Tonio no esperaba. Desenfundaba la doble hilera de teclas de marfil y empezaba a tocar de inmediato. Con frecuencia ejecutaba partituras de Vivaldi, o de Scarlatti, o de un compositor más oscuro y melancólico de Venecia, un patricio llamado Benedetto Marcello. Y al cabo de unos minutos notaba que ella se dejaba caer lánguidamente a su lado.
Tan pronto como escuchaba la voz de Marianna entremezclarse con la suya, se llenaba de alborozo. La brillante y potente voz de soprano de Tonio subía más, pero la de ella tenía un matiz más pleno y fascinante. Marianna rebuscaba las arias que más le gustaban entre sus viejas partituras o, después de hacerle recitar alguna poesía que él acababa de aprender, le ponía música.
—¡Eres un espejo! —exclamaba Marianna cuando seguía perfectamente un intrincado pasaje. Alargando la nota, lentamente, con destreza, sólo para escuchar el tono perfecto de Tonio. Y entonces, lo cogía de repente entre sus cariñosas y fuertes manos y exclamaba:
—¿Me quieres?
—Claro que te quiero. Te lo dije ayer y anteayer, pero ya lo has olvidado.
Era la exclamación más conmovedora que ella profería, un grito que salía de lo más profundo de su alma. Se mordía el labio, abría desmesuradamente los ojos, los entornaba. Él siempre le daba lo que ella quería, pero en el fondo sufría.
Cada mañana, cuando abría los ojos, sabía si su madre era feliz o desdichada. Lo podía palpar. Así, organizaba sus horas de estudio de manera que pudiera escapar cuanto antes a su lado.
A pesar de todo ello, Tonio no la comprendía.
Y empezaba a advertir que la soledad infantil, las habitaciones vacías y silenciosas, aquel vasto y sombrío
palazzo
, tenían tanto que ver con la timidez y el aislamiento de su madre como con la anticuada severidad de su padre.
A fin de cuentas, ¿por qué Marianna no tenía amigas, cuando el Ospedale della Pietá estaba lleno de damas de categoría, y muchas, incluso expósitas, casadas con caballeros de buenas familias?
Su madre, sin embargo, nunca hablaba de ese lugar. Nunca salía.
Un día en que la prima de su padre, Catrina Lisani, fue a verla, Tonio descubrió que Marianna recibía a las visitas breve y amablemente. Se comportaba como una monja de clausura. Vestía de negro, cruzaba las manos sobre el regazo con su cabello negro bruñido como el satén. Y Catrina, que lucía un alegre estampado de seda en tonos amarillos, llevaba todo el peso de la conversación.
A veces, a Catrina la acompañaba su escolta, un caballero muy elegante y atractivo que era sirviente suyo y también primo lejano, aunque Tonio nunca recordaba de dónde procedía el parentesco. Pero era divertido, porque el primo lo abordaba en el gran salón y le contaba lo que publicaban las gacetas y lo que ocurría en el teatro. Calzaba zapatos de tacones rojos y llevaba un monóculo sujeto con una cinta azul.
A pesar de ser patricio, el hombre era un holgazán que perdía el tiempo en compañía de mujeres y Tonio sabía que a Andrea no le gustaba que alguien de esas características se relacionara con su esposa. A Tonio tampoco le gustaba.
Sin embargo, también creía que si Marianna tuviera un escolta saldría de casa, conocería gente que, de vez en cuando, iría a visitarla, y todo sería diferente.
Pero a Tonio le repelía la idea de un caballero sirviente tan cerca de su madre, en la góndola, en misa, en la mesa. Le invadían unos celos furiosos y mortíferos. Ningún hombre había estado nunca tan cerca de Marianna, salvo su hijo.
—Si yo pudiera ser su criado… —suspiraba. Se miró al espejo y vio a un joven alto con cara de muchacho—. ¿Por qué no puedo protegerla? —susurraba—. ¿Por qué no puedo cuidar de ella?
De todas formas, ¿qué se puede hacer con una mujer que, a menudo, prefiere la botella de vino a la luz del día?
¡Enfermedad! ¡Melancolía! Cuando Tonio tenía catorce años, Marianna nunca se levantaba antes de media tarde. Casi siempre alegaba estar «demasiado cansada» para cantar, cosa que alegraba a Tonio porque la visión de Marianna tambaleándose por la habitación era más de lo que podía soportar. Su sentido común le dictaba quedarse en la cama, recostada en un nido de blancos almohadones, con el rostro demacrado, la mirada extraviada y chispeante, y escuchar cualquier concierto que Tonio quisiera dedicarle.
Hacia la puesta de sol Marianna se volvía caprichosa y maniática. No quería ir a la Pietá, sólo faltaría. ¿Por qué tenía que ir?
—Cuando vivía allí, todo el mundo me conocía —explicó un atardecer—. Era la sensación de toda Venecia. Los gondoleros juraban que yo era la mejor cantante de las cuatro escuelas, la mejor que habían oído en toda su vida. Marianna, Marianna, la gente repetía ese nombre en los camerinos de París y Londres; era muy popular en Roma. Un verano navegamos en una barcaza por el Brenta, cantamos en todas las villas y luego, si nos apetecía, bailábamos y bebíamos vino con todos los invitados…
Tonio se quedaba atónito.
