Un asesinato musical (37 page)

—No sé para qué —le oyó decir Michael en voz muy alta, indignada, para que él lo oyera bien—. Si lo quieren, por algo será. Eso lo sabes tú —dijo con énfasis—, pero ellos no. ¿Por qué iban a saberlo?

Izzy habló de otros temas con su ex mujer, mencionó a una tal Irit, a quien debían comunicarle con delicadeza la muerte de Gabi.

—¿Quién es Irit? —preguntó Michael cuando Izzy colgó, la mano oscilando sobre el aparato como si estuviera a punto de marcar de nuevo.

—Mi hija —dijo Izzy, y se cruzó de brazos como para demostrar su resignación ante la perspectiva de pasarse las horas en espera de la llegada de su ex mujer y de su pasaporte.

Ahora Michael escudriñaba a la mujer menuda que los miró a los ojos, primero a él y luego a Balilty. Tenía unos ojos castaños pequeños y rasgados, enmarcados por arrugados párpados que pugnaban por mantenerse abiertos, y rodeados de un entramado de finas arrugas. Éstas cubrían también sus mejillas, moteadas de pecas, que salpicaban profusamente su naricilla. Todo en ella era pequeño y arrugado, salvo una zona lisa en torno a su boca. Tenía el pelo castaño claro, corto y rizado, entreverado de gris. Sus apergaminadas manos, punteadas por manchitas de un marrón dorado, descansaban sobre la mesa metálica del despacho, y sus dedos, finos y cortos, de uñas pálidas y aplastadas, tamborileaban sobre ella como sobre un teclado.

Al entrar en el despacho con Balilty, Michael había advertido que la mujer retiraba una mano de las de Izzy y la dejaba sobre la mesa. Sus dedos, incluido un pulgar con la uña amoratada, comenzaron a moverse en cuanto Michael tomó asiento frente a ella. La mujer señaló un sobre que tenía delante.

—El pasaporte de Izzy, tal como me lo ha solicitado —dijo, y dirigió a ambos hombres una mirada de declarada curiosidad. Un fogonazo de rabia alumbró fugazmente sus ojos rasgados y se frotó la frente como si quisiera borrar una mancha invisible.

—Señora Mashiah —dijo Balilty, y ella dejó de frotarse la frente—. También tenemos que hablar con usted.

—Sí, cómo no —dijo ella con voz clara y juvenil—. Ya me lo imaginaba —agregó enfadada, y apretó los labios. Luego los despegó para decir—: Pero tendrán que disculparme si no me concentro mucho —y miró a Michael a los ojos—. Porque me he resbalado en la bañera y me he hecho daño y, además, desde anoche tengo un dolor de cabeza horrible —se señaló el centro de la frente—. Y después, al saber lo de Gabi... —enmudeció, extendió las manos sobre la mesa, miró a Balilty y se quedó a la espera.

Izzy emitió un largo suspiro. Fue el único sonido que se oyó en el despacho durante unos segundos. La señora Mashiah miró en derredor, expectante.

—Entonces, ¿querían hablar conmigo? —dijo con voz autoritaria e impaciente.

Aquella voz le sonó familiar a Michael, creía haberla oído recientemente en un contexto muy distinto. Y esa sensación se hizo más intensa cuando ella añadió un apremiante: «¿Y bien?». Balilty se lanzó primero. Sacó unos formularios de un cajón del archivador. Michael conocía esa técnica, él mismo la había utilizado en más de una ocasión. Balilty se sentó despaciosamente, extrajo un rotulador del bolsillo de su camisa y comenzó a preguntarle los datos personales. Ella comunicó pacientemente su nombre, dirección y ocupación. Oírla decir «asistente social» refrescó la memoria a Michael. De pronto tuvo la clara sospecha de que ya sabía dónde había oído su voz. Con excepcional alarde de formalidad, tal como solía conducirse cuando no pisaba terreno firme, Balilty le preguntó dónde trabajaba. Ella respondió con una sonrisa amable:

—Soy la directora de la Agencia de Bienestar Infantil del Departamento de Asuntos Sociales.

La mano de Balilty, gruesa y sólida, se detuvo sobre el formulario. La habitación comenzó a girar sobre sí misma. Balilty ni siquiera miró a Michael de reojo. Y esa falta de contacto visual delató sus pensamientos. A Michael le costaba concentrarse para recordar lo que sabía de la directora de Bienestar Infantil. Sólo podía basarse en los informes de la sargento Malka, transmitidos por Tzilla, y en una conversación telefónica muy breve. Había tenido lugar antes de la primera visita de la enfermera Nehama, y Michael recordaba la voz clara y juvenil y el tono autoritario a la par que tranquilizador con que le había hablado. Según Tzilla, Malka sentía un respeto rayano en el temor por la directora, y no cesaba de hablar de lo inteligente que era. Michael le había descrito a Balilty la Agencia de Bienestar Infantil como un organismo amenazador, siniestro casi. De la enfermera Nehama no le había contado nada.

Justo antes de la reunión matinal, Tzilla había respondido a la mirada de ansiedad de Michael diciendo:

—Sin novedad. Aún no han descubierto nada —le dijo de mala gana y con amargura, para expresar una vez más los reparos que le inspiraba el asunto.

