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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (37 page)

BOOK: Una conspiración de papel
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—Todos duermen —dijo con voz queda—. ¿A qué ha venido este caballero?

—Bessie —susurré—, eres una chiquilla encantadora, y no se me escapa lo guapa que eres, pero he venido a mirar el despacho del señor Bloathwait. No quiero llevarme nada, sólo echar un vistazo. Si quieres, puedes venir con nosotros y pedir auxilio si hacemos algo que no te guste.

—¿El despacho del señor Bloathwait? —su voz se había hecho alarmantemente aguda.

—Aquí tienes media corona —le dije, poniéndole una moneda en la mano—. Habrá otra cuando hayamos terminado si aceptas hacer la vista gorda.

Miró la moneda que tenía en la mano; la ofensa que había sentido desapareció al comprobar el peso del dinero.

—Vale —dijo despacio—. Pero yo no quiero tener nada que ver con esto. Ustedes hagan lo que tengan que hacer, y si les cogen, yo no pienso decir que les he visto.

No era exactamente lo que yo quería, pero iba a tener que conformarme con eso. Así que le dije que si nos veíamos obligados a escapar a toda prisa, le enviaría la otra media corona por la mañana. Habiendo cerrado este trato, nos dirigimos hacia el despacho.

La habitación, que era oscura incluso de día, ahora daba una sensación mucho más maligna, y nuestras sombras se alargaban en el estrecho espacio de la cámara, que parecía envolvernos como un enorme ataúd. Me acerqué a la mesa, encendiendo unas cuantas velas por el camino, pero la luz macilenta de las escasas llamas creaba un ambiente más amenazante todavía.

Mientras yo intentaba que las condiciones de nuestra búsqueda invasiva fueran más soportables, Elias se paseaba por la habitación, examinando los libros de las estanterías y tocando los artefactos de Bloathwait.

—Ven aquí —susurré—. No sé cuánto tiempo tenemos, y quiero acabar con esta felonía cuanto antes.

Reuní unas cuantas velas sobre la gran mesa de Bloathwait, y comencé a hojear los imponentes montones de documentos extendidos sobre la superficie como si el viento los hubiese revuelto.

Elias se unió a mí junto a la mesa y levantó un trozo de papel al azar. La caligrafía de Bloathwait era apretada y difícil de leer. No iba a ser fácil descifrar estos escritos.

Puso la página a la luz de la vela, como si amenazarla con la llama fuera a obligarla a confesar sus secretos.

—¿Qué es lo que estamos buscando? —preguntó Elias.

—No sé decirte, pero había algo que quería esconder. Busca algo que tenga que ver con mi padre o con la Compañía de los Mares del Sur o con Michael Balfour.

Los dos empezamos a hojear los papeles, procurando no dejar nada fuera del sitio en que lo encontrábamos. Había tanto sobre la mesa, y estaba organizado de una manera tan caótica, que no podía importarme que Bloathwait se diera cuenta de que alguien había estado rebuscando entre sus papeles. Con tal de que no pudiese probar que había sido yo, me daba por satisfecho.

—No me has dicho qué aspecto tiene tu viuda —dijo Elias, pasando el dedo por una línea de prosa embrollada.

—Presta atención a lo que estás haciendo —murmuré, aunque lo cierto es que encontraba reconfortante el sonido de su voz. Estábamos en medio de una tarea muy tensa: la mirada se me iba a cualquier sombra que se moviese, y mi cuerpo se ponía rígido con cada crujido de la casa.

Elias comprendió que mi réplica no significaba nada.

—Yo me puedo concentrar y hablar de viudas al mismo tiempo. Lo hago todo el tiempo mientras opero. Así que dime, ¿es una judía encantadora, de piel aceitunada y el cabello oscuro y los ojos bonitos?

—Pues sí —le dije, procurando no sonreír—. Es bastante bonita.

—No esperaba nada menos de ti, Weaver. Siempre has tenido buen ojo, a tu manera.

Me entregó un trozo de papel que contenía unas notas sobre un préstamo del Banco, pero no vi que pudiera sernos útil.

—¿Estás pensando en el matrimonio? —me preguntó traviesamente, pasando a ocuparse de un fajo de papeles atados con un grueso cordel. Desató el nudo cuidadosamente y comenzó a revisar las páginas—. ¿Has empezado a plantearte crear un hogar, circuncidar a unos pequeñuelos?