Lena la lavaba y la peinaba como si fuera una niña, le servía vino para serenarla, y entonces se llevaba a Tonio a un rincón y le decía:
—A todas las muchachas de los conservatorios las adulaban así, no seas estúpido. Hoy en día ocurre lo mismo. Pregúntale a Bruno. A los gondoleros les gustan las mujeres, tanto si son damas de alcurnia y futuras esposas de patricios como vulgares muchachas sin linaje. Por el amor de Dios, nada de eso guarda ningún parecido con subir al escenario. ¿Por qué pones esa cara?
—Yo tendría que haber actuado en los teatros —decía Marianna de repente. Apartaba el edredón que la cubría y dejaba que la cabeza le colgara hacia delante con el cabello cayéndole en cascadas sobre la piel amarillenta.
—Calla —le decía Lena—. Tonio, sal un momento.
—¡No! —replicaba Marianna—. ¿Por qué tiene que irse? Canta, Tonio. Lo que sea, canta algo que hayas compuesto. Tenía que haberme escapado a la Ópera, eso es lo que tenía que haber hecho. Y tú hubieras vivido entre bastidores jugando con los decorados, detrás del escenario. Pero no ya ves, tú eres su excelencia, Marc Antonio Treschi…
—Estás desvariando —la interrumpía Lena.
—Claro, querida, ¿acaso no sabes que los locos se crían en los hospicios? —gritaba Marianna.
Fueron unos tiempos terribles.
Cuando Catrina Lisani iba a visitarla, Lena la hacía desistir de su intento con confusos diagnósticos y en las escasas pero periódicas ocasiones en que Andrea Treschi se acercaba a los aposentos de su esposa, Lena lo disuadía con las mismas excusas.
Por primera vez, Tonio estuvo tentado de escaparse del
palazzo
.
La ciudad estaba inmersa en los frenéticos preparativos de la más grande de las fiestas venecianas: la Ascensión o Senza, cuando el dux salía en su barca oficial de oro reluciente, llamada
Bucintoro
, y lanzaba su anillo ceremonial al mar para ratificar su matrimonio con éste y el dominio de Venecia sobre la azul inmensidad. Venecia y el mar, una alianza antigua y sagrada. A Tonio le producía escalofríos de placer, y eso que sólo veía lo que se divisaba desde el tejado. Con el paso del tiempo, cuando recordaba las dos semanas de carnaval que seguían a ese día —enmascarados en las calles y en los muelles, niños pequeños con máscaras, algunos todavía en brazos, corriendo hacia la
piazza
—, enfermaba de impaciencia y resentimiento.
Con más dedicación que nunca, reunía pequeños regalos para lanzarlos por la noche a los cantantes callejeros a fin de que se quedasen bajo su ventana. En aquella ocasión se trataba de un reloj de oro estropeado que había encontrado envuelto en un hermoso pañuelo de seda. Ellos desconocían su identidad. A veces, se la preguntaban cantando.
Y una noche en que se sentía especialmente inquieto y solo faltaban dos semanas para la Senza, respondió cantando: «¡Soy el que esta noche te ama más que nadie en Venecia!».
Su voz resonó en los muros de piedra, su emoción rozó la hilaridad y continuó, tejiendo en su canción toda la poesía floral que conocía en alabanza de la música hasta que comprendió que estaba haciendo el ridículo. Fue maravilloso. No se percató siquiera de que en la calle reinaba el silencio. Y cuando en la estrecha acera sonaron aplausos y gritos desaforados, se sonrojó de vergüenza y rió para sus adentros.
Entonces arrancó los botones de pedrería de su chaqueta para arrojárselos a ellos.
>Algunas veces, sin embargo, cuando llegaban los cantantes era ya muy tarde. Y otras, ni siquiera aparecían. Quizás estuvieran cantando serenatas por encargo a una dama o a una pareja de enamorados en el canal. Era imposible saberlo. Sentado en la ventana, con las manos entrelazadas sobre el alféizar mojado, soñaba que descubría la puerta de una bodega que nadie conocía y se marchaba con ellos. Soñaba que no era rico, que no era un patricio, sino un pilluelo libre para cantar y tocar el violín toda la noche por las cuatro esquinas de aquel denso y mágico recinto de piedra que era su ciudad y que se alzaba compacto a su alrededor.
Tonio tenía la creciente sensación de que algo estaba a punto de suceder.
En su opinión, las cosas no podían irle peor.
Y entonces, una tarde, inesperadamente, Beppo trajo a Alessandro, el primer cantante de San Marco, para que escuchara a Tonio cantando con su madre.
Al parecer, unos días antes, Beppo había asomado la cabeza en el dormitorio de Marianna para preguntarle si permitiría esa visita. Beppo estaba muy orgulloso de la voz de Tonio… y a Marianna la adoraba como a un ángel.
