Un asesinato musical (55 page)

—Volveré a llamarte —dijo Michael por el teléfono, y, sin prestar atención al torrente de instrucciones que Balilty comenzaba a darle, colgó y se volvió hacia la mujer. Le devolvió la sonrisa, rechazó el café que le ofrecía, aceptó un vaso de agua fría y la siguió a una gran sala. Pasó entre una serie de mesas rectangulares dispuestas para el almuerzo, y junto a un piano con la tapa levantada, una butaca floreada y un taburete; tropezó en el borde de una desgastada alfombra persa y echó una ojeada a un par de partituras encuadernadas en negro que reposaban sobre una bandeja de cobre, junto al piano—. Estoy buscando a la señorita Van Gelden —le dijo a la joven.

—Está en la conferencia del señor Van Gelden.

Michael hubo de contenerse para no preguntarle si estaba segura, e incluso se demoró junto a la estantería, manoseó los volúmenes añejos de una edición francesa de Voltaire y luego examinó un panfleto en hebreo sobre los asentamientos de los colonos en la Margen Occidental. Entonces se dio cuenta de que estaba haciendo esperar a la joven. Se disculpó y la siguió a través de una puerta lateral. Recorrieron varios despachos vacíos, en uno de los cuales un enjambre de moscas zumbaba en torno a un tarro abierto de mermelada. Salieron al exterior y echaron a andar por el camino por el que Yuval había desaparecido.

Junto al tronco retorcido y nudoso de un olivo grisáceo, sobre el césped descuidado y amarillento, Eli Bahar descansaba en una silla blanca de plástico, no muy lejos de un somier de hierro que alguien había abandonado en el jardín. A su espalda había un porchecito desde el que descendían unas escaleras, y de aquella dirección procedía la melodía de un piano acompañada por un coro bastante nutrido. La joven de negro sonrió cortésmente y les preguntó si podía dejarlos solos, y luego les comunicó que tenían sitios reservados para comer. Les aconsejó que entraran en la sala de uno en uno, para no molestar.

—Se ha cancelado la clase de canto con acompañamiento de chelo, y en su lugar, los cantantes y el señor Van Gelden trabajarán con acompañamiento de piano. Y, a petición del señor Van Gelden, también se ha suspendido la retransmisión para el canal educativo, simplemente se realizará una grabación sonora —explicó la joven, como si Eli y Michael fueran dos participantes más. No se había mencionado la palabra «policía». Michael se preguntó qué sabría la chica de ellos.

Eli Bahar aguardó a que se fuera y, con un movimiento perezoso, dio la vuelta a una silla que estaba patas arriba sobre el césped agostado y dio unas palmadas en el asiento.

—Me he quedado a esperarte aquí fuera para que pudiéramos hablar. Ahí dentro no se puede, y mientras Theo esté dando clase nadie puede hacerles nada —dijo Eli—. No hay necesidad de asistir a la clase.

Michael tomó asiento y encendió un cigarrillo.

—Es la primera vez que estoy aquí —musitó Eli—. Ni siquiera sabía que existía este lugar. Es precioso, pero mira qué abandonado está.

Michael trató de recordar lo que Nita le había contado de la familia Bentwich y asintió con un gesto.

—Hace unos meses trataron de restaurarlo —explicó Eli—, pero esa chica, la directora, me ha dicho que tuvieron que dejarlo a medias. Los obreros volvieron a poner las ventanas viejas en lugar de otras nuevas y ya ves en qué estado está la pintura y todo lo demás. Es una pena, ¿verdad?

Michael asintió con la cabeza.

Ante él, la luz del sol bañaba un retazo de césped. Una vez más, Michael extendió mentalmente una manta sobre la hierba y puso encima a la nena, boca abajo. ¿Quién la tendría en brazos en esos momentos? ¿Quién estaría aspirando la fragancia de sus mejillas?

—Aquí se organizan conciertos y otras actividades. ¿Habías venido alguna vez?

