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Authors: Patricia Sverlo

Tags: #Biografía, Histórico

Un rey golpe a golpe (39 page)

BOOK: Un rey golpe a golpe
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Después se comentó, además, que Mario Conde se había encargado de pagar la factura de la clínica, cosa que, si fuera cierta, sería un regalo muy generoso por su parte, pero en ningún caso justificado por la falta de fondos del padre del rey, como se ha querido presentar.

Pero volviendo a su amistad con Juan Carlos… Desde que en 1987 Conde se hizo cargo de la presidencia del Banesto —elegido por las familias propietarias para hacer frente a los tradicionales competidores del Bilbao y del Vizcaya, que habían intentado absorber el banco —, dio un paso más en su camino hacia La Zarzuela. Uno de sus hombres de confianza, y vicepresidente del Banesto, era Ricardo Gómez Acebo («Ricky»), marqués de Deleitosa, cuñado de la hermana mayor del rey y asesor financiero de la familia real desde hacía años. También en estos años Conde llegó a la Fundación de Ayuda contra la Droga (FAD), presidida por la reina. Un curioso club que algunas personas han calificado de «poder en la sombra», del cual formaban parte los prohombres más influyentes del Estado, muchos de ellos íntimamente conectados con La Zarzuela (entre otros José María López de Letona, Ricardo Martí Fluxá, Eduardo Serra, Plácido Arango, José María Entrecanales y Manuel Prado), a los cuales se irían uniendo los nuevos ricos del PSOE (Enrique Sarasola, Jesús Polanco, etc.). Y precisamente en una reunión del patronato, Conde conoció a Manuel Prado, el amiguísimo del rey, con el que más tarde hizo negocios.

El objetivo de Mario Conde durante estos años no era ganar dinero. O, al menos, no era sólo ganar dinero. Lo que quería era poder. Su ambición se puso de manifiesto en las conocidos operaciones que llevó a cabo para conseguir influencia en los medios de comunicación. Intentó entrar en el accionariado de Prensa Española (editora de
ABC
), para lo cual recurrió a la ayuda de Don Juan.

Pero, a pesar de los pesares, Ansón no permitió ni siquiera que se aproximara. También tuvo escaso éxito en sus intentos de hacerse con
La Vanguardia
. En lugar de esto, adquirió acciones de lo que pudo: de
El Mundo
(oficialmente, alrededor del 4% del capital del diario), y de
Época
(el semanario derechista por excelencia, en el que consiguió ejercer el control mayoritario). Bueno, él personalmente no. Mario Conde no era un capitalista chapado a la antigua. Más bien utilizaba el capital para sus operaciones, que es como en los últimos tiempos se hacen las cosas en los círculos de poder económico: quien manda es el directivo, no necesariamente el propietario de un gran paquete de acciones. Se juega con los dineros de otras personas (los pequeños accionistas), que son quienes al final pagan el pato cuando hay un descalabro. Por otro lado, como sabía que el grupo más importante y poderoso era Prisa —y allí sí que no tenía ninguna posibilidad de entrar —, hizo todo lo posible para aproximarse a Jesús Polanco. «Si no puedes con ellos, únete a ellos», como dice el refrán. Y, en su momento, le hizo algunos favores. Pese a que era uno de los hombres más poderosos de todo el Estado, Polanco no tenía relaciones con el rey, ni buenas ni malas, hasta que en 1990 Mario Conde le introdujo en palacio. Pero, como le pasa a casi todo el mundo, Mario no supo comprender la confusa relación de Prisa con el PSOE, en la cual no es fácil distinguir realmente quién manda más. Conde pensaba ingenuamente que podría llegar a aliarse con Polanco, incluso contra Felipe González, y su osadía acabó costándole cara.

El banquero y el rey se solían reunir a menudo en La Zarzuela o en casa de Paco Sitges para intercambiar impresiones. Charlaban, se tuteaban, se decían que se apreciaban e incluso se les escapaba alguna lagrimita cuando, ya tras muerte, recordaban al malagueño Don Juan. «Todo mi afecto pasado hacia Don Juan es hoy para el rey», dijo a Juan Carlos, llevado por la emoción, su amigo Mario, en una de las primeras entrevistas que mantuvieron tras el fallecimiento del conde.

