Read Un mal paso Online

Authors: Alejandro Pedregosa

Tags: #Policíaco,

Un mal paso (27 page)

El bumerán cortaba el aire y emitía un sonido silbante que se colaba por los oídos de Suso. Cada vez más intenso, cada vez más cerca. El objeto ya caía, iba en descenso, y regresaba, regresaba a la tierra desde la que fue lanzado.

«Cloc». El bumerán golpeó a Suso en medio de la frente.

Capítulo 26

T
arzanito se oponía testarudamente a comerse las tostadas de mantequilla y mermelada de fresa que Cárol le había preparado con la urgencia de las madres trabajadoras.

—Como no te las comas se quedan ahí para el almuerzo —amenazaba la inspectora.

—Es que tienen la sangre de Cristo —argumentó el pequeño genio surrealista.

Cárol cayó presa de un terrible estupor, se acercó a su hijo y lo miró a los ojos. Después observó la mermelada extendida sobre el pan. Abrió la puerta de la cocina y asomó la cabeza por el pasillo.

—Dani —gritó—, el año que viene matriculamos al niño en otro colegio. Por Dios, el curso terminó hace un mes y sigue con la cabeza llena de tonterías.

Le pareció que a lo lejos su marido le daba la razón, y eso la indignó todavía más. Estaba a punto de lanzar un aullido de desespero contra el mundo cuando el teléfono se le adelantó con timbre estridente. Después de dos tonos cesó.

Su marido apareció por la puerta a medio afeitar. Le tendía con la mano el inalámbrico.

—Para ti, es Suso. —Y se perdió por el pasillo arrastrando las zapatillas de casa.

—Dime.

Antes incluso de hablar, Cárol ya notaba la excitación del comisario.

—Coge el coche y sal pitando en cuanto puedas para Muxía. En el número 25 de la calle Castelao vive un hombre que se llama Clemente Vázquez. Es el dueño del vehículo que andamos buscando.

—Genial.

—No tanto —continuó—, le robaron la furgoneta hace tres meses, con lo que no parece que esté relacionado con el asesinato.

—Si no tiene nada que ver, ¿para qué quieres que vaya?

—Se dedica a la venta ambulante de pescado. Junto a la furgoneta le birlaron también una especie de sierra mecánica que utilizaba para filetear el pescado congelado.

—¡Hostia! —la inspectora lo cazó al vuelo.

—Entérate de su día a día, con quién anda, qué pueblos están en su ruta; solo alguien que lo conociera bien podía saber que guardaba la máquina dentro de la furgoneta.

La inspectora miró el reloj de la cocina e hizo un cálculo mental.

—Estoy esperando la llamada de Belén Castresana, me dijo que a primera hora de la mañana iría al taller de restauración para echarle un vistazo a la estatua.

—Olvídate de la jodida estatua. —Y se notaba que los nervios le iban ganando terreno—. Las estatuas no pueden asesinar a nadie, pero la gente de Muxía sí. El embrollo de las estatuas, en el mejor de los casos, podrá explicarnos el «porqué» de la muerte de Mauro, pero a nosotros, ahora mismo, no nos importa el «porqué» sino el «quién».

Aquella mañana todo el mundo estaba dispuesto a darle lecciones. Contó mentalmente hasta diez.

—Yo salgo ahora mismo para allá —continuó el comisario—, dejo activada aquí la operación de búsqueda de la furgoneta y me bajo a Madrid. Cogeré el primer avión que salga para Santiago. A la tarde espero estar ya por la comisaría. Llámame en cuanto hables con Clemente Vázquez.

—De acuerdo —dijo Cárol antes de colgar.

Agarró la taza de café que había dejado en la encimera y regresó a la mesa. Tarzanito luchaba contra sus fantasmas y con cara de asco le daba un diminuto mordisco a la tostada.

—¿A que está buena? —preguntó conciliadora.

El niño la miró como si no fuera su madre.

* * *

Conducir era un fastidio necesario para la inspectora Cárol. Antes de que le entregaran el carné tuvo que presentarse al examen en cinco ocasiones. El día que respetaba todos los pasos de cebra no conseguía aparcar correctamente, y si llegaba a entrar bien en una rotonda, momentos después se tragaba un stop colocado con sibilina mala leche. Los suspensos encadenados le generaron una especie de frustración que le hacía sentirse insegura con las manos al volante. De ahí que no pudiera disfrutar de la hermosa carretera que la guiaba hasta Muxía, concentrada como estaba en embragues, frenos y cambios de marcha.

Un nuevo elemento vino a distorsionar su atención a la carretera. Dani, su esposo, le había colocado en el salpicadero un dispositivo para que pudiese hablar por teléfono al tiempo que conducía. El aparato emitía un soniquete grave e intermitente. Cárol despegó con lentitud la mano derecha del volante y pulsó un botón.

—¿Cárol? Soy Belén Castresana.

—Hola, Belén, estaba esperando tu llamada, ¿qué tal?

—Bien, pero creo que no me diste la dirección correctamente. En el 18 de la Via Michele Mercati no hay ningún taller de restauración.