—Una vez, hace mucho —murmuró Michael, y volvió la cabeza hacia el edificio Beit-Lillian, no muy alejado de donde estaban, y adonde había acudido con Avigail hacía algo más de dos años, una tarde de otoño durante las fiestas de Sukot, pocos meses antes de su ruptura. Aquel día se interpretaba el quinteto
La trucha
de Schubert. Avigail había permanecido inmóvil, una expresión pétrea en el rostro medio oculto por unas grandes gafas de sol, sin sonreír ni reaccionar de ninguna otra forma ante la música que fluía del auditorio. Se había empeñado en que se quedaran fuera. No era cierto eso de que la tristeza no deja huellas. La alegre obra de Schubert había quedado ligada para siempre en el recuerdo de Michael al abatimiento y el dolor de Avigail, que se negó a quitarse las gafas de sol incluso después del crepúsculo. De su cara sólo se veía su bonita boca fruncida, con los labios secos. Tenía las largas mangas blancas bien abotonadas. De noche, en el hotel, Avigail lloró. El amor que Michael sentía por ella no bastaba para rescatarla de la aflicción.

—¿Dónde está Nita? —preguntó Michael, saliendo de su ensueño, y Eli se encogió de hombros.

—Dentro, en la sala de conferencias. Al menos su cuerpo está ahí... su espíritu, sólo Dios lo sabe. Su hermano no ha parado de hablar desde Jerusalén hasta Zichron Yaakov y ella no ha dicho ni una palabra. Iba mirando por la ventanilla. Él no ha cerrado la boca. Hablaba y hablaba como si ella le escuchara. Pero a mí me daba la impresión de que Nita no oía nada. Se quedó dormida durante un rato. Yo creo que la tienen dopada. Y el niño... ¡no fue fácil convencerla de que se separase de él! No entiendo por qué... en fin, el hermano se empeñó en que viniera. Le lavó el cerebro con la idea de que ahora tienen que estar siempre juntos. Al menos, hasta que se celebre el entierro. Nita está ahí dentro. La directora me ha dicho que han suspendido su clase magistral. Y están esperando a una gran estrella, un cantante.

—Balilty me ha dicho que ha mandado a un tipo joven en lugar de a Dalit.

—Está dentro también. No lo conozco, pero tiene buena pinta. Es novato, pero al menos no es un psicópata. Se llama Ya'ir. Tzilla ha trabajado con él en el caso Arbeli. Como han reestructurado todo el equipo, nos lo han transferido por recomendación de Tzilla. No tiene mucha experiencia, pero al menos no es un embustero. Apenas habla.

—Por lo visto, el informe sobre la canadiense también era una invención —dijo Michael.

—¿No te parece increíble? —Eli se enderezó y giró la mitad superior del cuerpo hacia Michael—. Lo que te comenté esta mañana, lo dije por decir, no es que lo creyera. Pero cuando llegué a la oficina, Balilty ya estaba hablando con nuestro hombre en Nueva York. ¡Y no había hablado con ella!

—¿Con quién?

—Con Dalit, nuestro hombre en Nueva York. No era cierto que se hubiera puesto en contacto con él. ¿Tú lo comprendes?

—A decir verdad, no. No lo comprendo —dijo Michael pensativo. Escuchó distraídamente los cantos del coro. Otra parte de su ser estaba concentrada en las señales de desintegración de la pared desconchada que tenía enfrente. Sobre la alta hierba dorada se derramaban parches grises y amarillos de luz solar—. Se podría decir que está enferma, pero eso no explica nada. Tampoco es necesario comprender todo lo que ocurre en el mundo —se recordó a sí mismo—. Todo tiene un límite.

—Y luego está el asunto de la llave. Dalit tampoco ha hablado con Izzy Mashiah y la llave en cuestión no existe —prosiguió Eli—. Mashiah no sabe nada de ninguna llave de la casa de Herzl. Me tiene pasmado, pero al menos esto ha valido para algo.

—¿Sí? ¿Para qué?

—Balilty. Se le han bajado un poco los humos. Ya no está tan seguro de ser el rey del universo. Y ha sido Shorer, que se quedó cuando tú te fuiste, quien me ha enviado aquí. Cesó a Dalit fulminantemente. Y la espantó diciéndole no sé qué.

