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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (41 page)

EL FUNERAL POR LA EX MAESTRA

SE CELEBRARÁ EL SÁBADO

35

Pelirroja Dos se preguntó: «¿Qué puede decir uno sobre su propia muerte? O, quizá, ¿qué te gustaría que otra persona dijese? ¿Fui una buena persona? Tal vez no.»

Sarah forcejeó con las ideas que inundaban su cabeza. Se sentía atrapada entre la vida y la muerte. El sonido amortiguado de los disparos parecía el de truenos lejanos y penetraba en los gruesos protectores de oído que llevaba. En la cabina de al lado, la directora de Lugar Seguro disparaba a toda velocidad con una pistola de 9 mm y llenaba el aire de furiosas explosiones. Sarah levantó el arma de su marido muerto, la sujetó con las dos manos de la forma en que le habían enseñado, la apuntó a la silueta negra de un hombre de cartón que sujetaba un cuchillo grande con una expresión furiosa y una cicatriz en la mejilla y en el pecho una diana pintada y apretó tres veces el gatillo. Dudaba de que el objetivo se pareciese mucho al Lobo Feroz, pero no había manera de saberlo.

El retroceso le envió ondas expansivas por los brazos, pero en el fondo estaba contenta de no haberse tambaleado hacia atrás o haberse caído, pues era lo que había esperado.

Levantó la vista y echó una ojeada al campo de tiro. Vio que dos disparos habían quedado en el borde de la diana, pero el tercero había destrozado el mismísimo centro del papel. No sabía si correspondía al primer disparo o al último, pero estaba contenta de que al menos uno habría sido mortal.

—Así me gusta —dijo la directora, mientras se inclinaba sobre la pequeña división que separaban las galerías de tiro—. Intenta controlar la desviación del arma hacia un lado o hacia el otro cuando disparas rápido. Y una cosa, vacía el cargador. Dispara las seis balas. De esa manera tienes más posibilidades. Tenemos munición y tiempo de sobras.

«Munición de sobras, vale —pensó Sarah—. Pero tiempo no.»

Abrió el cilindro para volver a cargar con la munición de una caja que estaba en la plataforma de tiro a la altura de su cintura.

«Sarah Locksley, nacida hace treinta y tres años. Antaño feliz. Ya no mucho. Fallecida en un río, asesinada por un psicópata que la condujo a una desesperación aún mayor al amenazarla con asesinarla, aunque ya no le quedaba nada por lo que vivir porque el puto conductor de un camión cisterna se saltó un stop.»

Levantó el arma y apuntó otra vez.

«Esto no servirá. Es un funeral. Un poquito de tristeza y sobre todo cosas amables, seguras, dichas sobre alguien cuya vida acabó demasiado pronto a causa de una tragedia.»

«Esa soy yo. Yo soy ese alguien. O quizá sea la antigua yo.»

La diana emergió delante de ella. Entrecerró los ojos. Tarareó para sí con objeto de bloquear el ruido de las otras armas que disparaban.

«Ni una palabra sobre la verdad de Sarah Locksley.»

Sonrió. Una parte de su ser desearía poder asistir al funeral. Seguro que le ayudaría a despedirse de Sarah.

«Hasta pronto, Sarah. Hola, Cynthia Harrison. Es un placer conocerte. Y estoy encantada de retomar tu vida.»

Oyó el eco de los disparos a su alrededor y el arma le saltó en la mano.

«Cynthia Harrison —pensó—. Me pregunto si estarías avergonzada, decepcionada o enfadada al saber que la primerísima cosa que voy a hacer con tu identidad es matar a un hombre. A un hombre muy especial. Un Lobo Feroz que sin duda merece morir. Al fin y al cabo ya me ha matado una vez.»

En esta ocasión, cuatro de los seis disparos aterrizaron en el mismísimo centro y el quinto agujereó la frente del objetivo.

Veinte minutos antes de que empezase el funeral, Pelirroja Tres cogió la cámara de vídeo que había conseguido en el centro comercial y la colocó en un lugar desde el que enfocaba a las personas que entrarían por la puerta, se detendrían
y
firmarían en el libro de firmas, antes de tomar asiento en la pequeña sala. Estaba programada para grabar durante dos horas, tiempo que según Jordan sería más que suficiente.

Echó un vistazo a la parte delantera de la sala. Karen había realizado un montaje con fotografías de Sarah y de su familia fallecida. Ramos de lirios blancos flanqueaban el montaje fotográfico realizado en un póster blanco sobre un tablón y colocado en un trípode frente a las pocas sillas que la funeraria había preparado. Había un pequeño podio con un micrófono, desde donde Karen diría unas palabras a las personas congregadas.

Una parte de Pelirroja Tres quería quedarse. Pensaba que podía esconderse detrás de una cortina, permanecer inmóvil y contener la respiración.

Pero sabía que quedarse, aunque escondida, era peligroso.

