto atravesó el rostro del señor Cataliades, como un relámpago en el cielo.

—¿Y usted es...? —preguntó con gélida cortesía.

—Soy Bill Compton, residente de esta parroquia y amigo de la señorita Stackhouse —anunció Bill ominosamente—. También trabajo para la reina, como usted.

La reina había contratado a Bill para hacerse con la base de datos sobre vampiros en la que estaba trabajando. Por alguna razón, pensé que el señor Cataliades realizaba servicios más personales. Daba la sensación de saber dónde estaba enterrado cada cadáver, y Waldo parecía ser quien los había puesto allí.

Bubba estaba justo detrás de Bill, y cuando salió de detrás de su sombra, vi por primera vez en Waldo algo parecido a una emoción. Estaba sobrecogido.

—¡Oh, Dios mío! ¿Ése es Él...? —farfulló el señor Cataliades.

—Sí —dijo Bill, lanzando a los dos visitantes una intencionada mirada—. Es Bubba. El pasado le pone muy nervioso. —Aguardó a que los otros asintieran después de captar la idea, y luego me miró a mí. Sus ojos castaños parecían negros bajo las sombras de las luces que se derramaban desde lo alto. Su piel mostraba el pálido refulgir que lo delataba como un vampiro—. ¿Qué ha pasado, Sookie?

Le conté una versión resumida del mensaje del señor Cataliades. Como Bill y yo rompimos porque me fue infiel, habíamos intentado establecer otro tipo de relación viable. Había demostrado ser un amigo de fiar y me alegré de que estuviera allí.

—¿Ordenó la reina la muerte de Hadley? —preguntó Bill a mis visitantes.

El señor Cataliades pareció muy convincente en su perplejidad.

—¡Oh, no! — exclamó—. Su Majestad nunca mataría a nadie por quien sintiera tanto cariño.

Vale, ahí venía el segundo bombazo.

—Eh, ¿qué tipo de cariño...? ¿Qué relación tenía la reina con mi prima? —interrogué. Quería asegurarme de que había interpretado correctamente la insinuación.

El señor Cataliades me lanzó una mirada que podría tildarse de antigua.

—La quería mucho —contestó.

Vale, lo había pillado.

Cada territorio vampírico contaba con un rey o una reina, y el título otorgaba un inmenso poder. Pero la reina de Luisiana contaba con un estatus añadido, ya que se asentaba en Nueva Orleans, la ciudad más popular de Estados Unidos para los aficionados a los no muertos. Como el turismo relacionado con los vampiros suponía unos ingresos tan importantes para la ciudad, hasta los humanos de la ciudad hacían caso de los deseos y las exigencias de la reina, aunque fuera de forma oficiosa.

—Si Hadley era la favorita de la reina, ¿quién sería tan idiota como para clavarle una estaca? —pregunté.

—La Hermandad del Sol —respondió Waldo y di un respingo. El vampiro llevaba tanto tiempo callado que había perdido la esperanza de oírle decir nada. Su voz era tan ronca y extraña como su aspecto—. ¿Conoce bien la ciudad?

Negué con la cabeza. Sólo había estado una vez allí, durante una excursión de la escuela.

—¿Está familiarizada, quizá, con los cementerios que llaman Ciudades de los Muertos?

Asentí.

—Sí —dijo Bill.

—Oh, oh —murmuró Bubba. Muchos cementerios de Nueva Orleans tenían criptas que no eran subterráneas porque el nivel del agua en Luisiana del sur era demasiado alto para permitir los típicos sepulcros por debajo del suelo. Esas criptas tienen el aspecto de pequeñas Casas Blancas y, en algunos casos, están decoradas y lucen grabados, razón por la que reciben el nombre de Ciudades de los Muertos. Los cementerios históricos son fascinantes y, a veces, peligrosos. Hay allí depredadores vivos dignos de ser temidos, y se recomienda a los turistas visitar esos lugares en amplios grupos guiados y terminar antes de que caiga la noche.

—Hadley y yo fuimos al conocido como St. Louis Number One aquella noche, justo después de despertarnos, para llevar a cabo un ritual. —El rostro de Waldo era una máscara inexpresiva. La idea de que ese hombre hubiese sido un compañero elegido por mi prima, aunque sólo fuera durante una excursión nocturna, me resultaba sencillamente asombroso—. Saltaron de detrás de las tumbas que nos rodeaban. Los fanáticos de la Hermandad iban armados con artefactos sagrados, estacas y ajo, la parafernalia habitual. Fueron lo suficientemente estúpidos para llevar cruces de oro.