—Claro, tráelo cuando quieras —le dijo alegremente. Iba por su segunda botella de vino blanco español, paseándose por la habitación con su peinador puesto—. Tráelo, me encantará recibirle. Si quieres, bailaré para él; Tonio tocará la pandereta, será como un auténtico carnaval.
Tonio se sentía mortificado. Lena acostó a su señora. Beppo debía haberse dado cuenta, pero era demasiado viejo. Sus ojillos azules centellearon como luces inciertas y al cabo de unos días allí estaba Alessandro, en el salón principal, espléndido en su terciopelo de color crema y la chaqueta de tafetán verde, obviamente complacido por aquella invitación especial.
Marianna se hallaba profundamente dormida, las cortinas corridas. Tonio no tardaría en despertar a la Medusa.
Se pasó un peine por el cabello, escogió su mejor chaqueta y recibió personalmente a Alessandro, haciendo las funciones de amo y señor de la casa.
—No sé qué hacer,
signare
—le dijo—. Mi madre está enferma y sin ella yo no me atrevo a cantar para usted.
Sin embargo, aquella inesperada compañía lo alborozaba. El sol se derramaba como un torrente sobre la caoba y los damascos de la habitación. Todo el conjunto rebosaba armonía pese a la descolorida alfombra y los techos desmesuradamente altos.
—Trae café, por favor —ordenó a Beppo. Y luego abrió el clavicémbalo.
—Perdonadme, excelencia —dijo Alessandro en voz baja—. No quisiera importunaros. —Su sonrisa era dulce y lánguida. Sin la túnica del coro su aspecto distaba mucho de parecer etéreo, todo lo contrario. Era un caballero corpulento, casi desgarbado, aunque un ritmo fluido impregnaba todos sus gestos—. Yo sólo pretendía sentarme en un rincón, sin molestaros, y escucharos cantar con vuestra madre. Beppo me ha hablado mucho de vuestros duetos, y recuerdo vuestra voz, excelencia, nunca la he olvidado.
Tonio rió. Si aquel hombre se marchaba, se echaría a llorar. ¡Se encontraba tan solo!
—Siéntese, por favor,
signore
. —Experimentó un alivio inmenso cuando vio aparecer a Lena con una humeante cafetera seguida de Beppo, que traía unas partituras.
Tonio era presa de la desesperación. En su rescate acudió la brillante idea de producir en Alessandro tal deleite que éste regresara una y otra vez a escucharlo. Escogió
Moctezuma
, la última ópera de Vivaldi. Las arias eran del todo nuevas para él, pero no podía arriesgarse a cantar algo pasado y aburrido, y al cabo de unos instantes, se encontraba en medio de una enérgica y espectacular pieza, a la que su voz se adecuaba rápidamente.
Nunca había cantado en aquella estancia. Allí dominaba el mármol sobre tapices y cortinajes, y éste amplificaba su voz y la hacía sonar excelsa. Cuando terminó, el silencio lo estremeció. No podía mirar a Alessandro. Sintió que en su interior brotaba una extraña emoción, una desasosegante felicidad.
Entonces, respondiendo a un impulso, hizo una seña a Alessandro. Casi se sorprendió al ver que el eunuco se levantaba y se dirigía al clavicémbalo. De repente mientras Tonio se lanzaba al primer dueto, oyó a sus espaldas aquella magnífica voz que elevaba y arrastraba a la suya, aquella fuerza estridente.
A éste lo siguió otro dueto, y otro, y otro aún, y cuando ya no encontraron más, cantaron duetos con las arias. Interpretaron aquellos fragmentos de las partituras que más los entusiasmaban, algunos de los que no les gustaban y continuaron con más música. Finalmente, convenció a Alessandro de que compartieran el pequeño banco y les sirvieron el café.
La sesión de canto se prolongó hasta abandonar toda formalidad. Eran simplemente dos personas, incluso las voces con las que hablaban eran distintas. Alessandro destacaba pequeños aspectos de esta y aquella composición. De vez en cuando insistía en escuchar a Tonio cantar solo, y luego sus alabanzas se precipitaban como una cálida cascada, en su afán de hacerle comprender que no se trataba de halagos de cumplido.
Sólo se detuvieron cuando alguien les puso un candelabro delante. La casa estaba oscura, era tarde, y ellos habían perdido la noción del tiempo.
Tonio guardaba silencio y el aspecto sombrío que cobraban los objetos lo oprimía. Le pareció que la casa se lo tragaba de un bostezo, y las luces del canal centelleando en el cristal le provocaron deseos de iluminar aquella sala con todas las velas que pudiera encontrar. La música latía aún en su cabeza y, con ella, su dolor. Al contemplar la dulce sonrisa dibujada en el rostro de Alessandro, experimentó un irreprimible afecto hacia él.
Hubiera querido hablarle de aquella lejana noche en que había cantado en San Marco por vez primera, decirle cuánto le había complacido, asegurarle que nunca lo olvidaría. Le fue imposible, sin embargo, traducir en palabras aquel primer anhelo infantil de ser cantante, imposible decir «claro que yo no puedo serlo», imposible comentarle lo ridículo que resultaba todo aquello, porque él no sabía que Alessandro era… ¿qué? Detuvo sus pensamientos, repentinamente humillado.