La inspectora ladeó el cuello porque estaba trazando una curva a derechas. En el asiento del copiloto estaba el papel donde tenía anotada la dirección que el deán le había dado. La cosa se complicaba. No podía tener un ojo en la carretera y otro en el papel.

—Espera un momento, Belén.

Cien metros más adelante parecía abrirse un pequeño camino rural. Por detrás no venía nadie. Mejor. Se hizo a un lado, detuvo el coche y cogió el papel.

—Aquí está —dijo posando el dedo sobre la dirección—. Via Michele Mercati, número 18, barrio de Parioli, 00142, Roma.

—Sí, es la misma que yo tengo, pero ahí no es.

—¿Estás segura? Dicen que es un restaurador muy exclusivo, a lo mejor tiene el taller dentro de la casa y no hay nada que lo anuncie.

Le pareció advertir que Belén Castresana se reía desde Roma.

—Cárol, ¿sabes quién vive en la dirección que me diste?

La inspectora permaneció en silencio.

—Sandro Bertolini, un político democristiano que en los ochenta fue presidente del parlamento italiano.

—Hostia.

—Llamé al timbre un par de veces y no obtuve respuesta, así que le pregunté a un jardinero que estaba en la casa de al lado. Me aseguró que en toda la urbanización no hay nadie que trabaje como restaurador. De hecho —y la risa aumentó su caudal—, en toda la urbanización sencillamente no hay nadie que «trabaje». Todos son millonarios.

Cárol volvió a mirar el trozo de papel. Arqueó los labios.

—Pues no sé, déjame que llame al deán para preguntarle y te aviso con lo que sea. Siento haberte molestado para nada.

—Tranquila, en cuanto sepas la dirección correcta me avisas y me acerco adonde haya que ir. He pasado la noche entera dándole vueltas a las mutilaciones de Mauro y las estatuas. No le encuentro lógica alguna, pero resulta evidente que deben de estar relacionadas.

—No te preocupes —dijo sin poder disimular un ligero punto de acritud—, mi jefe dice que hay cosas más importantes que hacer en estos momentos.

Se despidieron y antes de emprender el camino Cárol buscó en la agenda el teléfono del deán. Llamó y no le contestaron; volvió a intentarlo y tuvo la misma respuesta. Miró el reloj, no podía perder más tiempo si quería llegar a Muxía a la hora convenida con Clemente Vázquez. Más tarde lo intentaría de nuevo.

* * *

Don Gregorio estaba desnudo frente al espejo del cuarto de baño. La frescura rosa del suelo de mármol le subía por los pies hasta llenarle los pulmones. El deán respiraba regularmente, se había tomado un par de píldoras contra los ataques de ansiedad que también le habían aliviado el caldero nervioso que le hervía en el estómago. Tan solo los ojos le fulgían rojos de llanto, de miedo, quizá de odio. De no ser por aquellas pupilas heridas se podría decir que don Gregorio, frente al espejo, era un hombre sereno.

Llenó un vaso de agua y la probó brevemente, como si catase un vino viejo. Luego lo colocó en el suelo, junto a la bañera, y regresó a la pantalla del espejo.

Se palpó la mejilla sin dejar de mirar el reflejo de su imagen. Era la mejilla de su hermano. Ascendió hasta la cabeza y se detuvo allí unos segundos para comprender que también aquella colina blanca con vetas de pelo negro formaba parte de Mauro. Abrió la mano y posó su palma contra la superficie fría del espejo. Una mano idéntica había aparecido en medio de la nada castellana, con las uñas igual de perfiladas, con el mismo anillo de plata que compraron sus padres durante un viaje a Toledo, cuando ellos tenían dieciséis años y la vida todavía era una fábrica de sueños por cumplir.

Miró de nuevo su cuerpo blanco, pocas veces tocado por la calidez del sol. Observó el lunar grande que le iluminaba la parte derecha del costado. Ése era suyo, particular. Allí, frente a él, estaba su cuerpo compacto, grande y sin fisuras, pero también, de alguna manera, estaba el cuerpo de su hermano que ahora aparecía en cualquier camino, segmentado y en porciones como si fuera un animal de matadero.

El agua sonaba con una cadencia acompasada en su viaje del grifo a la bañera, y despedía hilillos de humo gris como una tetera gigante. Se rascó la barba, llevaba un par de días sin afeitarse, los mismos que llevaba sin pisar la calle. Nadie iba a reprocharle su desaliño.

Antes de desvestirse había dedicado unos minutos a escribir una pequeña carta. Hacía tanto tiempo que no escribía a mano. Cuando estaba en el seminario acostumbraba a enviarle a Mauro una carta por semana. Su hermano le contestaba con idéntica puntualidad y así, a base de teléfono y misivas, la lejanía entre ambos se hizo casi imperceptible. Dejó el folio sobre la mesa del salón para que Josephine pudiera verlo cuando llegase.

El teléfono sonó. Se trataba de la inspectora de policía. Saltaba a la vista que aquella mujer era bastante más inteligente que su jefe. Ayer quiso saber el paradero de la «Figura decapitada», y él se lo dijo de manera clara, sin subterfugios. Quizá lo estaba llamando ahora para decirle que ya la había encontrado. Daba igual. Apagó el móvil.