La Hermandad se resistía a creer que hubiese vampiros inmunes a los objetos sagrados, a pesar de la tozuda realidad. Esos objetos funcionaban con los vampiros más antiguos, los que habían sido educados por devotos creyentes. Los vampiros más jóvenes sólo eran vulnerables a las cruces si eran de plata. La plata podía hacer arder a cualquier vampiro. Oh, y las cruces de madera podían surtir algún efecto, siempre que se les atravesase el corazón con ellas.

—Luchamos con arrojo, pero al final eran demasiados y mataron a Hadley. Yo pude escapar con graves heridas de cuchillo. —Su rostro, blanco como el papel, parecía más pesaroso que trágico.

Traté de no pensar en la tía Linda y en lo que habría dicho de saber que su hija se había convertido en vampira. Le habrían afectado más las circunstancias de su muerte: asesinada, en un famoso cementerio que desprendía una atmósfera gótica única y en compañía de aquella criatura grotesca. Por supuesto, toda esa exótica parafernalia no habría destrozado a Linda tanto como el irrefutable hecho de que Hadley había muerto.

Yo no me sentía tan cercana a ella. Había escrito a Hadley por última vez hacía mucho tiempo. Jamás pensé que volvería a verla, así que fui derivando mis emociones hacia cosas más inmediatas. Lo que sí me preguntaba, con dolor, era por qué nunca vino a vernos. Al ser una joven vampira, quizá temía que la sed de sangre surgiese en un momento inoportuno y se la chupase a quien menos debía. Quizá aún se estaba adaptando a su nueva naturaleza; Bill me había dicho una y otra vez que los vampiros ya no son humanos, que sienten emociones por cosas muy diferentes a los humanos. Sus apetitos y su necesidad de secretismo habían cincelado a los vampiros más antiguos de manera irrevocable.

Pero Hadley nunca había tenido que existir sometida a esas normas; la habían convertido después de la Gran Revelación, cuando los vampiros anunciaron su presencia al mundo.

Y la Hadley adolescente, la que peor me caía, no habría caído en manos de alguien como Waldo, ni viva ni muerta. Hadley fue una chica popular en el instituto, y sin duda fue tan humana como para ceder a todos los estereotipos de esa edad. Se metía con los alumnos marginados o sencillamente pasaba de ellos. Su vida orbitaba alrededor de su ropa, su maquillaje y su propia persona.

Fue animadora, hasta que le dio por adoptar una imagen gótica.

—Dijo que estaban en el cementerio para llevar a cabo un ritual. ¿Qué clase de ritual? —le pregunté a Waldo. Necesitaba un poco de tiempo para pensar—. Estoy segura de que Hadley no era ninguna bruja. —Había conocido a una bruja licántropo, pero jamás a una que, además, fuese vampira.

—Existen tradiciones entre los vampiros de Nueva Orleans —explicó el señor Cataliades con cuidado—. Una de ellas establece que la sangre de los muertos puede traer de vuelta a otros muertos, al menos temporalmente. Para mantener una conversación, ya me entiende.

Estaba claro que el señor Cataliades no hablaba por hablar. Tenía que sopesar cada frase que salía de su boca.

—¿Quería Hadley hablar con un muerto? —pregunté, una vez digerida la carga de profundidad.

—Sí —respondió Waldo con su economía de gestos—. Quería comunicarse con Marie Laveau.

—¿La reina del vudú? ¿Por qué? —Cualquiera que viva en Luisiana conoce la leyenda de Marie Laveau, una mujer cuyos poderes mágicos habían fascinado a blancos y negros por igual, en una época en la que las mujeres negras no tenían poder alguno.

—Hadley creía que estaban emparentadas. —Waldo parecía burlarse de la idea.

Vale, tenía claro que se lo estaba inventando.

—¡Vamos, hombre! Marie Laveau era afroamericana, y mi familia es blanca—señalé.

—Eso sería correcto sólo por parte de padre —contestó Waldo con calma.

El marido de la tía Linda, Carey Delahoussaye, era de Nueva Orleans, de ascendencia francesa. Su familia llevaba allí desde hacía varias generaciones. No paraba de jactarse de ello hasta que mi familia se hartó de su orgullo. Me pregunto si el tío Carey sabía que su sangre criolla había recibido el condimento de un poco de ADN afroamericano, en algún momento del pasado. Los únicos recuerdos que tenía del tío Carey eran de cuando era una niña, pero imaginé que ese dato él se lo habría guardado bien en secreto.

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