Pero todo esto no era un mero entretenimiento. Lo que la amistad del rey podía ofrecer a Conde era, sobre todo, información. Juan Carlos recibía a todo el mundo y después se lo contaba todo a Conde.

Si Narcís Sierra estaba a favor del relevo de Solchaga, si Felipe González estaba pensando en disolver las cortes y convocar elecciones, si sus relaciones con la reina iban de mal en peor… El peligro consistía en el hecho de que, igual que se lo contaba todo a él, cuando salía por la puerta también largaba todo a quien viniera después: «Mario me ha dicho…», «Mario opina…», «Mario quiere…». Y le iba colocando, sin darse cuenta muy bien de lo que hacía, en su estilo habitual, en una situación muy difícil, buscándole más enemigos de los que se podía permitir. Además de información, Conde anhelaba influir a un nivel mucho más efectivo y real sobre el monarca, con el fin de intervenir en la vida pública. Y, tras ganarse su confianza, pasó a aconsejarle tanto como pudo sobre lo que tenía que hacer respecto a Felipe González, Aznar, Sabino… En un momento determinado, a comienzos de los noventa, se emperró en que tenía que ponerse fin a la corrupción.

Paradojas de la vida. Formaba parte de una campaña de cambio de imagen personal, para la cual había adecuado su discurso en una línea crítica con la denominada cultura del pelotazo, en claro declive desde el final del boom económico con la guerra del Golfo. Declaró ante muchas personas, por ejemplo, que era «peligroso instalar la cultura de que hay que ganar mucho dinero en el menor tiempo posible». Él estaba más por otro estilo, menos marrullero, más fundamentado en grandes operaciones económicas de un capitalismo salvaje, pero lejos del choriceo cutre del socialismo, de los escándalos de pésimo gusto como el de Juan Guerra. Y, curiosamente, su peculiar cruzada coincidió con las polémicas palabras del rey en Granada, pronunciadas en su viaje oficial del 26 de junio de 1991, en las que hablaba de «la desidia y la corrupción que han malogrado tantas cosas en España». Era la primera vez que se refería a la corrupción, y la prensa no tuvo ninguna duda del cambio de actitud frente al Gobierno: «El aguijón del rey para con el PSOE ha sido evidente», se publicó. El PSOE salió mal parado de aquella campaña.

Pocos meses después del discurso del rey, Alfonso Guerra anunció su dimisión aunque, como se debe recordar, el presidente Felipe González hacía un año que repetía hasta la saciedad que esta dimisión no se produciría y que, si se producía, dimitiría él mismo («tendrán dos por el precio de uno»), cosa que, desde luego, no hizo. Con todo esto, para poder trabajarse al rey, Conde se veía obligado a bregar casi cada día con su secretario, Sabino Fernández Campo, cosa que resultaba realmente incómoda. Desde sus primeros intentos de aproximación a La Zarzuela, Sabino se había colocado en una postura de franca oposición al banquero, la cual no requiere profundos análisis para entender a cuento de qué venía. Sencillamente, quería proteger a la Corona de una influencia externa que pretendía utilizarla en beneficio propio con las peores mañas. El fiel Sabino no lo podía consentir. En 1988, después de que el consejo de administración de Banesto fuese recibo en audiencia oficial, Conde envió al rey (pagado por Banesto, claro está) un valioso reloj de oro, un Patek Phillippe modelo Nautilius, valorado en medio millón de pesetas, según la versión del banquero; aunque, según la de Sabino, se trataba de un reloj de bolsillo, una valiosa pieza de coleccionista adquirida en una subasta de Londres, que el tasador de palacio había valorado en unos tres millones de pesetas. Fuera como fuese, el precio no tenía ninguna importancia. El rey ya había aceptado otros regalos bastante más caros con el consentimiento de Sabino. Precisamente este mismo año, en enero, con motivo de su aniversario, un grupo de empresarios catalanes (entre los que estaba Javier de la Rosa) le habían regalado un Porsche Carrera de 24 millones, sin más problemas ni escándalos. Pero lo de Sabino con Conde era un asunto personal, y prácticamente obligó al rey a rehusar el obsequio. El mismo secretario general de la Casa se encargó personalmente de devolverlo, para lo cual acudió al despacho de la presidencia de Banesto, que entonces ocupaba Conde, en el Paseo de la Castellana. El rey prefería, según él, las pruebas de amistad que no tuvieran valor económico. En aquella entrevista firmaron la declaración de guerra.