—No comprendo por qué te divierte tanto que me guste esta mujer —dije hoscamente—. Tú te enamoras tres veces cada dos semanas.

—Cosa que me hace inmune a las burlas entonces, ¿no es cierto? Todo el mundo espera que yo me enamore. En cambio tú, el israelita pétreo, fuerte y luchador; ése es otro cantar.

Alcé una mano. Estaba oyendo un crujido, como de pisadas. Los dos permanecimos inmóviles a la luz titilante de las velas durante unos minutos, escuchando sólo el ruido de nuestra propia respiración y el tictac del gran reloj de Bloathwait. ¿Qué íbamos a hacer si de pronto apareciese Bloathwait, con una vela en la mano y su enorme cuerpo envuelto en la bata? Podía reírse, echarnos, burlarse de nosotros —o podía entregarnos al juez y utilizar su inmensa influencia para vernos ahorcados por allanamiento de morada—. Se me pasaron por la cabeza todas las posibilidades, la burla y la suficiencia y la risa siniestra, o la prisión y la horca. Me llevé la mano a la empuñadura de mi cuchillo, luego a la de la pistola. Elias me vio hacerlo; sabía en qué estaba pensando yo. Mataría a Bloathwait. Me echaría a las carreteras, abandonaría Londres para no regresar jamás. No iba a enfrentarme a un juicio por esta aventura mía, ni podía permitir que Elias conociese los horrores de la prisión. Resolví hacer lo que creía necesario.

El ruido había cesado, y después de unos momentos en los que no podía terminar de creerme mi propia certeza de que el peligro había pasado, le hice señas para seguir a lo nuestro.

—Me das que pensar —dijo Elias, intentando nuevamente levantar mis ánimos, y los suyos propios—. Pasando todo este tiempo entre tus correligionarios, ¿estás pensando en volver al redil? ¿Mudarte a Dukes Place y convertirte en una figura respetada en la sinagoga? ¿Dejarte barba y todo lo demás?

—¿Y qué si lo hiciera?

La idea de regresar a Dukes Place se me había pasado por la cabeza, no como una decisión tomada, sino como un interrogante: ¿cómo sería vivir allí, ser un judío entre muchos en lugar de ser el único judío que conocían mis amistades?

—Sólo espero que, cuando encuentres el camino de la abstención y la devoción, no te olvides del todo de los amigos de tu disipada juventud.

—Podías considerar la idea de convertirte a nuestra fe —le dije—. Supongo que la operación puede resultarte un poco dolorosa, pero no recuerdo especialmente estar incómodo.

—Mira esto —me enseñó un papel—. Es Henry Upshaw. Me debe diez chelines, y anda en negocios con Bloathwait por valor de doscientas libras.

—Deja de buscar chismes —le dije—. No debemos permanecer aquí más tiempo del necesario.

Llevábamos allí unas dos horas y los dos nos estábamos poniendo nerviosos, pensando en lo necios que habíamos sido, cuando un papel me llamó la atención, no por nada que tuviera escrito, sino porque me resultaba familiar. Tenía el mismo tipo de esquina rasgada que había visto en el documento que Bloathwait intentó esconder de mi mirada.

Cogiéndolo con cuidado, vi que en el margen superior decía «¿Ca. M. S.?». Mi pulso se aceleró. Debajo había escrito «¿falsificación?» y debajo de eso «advertencia Lienzo». ¿Quería decir que había recibido una advertencia de mi padre, que él había advertido a mi padre, o incluso que entendía la muerte de mi padre como una advertencia?

Un poco más abajo había escrito «Rochester», y después, debajo de eso, «Ca. M. S. Contacto: Virgil Cowper».

Llamé a Elias y se lo enseñé.

—¿Pueden ser éstas notas que tomó después de vuestra entrevista? —me preguntó.

—Nunca le mencioné a Rochester —dije— y no tengo ni idea de quién es Virgil Cowper, así que aunque éstas sean notas que tomó después, nos demuestra que hay algo que no me ha contado.

—Pero éstas pueden no ser más que sus propias especulaciones. No prueban nada.