—¿Cómo? ¿Lo van a dejar correr como si nada? —se escandalizó Michael.

—No tengo ni idea de lo que piensan hacerle, pero ya no es asunto nuestro —dijo Eli Bahar, y entornó los ojos para protegerse del sol—. La han mandado a ver a Elroi. Lo primero que hacen siempre es mandarlos al psicólogo... Pero seguro que luego se emplean a fondo con ella. Habrá una investigación, un expediente disciplinario, y, en todo caso, Dalit se ha hundido con todo el equipo. Yo pensaba que quizá se había quedado colgada de Theo. Y que quizá por eso... Pero si ése fuera el motivo, no explicaría cómo encontró a Herzl ni todo lo demás. No sólo es que esté loca. En su locura no hay ningún método.

—Sí, sí lo hay. La loca ambición de tener éxito. Y de sabotear lo que se le ponga por delante. Para lograr poder y fama, por un lado, y para destruirse a sí misma y destruirlo todo, por otro. E incluso para sufrir un castigo por ello, ya ves que ni se molestó en borrar sus huellas. ¿Qué ha dicho Theo de la canadiense?

—No me ha dicho nada. Sigue pensando que le sirve de sólida coartada —dijo Eli con satisfacción—. Eso te lo dejo a ti. Pero no hay prisa, vamos a pasar aquí todo el día. No va a salir corriendo. Ya lo arrestaremos mañana.

—Su arresto no está justificado. Todavía no. En primer lugar, hay que ver qué pasa con la otra mujer. En segundo lugar, no tenemos un móvil. No está nada claro; incluso si pensáramos en la herencia, ¿por qué precisamente él y precisamente ahora? Me gusta dejar todos los cabos bien atados antes de practicar un arresto. Si es posible.

Eli Bahar hizo una mueca.

—En eso nunca he estado de acuerdo contigo. Terminas por prolongar demasiado las situaciones. Siempre te lo digo. ¿Qué hay de malo en que lo detengas y luego lo sueltes si nos hemos equivocado?

—Y yo siempre te explico que, llegados a un punto como éste, se puede ganar mucho no deteniendo a un sospechoso. Todavía confía en nosotros y aún no le hemos sonsacado todo lo que queremos —argumentó Michael—. Nos quedan muchos cabos sueltos. Ni siquiera sabemos de dónde procede la cuerda...

—Hay cabos que siempre se quedan sueltos —opinó Eli Bahar filosóficamente—. Y hay pistas que no llevan a ningún lado y sólo sirven para perder el tiempo. Como el cuadro ese detrás del que Balilty lanzó a un montón de expertos. Husmeó en todos los rincones del hampa sin llegar a nada. Y luego va y lo encuentra en un armario de cocina, detrás de un bote de cacao. Y puede que todo el asunto sea una falsa alarma, ni siquiera eso lo sabemos con seguridad. Pero Balilty pasó no sé cuántas semanas con expertos sacados de aquí y de allá. ¿Has descubierto tú algo nuevo?

—Quizá —dijo Michael, y se detuvo titubeando—. Pero es algo tan etéreo, tan complicado y quizá tan absurdo, que de momento más vale no mencionarlo.

Eli Bahar guardó silencio, expectante. Su mirada siguió el movimiento de la mano de Michael, que apagó el cigarrillo al borde del césped, se levantó y se acercó a la papelera de la entrada del edificio.

—Como quieras —dijo Eli al fin, un tanto enfurruñado—. ¿Cuándo vas a plantarle cara con lo de la canadiense?

—Más tarde —dijo Michael—. Ahora está dando una conferencia, ¿no es así?

—Sí, todavía tiene para una hora, más o menos, y luego viene la comida. A lo mejor ése sería un buen momento... —apuntó esperanzado.

—A lo mejor —convino Michael—. Quiero entrar. ¿Te quedas tú aquí?

—No tengo nada que hacer ahí dentro —dijo Eli sombrío—. Esperaré aquí. He tenido una noche muy agitada —se caló unas gafas de sol—. Despiértame si me duermo.

—Pásame una cinta virgen. La que tengo en la grabadora está casi llena.