Así que en lugar de quedarse, se preparó y salió con la cabeza agachada unos minutos antes de que las primeras personas estacionasen en el aparcamiento de la funeraria. Llevaba una sudadera oscura con capucha debajo de su vieja parka, se puso la capucha y se alejó lo más rápido posible de la funeraria en dirección a la parada de autobús más cercana.

Por primera vez en varios días, sabía que no la seguían. Para Jordan esto no tenía mucha lógica, pero no tenía intención de descartar una sensación que le hacía sentir que hacía algo que tal vez le ayudase a salvar la vida.

Cuando el autobús chirrió a su lado y se abrieron las puertas con el típico
puushh
de sonido hidráulico, subió. Jordan era consciente de que se había saltado varias normas del colegio al haber salido del campus un sábado sin permiso. No le importaba. Pensó que saltarse unas cuantas reglas onerosas era el menor de los problemas a los que se acercaba con rapidez.

Karen se encontraba en la sala contigua, ataviada con un elegante vestido negro, con el aspecto de una puritana auténtica, estudiando con detenimiento dos hojas de papel en las que había escrito un breve discurso con los detalles que Sarah le había dado sobre su vida.

Las palabras en la hoja se unían. Se sentía como una disléxica, todas las letras se movían y saltaban en el papel quisiera o no, amenazando con interrumpir todo lo que planeaba decir. Hizo unos ejercicios de respiración como hacía antes de salir al escenario con un nuevo número humorístico. Inspirar lentamente. Expirar lentamente. Y calmar los acelerados latidos de su corazón.

—Sé que estás aquí —susurró. Uno de los directores de la funeraria, que estaba al otro lado de la sala, alzó la vista con una mirada experta, hipócritamente nostálgica, y Karen se dio cuenta de que él pensaba que hablaba con su apreciada amiga y no con un asesino.

—La gente está empezando a llegar —dijo el director de la funeraria. Era mucho más joven que el hombre con el que había hablado a principios de la semana, aunque ya había logrado dominar los tonos solemnes y sonoros de la pérdida. Supuso que era un hijo o un sobrino al que estaban introduciendo en el negocio familiar y este funeral en particular no era precisamente un reto para la funeraria. No hacía falta que estuviese el jefe. No había ataúd. No había cadáver. Unas pocas flores. Y algunos sentimientos al azar.

«Si está aquí, será porque necesita saber, quiere ver y quiere oír.» Karen notaba que se le aceleraba el pulso al pensar que podía estar de pie delante del Lobo.

—Voy a salir ya —repuso con un hilo de voz.

Antes había colocado una silla de respaldo rígido cerca del micrófono. Sonriendo, asintiendo con la cabeza a las personas que llegaban desde el aparcamiento, se dirigió en esa dirección. No conocía a ninguno de los rostros que le devolvían la sonrisa. Cada paso que daba era como caminar hacia un foco. Sabía que estaba en peligro en todo momento. No se podía hacer nada. Como si pronunciase un mantra oriental, no dejó de decirse que no iba a matarla precisamente entonces. Nunca había oído de nadie que hubiese asesinado a una persona en una funeraria delante de los asistentes al duelo. Llevar la muerte a un lugar de muerte. Esto resultaba tan ilógico, que intentó utilizar esa improbabilidad para tranquilizarse.

Karen nunca había hecho un panegírico y menos para alguien que apenas conocía y que en realidad no estaba muerta. Pensó que si no fuese porque era lo único que se le había ocurrido para seguir con vida, la situación sería cómica.

«No hay que hablar mal de los muertos», pensó. Se preguntó quién habría acuñado esa máxima.

A Karen le satisfizo el número de personas que acudía. No sabía si iban a ser cinco o cincuenta. Cero también había sido una posibilidad, sin embargo la cantidad iba a superar las mejores expectativas. Eso estaba bien. Perfecto, incluso. «Si hay muchas personas se sentirá seguro. Pensará que se puede mezclar. Si no hubiese asistido nadie, probablemente no se atrevería a venir, no querría arriesgarse a sobresalir en una sala vacía.»

Sentía la electricidad, no muy distinta a la que sentía al subir a un escenario.

«Hazlo bien. Sé persuasiva. Haz que parezca que Sarah ha muerto.»

Había actuado muchas veces, pero ninguna, pensó, había sido, ni por asomo, tan importante como esta ocasión.

Karen miró a una mujer y a un hombre que llevaban de la mano a un niño pequeño vestido con una camisa blanca que le quedaba estrecha y una corbata roja en el cuello que ya se había aflojado. El niño se apoyaba en una hermana mayor, de unos trece o catorce años, que se secaba los ojos delicadamente con un pañuelo. La familia se detuvo delante del montaje fotográfico y dedicó unos respetuosos momentos a mirar la colección de fotografías antes de tomar asiento. «Una antigua alumna de primaria —pensó—, y un hermano pequeño que no tiene ningunas ganas de estar aquí.»

«No un lobo.»