—Es verdad, pero al menos tenemos un nombre que no teníamos antes. Virgil Cowper. Sospecho que es alguien de la Compañía de los Mares del Sur, y a lo mejor puede decirnos algo.

Saqué un papel y apunté el nombre, y luego seguí mirando entre los papeles. Por entonces Elias se había empezado a aburrir, y comenzó a mirar las notas encuadernadas de las estanterías, donde sólo encontró páginas de nombres, cifras y fechas incomprensibles.

Seguimos trabajando juntos en silencio, los dos excitados con nuestro descubrimiento. No estábamos perdiendo el tiempo. No creí, sin embargo, que Elias fuera capaz de mantener prolongados periodos de silencio.

—Al final no has contestado a mi pregunta —dijo por fin—. ¿Te casarías con esa viuda si ella te aceptase?

Aunque el objetivo principal de Elias era burlarse de mí, había algo más en su tono de voz, una especie de tristeza, y una especie de emoción también, como si estuviéramos al borde de algo maravilloso y transformador.

—Ella nunca me aceptaría —dije al fin—. Así que es imposible contestar a la pregunta.

—Creo que ya la has contestado —me dijo suavemente.

Me escapé del interrogatorio al descubrir el borrador de una carta, dirigida a un nombre que no pude descifrar. La hubiese pasado por alto completamente, pero un nombre en la mitad de la página atrapó mi mirada. «Sarmento demuestra ser un idiota, pero dejemos eso ahora.» Era la única mención que hallé al empleado de mi tío. La referencia me hizo sonreír, y por alguna razón me proporcionó un extraño placer el saber que él y yo estábamos de acuerdo acerca del carácter de Sarmento.

Mi reflexión fue interrumpida por un ruido de pisadas que se acercaban desde el recibidor. Los dos nos apresuramos a volver a colocar en su sitio todos los papeles y apagar todas las velas. Pero nuestra frenética actividad cesó cuando vimos a Bessie entrar a toda prisa por la puerta, con la falda remangada para poder correr mejor.

—El señor Bloathwait está despierto —susurró—. Le ha despertado la gota. Se supone que le estoy preparando un chocolate, y luego piensa bajar. Así que denme mi media corona y lárguense.

Le di la moneda mientras Elias continuaba apagando las velas. Sólo podía esperar que pasase suficiente tiempo antes de que llegara Bloathwait y que quien volviera a encenderlas no se diese cuenta de que la cera estaba blanda y caliente.

Bessie nos llevó a través del laberinto de habitaciones hasta la entrada de servicio.

—No vaya a volver por aquí —me dijo—, a no ser que tenga otra cosa en mente. No tengo tiempo para las intrigas de ustedes los hombres de negocios. No me gustan mucho esas cosas.

Hizo una reverencia y cerró la puerta, y Elias y yo salimos cuesta arriba hasta la calle. Era tarde, y yo saqué la pistola para que cualquiera que pasase por ahí se lo pensase dos veces antes de decidirse a asaltarnos.

—¿Ha sido una aventura productiva?

—Me parece que sí —le dije—. Sabemos que Bloathwait tenía conocimiento de los fraudes de la Mares del Sur, y que tenía alguna idea acerca de la relación de mi padre con ellos. Y tenemos ese nombre, ese tal Virgil Cowper. Te digo, Elias, que esta noche me da buena espina. Creo que la información que hemos sacado de Bloathwait nos va a resultar de lo más útil.

No pude distinguir si Elias no estaba de acuerdo o si simplemente quería regresar a sus aposentos y echarse a dormir.

Diecinueve

Me propuse acercarme a la Casa de los Mares del Sur aquella tarde, pero antes quería visitar a mi tío para informarle de mis aventuras con Bloathwait. Aún no estaba seguro de querer contarle lo que había visto hacer a Sarmento, pero me estaba cansando de jugar al ratón y al gato. Por el momento le haría saber que el director del Banco de Inglaterra me había dejado claro que tenía interés en la investigación.

Confieso que mi deseo de encontrarme con mi tío se veía incrementado en cierta medida por el deseo de ver a Miriam una vez más. Me preguntaba qué influencia tendría en nuestra relación el asunto de las veinticinco libras que le presté. Un préstamo de necesidad como éste podía producir incomodidad, y estaba decidido a hacer todo lo que estuviese en mi mano para evitar que tal cosa ocurriese.