Michael abrió la puerta de una sala mucho menor de lo que había imaginado. Justo frente a él, ante unos ventanales que daban a un porche embaldosado, Nita reposaba en una desfondada butaca de raído brocado. Su cuerpo exánime estaba hundido en la butaca y daba la impresión de que sería una tarea ingente que recobrara el movimiento. Su mirada se cruzó con la de Michael. Él sintió un enorme alivio al verla viva. Lo dominó la emoción y un impulso irrefrenable de tocarla, de oír su voz, de estar a su lado. Ella lo miró un instante, con ojos opacos, inexpresivos. En sus profundidades verde azuladas se encendió una chispa de disgusto, luego los ojos se entornaron hasta quedar casi cerrados. Nita tenía la tez muy pálida. No se movió. No le sonrió, y además tensó los labios y giró la cabeza para mirar a su hermano. Unos quince músicos jóvenes, de ambos sexos, ocupaban la sala, todos los ojos atentos y fijos en Theo, quien les dirigía la palabra sentado frente a ellos, con las piernas cruzadas, en el banco de un pequeño piano de cola con la tapa levantada. Cuando Michael cerró la puerta tras de sí y tomó asiento en una silla al fondo de la sala, Theo lo miró, sorprendido, lo saludó con un gesto de la cabeza, y siguió hablando sin alterar el tono relajado de su voz. Un leve rubor pareció teñir sus mejillas. Sus ojos, de un verde oscuro acentuado por las ojeras, chispearon. Entrelazó las manos sin lograr disimular su temblor. Se recostó en el piano. A los pies de los jóvenes había fundas de instrumentos. Yuval estaba cerca de Nita, junto a un joven de tez aceitunada, sentado muy tieso con los brazos cruzados, que, según dedujo Michael con plena seguridad, era el nuevo miembro del equipo.

—Es imposible definir con precisión todos los aspectos del estilo clásico —dijo Theo con una sonrisita forzada—, es decir, del estilo que maduró con Haydn y Mozart —los rostros jóvenes lo contemplaban con tensa expectación. Un chaval sentado junto al piano echó un vistazo a la gran grabadora que tenía a su lado, en el suelo.

Michael observó los listones de la persiana desvencijada que había junto a la cristalera y los restos de cinta adhesiva, vestigios de la Guerra del Golfo, aún pegados en el cristal.

—Porque, como todo en general —continuó Theo pensativo, mirando por la ventana—, esa definición no puede quedar restringida al campo de la música y, en definitiva, ha de dar cabida al medio social, a la manera en que la gente, rica y pobre, vivía día a día. Tal como es imposible comprender la música rock sin conocer el mundo en que vivimos, tampoco se puede comprender a fondo el estilo clásico sin saber cuál era su contexto.

Michael contempló la cara de Yuval. El chico escuchaba con toda su atención, inclinado hacia delante en la dura silla. Un rayo de sol aislado iluminó la pelusa de su mejilla y luego arrancó un destello a la flauta plateada de una chica que jugueteaba con un mechón de su lisa melena. Nita tenía los ojos cerrados. Michael comprendió que estaba resentida con él, que le estaba haciendo el vacío, que lo veía como a un enemigo.

—El periodo que nos ocupa, como sabéis, se centra aproximadamente en la segunda mitad del siglo XVIII —dijo Theo—, y el clasicismo parece ser el estilo musical más sistemático y contenido que nunca haya existido. A nosotros, desde la perspectiva de nuestro siglo, nos resulta encantador —dijo sardónicamente—. A veces demasiado encantador. Encantador hasta la idiotez —de pronto rompió a silbar el comienzo de
Eine kleine Nachtmusik;
se interrumpió y continuó—: A veces nos preguntamos: ¿por qué están tan contentos? —volvió a silbar entonadamente—. En esta música hay una alegría incomprensible, y cuando no es alegre, posee una belleza que puede parecer exagerada, una belleza excesivamente bella. Conozco personas que aborrecen el clasicismo porque les resulta falso por esto que os comento, como un museo de cartón piedra de un mundo caduco.

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