—De todas formas, ahora no servirá de nada. Me quitarán a la niña aunque no encuentren a la madre.

Y Tzilla se encogió de hombros como quien dice: «La culpa es tuya».

—Aun cuando no estuviera trabajando en el caso. Por mi mera relación con Nita. Ahora no puedo alegar que estoy criando a la niña. Pase lo que pase, estoy perdido.

La expresión de Tzilla se dulcificó.

—Malka me ha dicho que aún no ha recibido noticias de la Agencia de Bienestar Infantil —dijo en tono alentador, queriendo suavizar las críticas previas.

—No lo ha anotado —le advirtió Ruth Mashiah a Balilty, y volvió a frotarse la frente.

Balilty se inclinó precipitadamente sobre el formulario y garrapateó unas notas. Luego alzó la cabeza, miró a Michael y dijo:

—Me voy a llevar a este caballero a otro despacho para poder charlar a solas, ustedes quédense aquí —habló en un tono conspiratorio, como si estuviera despejando el campo para un encuentro íntimo, incluso romántico. Michael estaba a punto de protestar, pero Balilty le dirigió una mirada admonitoria y señaló la puerta con un gesto.

—Tendrán que disculparnos un momento —se apresuró a decir Michael.

Se levantó de un salto y salió seguido de Balilty. En el pasillo, conferenciaron en susurros, y luego Balilty, después de girar la cabeza en todas direcciones como una veleta y de echar un vistazo al rellano superior de la escalera, alerta ante posibles peligros, dijo sin mirar a Michael:

—No estoy dispuesto a meterme en esto. Primero pon los asuntos en orden con ella, o manda a alguien en tu lugar, a Tzilla, por ejemplo. Si no lo haces, me interrogará sobre tu relación con Nita y al final me la cargaré yo. Sabe cómo te llamas, no se le escapa nada. Tú mismo la has visto... no hay quien la engañe. ¿Cuándo vas a ver a Shorer?

—Shorer no va a resolverlo. Es demasiado tarde para que Shorer haga nada —dijo Michael con amargura—. Ya no hay quien lo arregle. Pero quiero que me digas si lo sabías.

—¿El qué? —preguntó Balilty confuso—. ¿Si sabía qué? ¿Que te iban a quitar a la niña?

—No, que era la directora de la Agencia de Bienestar Infantil.

—¿Te has vuelto loco? —replicó Balilty ofendido—. ¿Cómo quieres que lo supiera? ¿No has visto el susto que me he llevado? Tú mencionaste un apellido distinto, nada que ver con Mashiah. ¿Quieres que le pida a Tzilla que la interrogue?

—No —dijo Michael, y una serenidad extraña, onírica casi, descendió sobre él. Un sentimiento fatalista—. Haremos lo que tú has dicho. Tú comentas con él los resultados de la prueba poligráfica y yo hablo con ella. No veo la dificultad por ningún lado. Me considero perfectamente apto para interrogarla.

Y así lo hicieron. Izzy Mashiah siguió a Balilty cabizbajo y, al llegar a la puerta, dirigió una mirada de desesperación a su ex mujer, que lo tranquilizó con un gesto como quien da ánimos a un niño al que se deja en el colegio por primera vez. Luego se frotó la frente y se volvió para mirar a Michael. Durante unos minutos guardaron silencio, luego ella lo rompió al decir con mucha calma:

—Izzy me ha hablado de usted. Yo conozco su caso desde otro punto de vista. ¿Es usted la persona que vive con Nita van Gelden y su hijo y la niña que encontró? —planteó la pregunta con naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo—. En vista de su interés en el caso, me sorprende verlo implicado en la investigación. En nuestra profesión somos muy estrictos a la hora de separar la vida privada del trabajo. ¿No lo consideran también importante en la policía?

Michael no dijo nada.

—Ya que sabe a qué me dedico, sería de esperar que respetase mis horarios y no me tuviera aquí durante horas y horas. Es evidente que Izzy no tiene nada que ver con este asunto, y yo tampoco, desde luego.

—Yo la conozco como Ruth Zellnicker, no como Ruth Mashiah —dijo Michael a la defensiva.

—Es mi apellido de soltera. Entré en la agencia antes de casarme y me siguen conociendo por ese nombre —explicó a la vez que se enderezaba.

—¿Estuvo en algún momento en las inmediaciones del auditorio ayer, día del asesinato? —preguntó Michael como si ella no hubiera dicho nada—. ¿Vio ayer a Gabriel van Gelden?

Ruth Mashiah lo miró con gravedad y ladeó la cabeza. Tenía un cuello largo, fino y muy arrugado. Luego respiró hondo, se recostó en el respaldo y empezó a hablar. Sí, había estado cerca del auditorio la víspera, por la mañana. Por lo visto, a la hora del ensayo.

—Pero no entré —dijo con énfasis—. Y la última vez que vi a Gabriel fue... hace unos días, una semana quizá, acerqué a mi hija a su casa. Y le llevé unos libros.