Mientras intentaba librarse de Sabino, Conde ya se había convertido en el banquero de confianza del monarca, desplazando a quien hasta entonces había desempeñado ese papel, Alfonso Escámez, entonces presidente del Banco Central Hispano.

El 27 de diciembre de 1992 el Consejo de Ministros ratificaba la decisión real de otorgar a Escámez el marquesado de Águilas, un gesto claro de despedida. Conde ya había vencido también al secretario, y consiguió intervenir en la redacción del mensaje del monarca que se retransmitiría por televisión, introduciendo algunas ideas suyas sobre «la gran política que necesitamos». Más de una cuarta parte del discurso estaba dedicada a defender una Europa «sin obsesiones ni precipitaciones», que era el último leitmotiv del banquero, con evidentes similitudes con la alocución que él mismo pronunció poco después, en su investidura como doctor honoris causa. Pero aunque creía que, a quienes cortaban el bacalao en política, este tema les provocaría menos inquietudes que las cuestiones de economía interna, Conde se había metido en un terreno muy resbaladizo al hablar de Europa. Tenía planes para presentar una lista civil a las elecciones de 1994 al Parlamento europeo, y hablaba también de la necesidad de hacer un referéndum sobre el euro. Demasiado para un hombre que patinaba en sus desavenencias privadas con el PSOE y no dominaba lo más mínimo la política internacional. Su medida estaba más bien en la guerra que había iniciado (contra el jefe de la Casa Real). En su batalla más victoriosa consiguió no solamente librarse de Sabino, sino, además, introducir a un hombre suyo en el puesto de Fernández Campo. No fue una tarea fácil, aunque en aquella época el rey le consultaba prácticamente todo. Cuando se había tomado la decisión del relevo de Sabino, el monarca le pidió: «Hazme un perfil del hombre que necesitamos». Y entre Manolo Prado, Paco Sitges y Conde acordaron en principio que fuera un diplomático, para romper la tradición de que siempre fueran militares.

El mes de diciembre de 1992 fue el momento oportuno para forzar un cambio que se hizo efectivo el 8 de enero de 1993. Mario había pensado en su amigo Fernando Almansa, un diplomático con título de vizconde del Castillo de Almansa, hijo de quien había sido representante granadino de la causa juanista. En aquel momento ocupaba la subdirección general de la Europa Oriental del Ministerio de Asuntos Exteriores, aunque pensaba abandonar pronto este destino para incorporarse a la Embajada de España en Washington como número dos de la legación diplomática española.

Aparentemente era perfecto para el cargo. Conde, unos meses antes, había empezado a darlo a conocer en fiestas y saraos de la jet. Después había tenido que vencer la resistencia de Manolo Prado, que, por su cuenta, intentaba colocar en La Zarzuela a uno de los suyos, el marqués de Tamarón. Conde ganó la partida a Prado en una cena en su casa de Sevilla, a la que también asistía el rey. Los tres sólo trataron del tema. Los argumentos de Conde ante el monarca para defender su candidato resultaron definitivos: «Si es una persona a la que no conozco, yo no puedo comprometerme a ayudarte», dijo más o menos al rey. Y asustado ante la posibilidad que Mario dejara de ser su consejero político favorito, Juan Carlos decidió nombrar a Almansa en aquel mismo momento. Para el cargo de secretario general de la Casa se escogió a Rafael Spottorno, recomendado por Jesús Polanco, con quien Mario Conde intentaba llevarse todo lo bien que podía.

Spottorno era un hombre próximo al Gobierno socialista, que entonces ocupaba la jefatura del gabinete del ministro de Asuntos Exteriores, Javier Solana. Y como jefe de Protocolo se nombró a otro diplomático, Ricardo Martí Fluxá, que formaba parte de la fundación de la reina Sofía contra la droga.