La ironía de mi interés por Miriam me divertía; de haber conocido mejor a la bonita viuda de Aaron, quizá me hubiera planteado una reconciliación con mi familia hacía mucho más tiempo. Y sin embargo, incluso mientras iba canturreando por lo bajo, me cuestionaba mis propias intenciones. Pese a la opinión que el mundo tiene de las viudas, yo no podía ser tan sinvergüenza como para intentar aprovecharme de la virtud de una mujer que era casi una pariente, y que, además, estaba viviendo bajo la protección de mi tío. ¿Pero qué le podía ofrecer un hombre como yo? Yo, que amasaba al final del año unos pocos cientos de libras como mucho, no tenía nada para Miriam.

Al acercarme a casa de mi tío, llegando a Berry Street desde Grey Hound Alley, me sacó de mis ensoñaciones un mendigo desgarbado que se materializó tan repentinamente que me sobresaltó. Era un judío tudesco —como llamamos los judíos ibéricos a nuestros correligionarios del este de Europa— de mediana edad quizá, aunque parecía no tener edad, a la manera de esos hombres mal alimentados y oprimidos por los trabajos y las calamidades. Mis lectores puede que ni sepan que hay distintas categorías de judíos, pero nosotros nos dividimos por nuestras culturas de origen. Aquí en Inglaterra, los que descendemos de ibéricos fuimos los primeros en regresar durante el siglo pasado y hasta hace poco éramos más numerosos que nuestros parientes tudescos. Debido a las oportunidades que encontraron nuestros antepasados entre los holandeses, la mayoría de los hombres de negocios y los corredores de Inglaterra son ibéricos. Los tudescos son perseguidos y acosados con frecuencia en sus tierras de origen, y cuando vienen aquí se encuentran sin oficio ni profesión, y por tanto la mayoría de los mendigos y pordioseros que hay por las calles provienen del este de Europa. Estas distinciones no están grabadas en piedra, ya que hay tudescos ricos, como Adelman, y no hay escasez de pobres entre los judíos ibéricos.

Me gustaría decir que yo no tenía prejuicios contra los tudescos simplemente porque su aspecto y su idioma me resultaban raros, pero lo cierto es que los hombres como este pedigüeño me parecían un bochorno; me parecía que arrojaban una luz espantosa sobre el resto de nosotros, y me avergonzaba de su ignorancia y de su desvalimiento. Los huesos de este hombre casi se le salían de la piel apergaminada, y sus ropajes negros extranjeros le colgaban como si se hubiese limitado a colocarse la ropa de cama alrededor del cuerpo. Llevaba la barba larga, a la moda de sus compatriotas, y un llamativo casquete sobre la cabeza, con guedejas ralas asomándole por debajo. Allí de pie, con una sonrisa bobalicona dibujada en la cara, preguntándome en mal inglés si deseaba comprar una navaja o un lápiz o un cordón para los zapatos, me sobrecogió el deseo, intenso y sorprendente, de derribarle, de destruirle, de hacerle desaparecer. Creí en aquel momento que eran estos hombres, cuyo aspecto y modales eran repulsivos para los ingleses, los responsables de las dificultades que los demás judíos sufríamos en Inglaterra. Si no fuera por este bufón, que le daba a los ingleses algo ante lo cual escandalizarse, no me hubieran humillado de ese modo en el club de Sir Owen. De hecho, no encontraría tantos obstáculos a mi paso que me impiden conocer lo que le ocurrió a mi padre. Pero incluso esto era una mentira, me dije, porque sabía que lo cierto era que este pedigüeño no hacía que los ingleses nos odiasen; simplemente les proporcionaba un punto donde concentrar su odio. Era un marginado, era difícil de mirar, su habla maltrataba el idioma, y nunca podría fundirse con el resto de la sociedad de Londres, ni siquiera al modo que lo hacían los extranjeros. Este hombre me hizo odiarme a mí mismo por lo que yo era, y me hizo desear golpearle. Comprendí esta pasión tal y como era; supe que le odiaba por razones que no tenían nada que ver con él, así que apreté el paso, esperando que él y los sentimientos que había despertado en mí se desvanecieran.

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