Volvió a mirarse las manos, ahora directamente, sin la mediación del espejo. Los brazos le colgaban pendulares como dos plomadas. Apenas tenían fuerza para cerrar la llave del agua caliente y abrir la del puntito azul. La fuerza se le había escapado de las manos porque sus manos y las de Mauro eran idénticas y ya nada valían las unas sin las otras. Ambas estaban secas, aunque estas suyas todavía conservaran la capacidad de juntar las palmas para rezarle a Dios. Se arrodilló y permaneció orando un par de minutos.

«Dios —pensó don Gregorio antes de persignarse—, en la bondad de su creación, no debería haber permitido la existencia de gemelos».

Despegó las manos e introdujo un dedo en el agua a modo de termómetro. La temperatura le pareció adecuada y poco a poco todo su cuerpo se fue amoldando a la cálida geografía de la bañera. Sobre un estante de cristal, junto a los botes de gel y de champú, estaba la caja de ansiolíticos que el doctor le había recetado. Extrajo una tableta todavía sin abrir y agarró el vaso de agua que había en el suelo. Con la parsimonia de los suicidas se dedicó a tragar las cápsulas una a una. Cuando hubo ingerido todas las cápsulas abandonó la caja vacía en el estante y atrapó sin vacilar las brillantes tijeras que habrían de conducirlo junto a su querido hermano Mauro.

Respiró profundo y cerró los ojos. No quiso ver cómo el agua, poco a poco, se iba tiñendo con su propia sangre.

Capítulo 27

C
lemente Vázquez era un señor reservado que utilizaba las palabras justas para hacerse entender, algo que no siempre conseguía. Menos mal que de joven conoció a Maruxa, su mujer, y desde entonces ella venía apostillando las frases que él no terminaba, completando los pensamientos que él dejaba a medio hacer y fijando la opinión de ambos sobre todo tipo de asuntos. Pero contra lo que pudiera parecer, Maruxa no era ninguna gobernanta, ejercía su labor de portavoz marital con gracia y naturalidad, no atropellaba a su esposo, sencillamente tiraba de él cuando las palabras se le apagaban en la boca.

A Clemente le quedaban dos años para jubilarse, así que el robo de la furgoneta supuso una canallada muy particular, porque según Maruxa «todavía no habían terminado de pagar la letra de la anterior cuando tuvieron que comprar la nueva. Y gracias a Dios que un vecino tenía un cuñado en Coruña que le hizo buen precio por una de segunda mano, que si no…».

La pareja tenía los hijos crecidos y viviendo fuera, con lo que la casa, de reducidas dimensiones a pesar de las dos plantas, le venía a Maruxa grande para limpiar, porque ya no era una rapaza y los dolores reumáticos no perdonaban después de toda una vida pegada al mar.

La noticia de que un policía iba a venir a preguntarles por la furgoneta robada les pilló de improviso, aun así tuvieron el tiempo suficiente para ordenar el salón, quitar el polvo de los lugares más recónditos y colocar sobre la mesa una botella de licor–café junto a tres pequeños vasos de cristal.

A Cárol le dolió rechazar la invitación porque se notaba que el matrimonio estaba bien orgulloso de su orujo, pero era demasiado temprano para ella. Echó un vistazo alrededor de la habitación. El mobiliario era sencillo y en la decoración se advertía la huella que los años y las modas habían dejado en una familia humilde.

Clemente y Maruxa estaban ilusionados con la visita policial.

—Hace unos días, en un pueblo de Navarra, muy cerca de La Rioja, se vio una furgoneta cuya matrícula coincide con la que le robaron; todavía no la hemos localizado pero hay policías que la están buscando y es posible que dentro de poco den con ella.

Una sonrisa de satisfacción encendió la cara de Maruxa. A Clemente, sin embargo, pareció no afectarle la noticia.

—Desde luego estaría muy bien encontrarla y poder devolvérsela a ustedes, pero también nos interesa pillar al autor del robo, y por eso he venido a visitarles. Sospechamos que el ladrón, además del vehículo, iba en busca de la máquina que había dentro de la furgoneta. ¿Acostumbraba usted a dejarla a la vista de la gente?

Clemente negó con la cabeza. Su mujer lo miró deseosa de contestar. Le sirvió un chorrito de licor–café, como si quisiera animarlo.

—No —dijo flemático—, desde fuera no podía verse la máquina. Yo siempre la dejaba dentro de la cámara frigorífica, y la cámara no tiene ventanas.

—¿Cuánta gente, más o menos, sabía que la máquina estaba dentro de la furgoneta?

El hombre frunció el ceño y achinó los ojos. Abrió la boca un par de veces pero no dijo nada. Finalmente, se lanzó.

—Yo calculo… —Y esperó un rato antes de terminar la frase—. Yo calculo que todo el pueblo.

Other books

Lost Art of Mixing (9781101609187) by Bauermeister, Erica
Mirrored by Alex Flinn
All Four Stars by Tara Dairman
Soul of the Dragon by Natalie J. Damschroder
A Spring Affair by Té Russ
Alarums by Richard Laymon


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024