La sala empezó a llenarse —hombres y mujeres de todas las edades acompañados de algunos niños—. La música solemne y falsa de la funeraria se oía a través de altavoces escondidos y fluía alrededor de Karen como humo, como si oscureciese su visión. Esperó hasta que disminuyó el flujo de gente que se detenía para firmar en el libro de firmas y entonces se levantó. Por el rabillo del ojo vio al joven director de la funeraria accionar un pequeño interruptor en la pared y la música se interrumpió en mitad de una nota. Miró brevemente a las personas allí reunidas y empezó su discurso.

—Me gustaría agradeceros vuestra presencia. Sois muchos los que habéis venido, mi querida amiga Sarah hubiese estado muy contenta al ver a tanta gente.

Tenía ganas de mirar a los ojos a todos los presentes en la sala, como si pudiese reconocer al Lobo Feroz solo por el brillo de sus ojos. Sin embargo, mantuvo la cabeza baja, como si estuviese conmovida por la emoción del falso funeral, esperando que la cámara de Jordan hiciese el trabajo por ella. Leyó palabras que no significaban nada, intentando sonar profundamente respetuosa cuando lo que en realidad quería hacer era gritar.

Comprendía que era una jugada arriesgada. «Puede que sea lo bastante listo como para no aparecer y todo esto no habrá servido de nada.»

«Pero puede que no.»

«Tal vez sienta la necesidad de venir aquí, porque el olor que ha estado siguiendo es tan fuerte que le impide detenerse.»

Eso era lo que las tres pelirrojas esperaban.

Pensó en el refrán: «Por querer saber la zorra perdió la cola.»

«Quizás el lobo pierda otra cosa.»

36

«Lo gracioso —pensó— es que con todos los asesinatos que he cometido, no me gusta mucho ir a funerales. Me hacen sentir incómodo. Están demasiado cargados de emociones descontroladas o de falsos sentimientos.»

Sin querer, se puso a silbar una serie de notas inconexas, no una melodía reconocible. «Gente real como las Pelirrojas. Personajes inventados en mis libros. Muchos tipos de muertes diferentes en mis manos. Tanto si es en una página en prosa o tendidas en una mesa de amortajamiento en el depósito de cadáveres esperando el coche fúnebre y un viaje al crematorio o a un hoyo a dos metros bajo tierra, seguís estando como témpanos. Tanto si morís de viejo, por enfermedad o por muerte repentina, por un navajazo o por un disparo o por el capricho de un autor, al final todo es lo mismo.»

Resopló y pensó que parecía un predicador dándose un sermón.

—Polvo eres y en polvo te convertirás —recitó en un tono burlón, profundo y sonoro.

El Lobo Feroz pensaba que había mezclado a la perfección sus mundos de ficción con la realidad. Era un asesino en ambos mundos. Para él, ya no había mucha diferencia entre los dos —un feliz subproducto de la elección que había hecho de las tres pelirrojas— y rehacerlas en personajes. Se consideraba un maestro de lo real y de lo ficticio. Ser tan competente en ambos ruedos avivó su entusiasmo.

—Tic tac, tic tac. El tiempo avanza, señoras —se dijo.

Rio un poco y se preguntó qué resultaría más estimulante: matar o escribir sobre ello. Las dos cosas eran terriblemente atractivas. Su única preocupación constante era cómo plasmar de forma exacta la muerte de Pelirroja Dos. Era el tipo de nudo desafiante que todo escritor quiere deshacer. «James Ellroy —pensó en unos de sus autores favoritos—.
LA Confidential
. Le gustan los argumentos complicados y retorcidos para después desenredarlos con un lenguaje convincente. Y violencia. Mucha violencia. Cuesta olvidar toda la brutalidad que plasma en el final.» El Lobo Feroz sabía que tenía que conseguir que los últimos momentos de Pelirroja Dos al borde del puente pareciesen tan reales como los que estaba a punto de crear para Pelirroja Uno y Pelirroja Tres. El problema era que no lo había presenciado. Esto le hizo murmurar una maldición. «Maldita sea.» Tenía que asegurarse de que los lectores supiesen que cuando Pelirroja Dos se lanza a las aguas oscuras, cae en el olvido gracias a su empujón.

—Sabes lo suficiente. Tienes los detalles. Solo es cuestión de escribir la descripción adecuada —dijo. Siempre le resultaba reconfortante hablarse en tercera persona.

Hizo una lista mental: «Pánico: lo conoces. Duda: la entiendes. Miedo: bueno, ¿quién lo conoce mejor que tú? Junta esas tres cosas en la mente de Pelirroja Dos y ya lo tienes.»

Pensó en prepararse un baño cuando regresase a casa, sumergir la cabeza debajo del agua e intentar imitar la sensación de ahogarse. «No será lo mismo. No habrá agua negra ni fuertes corrientes que te empujen hacia el fondo. Pero al menos conseguiré entenderlo un poco para hacer que funcione sobre el papel.

»Aguanta la respiración. Y cuando notes que vas a desmayarte, lo sabrás.»

Eso tendría que funcionar.

«Conocer de lo que escribes. Hemingway conocía la guerra. Dickens conocía el sistema de clases británico. Faulkner conocía el sur.

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