La coronación de Conde, en la plenitud de su éxito, tuvo lugar el 10 de junio de 1993, cuando fue investido doctor honoris causa por la Universidad Complutense en una ceremonia presidida por el rey, a la que también asistieron otros destacados representantes de los Borbón, como el primo del monarca, Carlos de Borbón y Dos Sicilias, y su hermana Margarita de Borbón, acompañada de su marido, Carlos Zurita. Conde todavía lo estaba celebrando cuando el 16 de agosto, el núcleo central de la familia real, con las niñas, la reina y el príncipe, le visitaron en su barco, el Alejandra, en la isla de San Conillera. Pero aquel verano iba a ser el último de su edad dorada. Los rumores de su entrada en la política fueron cada vez más fuertes en septiembre. Los delirios de grandeza habían llevado a Conde a pensar que podría sustituir a Felipe González en La Moncloa. Estaba tan exaltado que ya creía que el rey, en caso de que en las siguientes elecciones generales ni Aznar ni González lograran la mayoría absoluta, resultado previsible teniendo en cuenta el clima político, podría querer nombrar a un presidente independiente que pusiera fin a la etapa de crispación. Tras Torcuato Fernández Miranda (en 1977) y Alfonso Armada (en 1981), era el tercero que alimentaba el sueño de presidir un «gobierno de salvación nacional» sin pasar por las urnas. El rey estaba muy preocupado por la decadencia de Felipe, por los escándalos del PSOE, no conectaba con Aznar… Y Mario estaba convencido de que al rey le habría extasiado que él fuera presidente del Gobierno.

Llegó incluso a tratar con Suárez y con Miquel Roca la posibilidad de organizar una opción de centro. El sueño se desvaneció después de un viaje de Juan Carlos a los Estados Unidos, en el mes de octubre. Al volver dejó claro que, si en algún momento había considerado los planes políticos de Mario Conde, el encantamiento ya se había roto sin remisión. Aznar fue recibido en La Zarzuela el 25 de octubre, el 28 se reunió para cenar en La Moncloa con el presidente González, y los días siguientes la prensa (tanto
El País
como
ABC
) publicaba que se había sellado un pacto entre ellos para tranquilizar la tensión, en el cual parecía que el monarca había hecho de intermediario. Conde todavía tuvo la oportunidad de reunirse con Juan Carlos (trascendió una cena con él y con Prado el 29 de noviembre), pero el rey ya no hablaba mal del PP. La suerte de Mario Conde estaba echada.

El 28 de diciembre de 1993, día de los Santos Inocentes, el Banco de España intervino. Parece que Conde intentó todo el día hablar con el rey, pero no consiguió que se pusiera al teléfono hasta el día siguiente, en que se hizo pública la intervención. Juan Carlos estaba en Baqueira Beret, jugando al mus, preocupado pero sin perder del todo la concentración en el juego. «Es que Mario se había transformado en un personaje incómodo para mucha gente», se le oyó decir. El 11 de enero de 1994, Conde acudía a una rueda de prensa con una gran sonrisa de circunstancias, en la que se dedicó a desmentir las acusaciones del Banco de España. El rey le telefoneó por la noche para felicitarle por su discreción: «Te has comportado como se esperaba de ti, porque tú no podías convertirte en un nuevo Ruiz Mateos». Unos cuantos meses después, el 23 de diciembre, fue trasladado para que ingresara en la prisión de Alcalá-Meco, tras prestar declaración en el Juzgado de Delitos Monetarios, acusado de estafar más de 7.000 millones. Aunque 39 días después salió en libertad bajo fianza de 2.000 millones, había caído en desgracia definitivamente. Y como ya había hecho con otras personas anteriormente, el rey no movió ni un dedo para evitarlo. «Bueno, Mario, yo te llamo, y cuando te digo yo, ya sabes quién soy yo, para decirte que estamos contigo plenamente y que ánimo», le había dicho Manuel Prado por teléfono para levantarle la moral, un día antes de que lo metieran en la cárcel. «Palabras, palabras, palabras…», que diría Shakespeare.

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