Como tenía el coche en el taller y necesitaba salir de la ciudad, explicó, fue a recoger el coche de Izzy al auditorio, porque ese día lo estaba utilizando Gabi. Para facilitar las visitas de su hija, ella tenía un juego de llaves del coche de Izzy y también la llave de la casa de la pareja. Sus relaciones con Gabi eran muy correctas, añadió, e incluso le tenía afecto. Irit, su hija, estaba muy unida a él. Ella no había hablado mucho con él. A Theo apenas lo conocía. Sólo lo había visto una vez, en la celebración de la circuncisión del hijo de Nita. Gabi solía consultarle su opinión con respecto a Nita, y lo había hecho sobre todo durante el embarazo, cuando Nita parecía a punto de venirse abajo. «Me contó que había abandonado completamente la música, y eso nunca había sucedido antes.» Ella se había mostrado en contra de un aborto, sobre todo debido a la edad de Nita. «No es conveniente abortar la primera vez que te quedas embarazada si ya tienes treinta y siete años. Además, Nita deseaba tener el niño.» Había hablado con ella y le había sugerido que solicitase ayuda profesional, psicológica, ese tipo de cosas.

A Felix van Gelden no lo había conocido. Lo había visto alguna vez pero sin llegar a hablar con él. «Excepto en la tienda», añadió con un leve y sarcástico encogimiento de hombros. Como era una buena chica, que escuchaba música y tocaba el piano, iba a comprarle la música a él. Además recordaba a la madre, la había impresionado mucho por su altura y su pelo rubio recogido hacia atrás en un moño. «Tenía planta de aristócrata», reflexionó en voz alta. «¿No conocía usted a la madre?»

Michael negó con la cabeza. Decidido a que la conversación no se saliera de los límites marcados por el caso, mantenía a raya todo indicio de familiaridad, pero, mientras la escuchaba con esfuerzo, mucho se iba temiendo que no tardarían en saltarse esos límites.

Estaba conmocionada, cómo no, dijo Ruth Mashiah con su gutural acento
sabra
3
y la franqueza que había caracterizado su manera de hablar desde el principio. Pero no se podía permitir dar rienda suelta a sus sentimientos en un momento así, estando Izzy al borde del colapso. Miedo le daba pensar cómo iba a asimilar la muerte de Gabi, sobre todo una muerte así, considerando lo unido que estaba a él. Por su parte, prosiguió, ella había presenciado tantos horrores, en el trabajo y fuera de él, que para ella era una segunda piel mantener las distancias y ser reservada en la expresión de sus sentimientos. «Y a veces incluso en el propio sentimiento», añadió con una sonrisa que rejuveneció su rostro al apretar el entramado de arruguitas de sus mejillas y poner un centelleo en sus ojos, revelando de pronto el encanto juvenil que antaño debió de poseer. «Puedes llegar a trastornarte si no tienes cuidado», dijo, y la sonrisa se desvaneció. A pesar de que Izzy era relativamente joven —ella le sacaba unos cuantos años—, continuó con voz preocupada, padecía graves problemas de salud.

—Se derivan en parte del asma y las alergias que sufre. La gente no sabe hasta qué punto puede ser grave el asma. Mortal, a veces.

—Cuénteme, por favor —dijo Michael—, cómo han logrado mantener una relación tan amistosa. ¿No le molestó que la abandonara por un hombre?

Ella adoptó un aire pensativo.

—¿En contraposición a que me abandonara por una mujer, quiere decir? —preguntó.

Michael la miró y vio que sus ojos lo observaban con gran seriedad.

—No lo sé —reconoció, consciente del interés que le había suscitado la pregunta de Ruth Mashiah—. En parte, quizá. Pero, en general, me refería al hecho de ser abandonada. Por cualquiera.

—No sé si tiene importancia que el agente externo sea un hombre o una mujer. Supongo que sí. Aunque, a decir verdad, en nuestro caso al menos, la dificultad principal fue desmantelar una estructura de vida, deshacer la familia.

—Continúe —dijo Michael.

—Por lo que se refiere a la relación de hombre y mujer, o, dicho de otro modo, al aspecto romántico, nuestro matrimonio se había agotado mucho antes de que Izzy conociera a Gabi. Éramos buenos amigos, nada más. En cuanto se conocieron supe lo que iba a pasar, desde el principio. Pero eso está relacionado con cuestiones íntimas en las que no quiero entrar ahora. Sólo estoy dispuesta a decir que la separación me permitió, o me obligó, más bien, a realizarme como persona y a enfrentarme a mi propia realidad. Izzy nunca me engañó. No tengo motivos para guardarle rencor —volvió a frotarse la frente, se estiró la comisura de los ojos, como si pretendiera enderezarlos, posó las manos en el regazo, ladeó la cabeza y dijo—: Usted está divorciado.

Michael asintió con un gesto. Muchos años atrás había comprendido que, con objeto de crear un ambiente de franqueza en un interrogatorio, y en especial en uno de aquellas características, era necesario que él también se abriera.

—¿Tiene hijos?

—Un hijo. Ya es mayor.

—¿Cuántos años tenía cuando se divorciaron?

—Seis.

—¿Y lo ha criado usted?

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