Francie hizo dos viajes más a la calle antes de divisar a su hermano. Llegaba corriendo. Salió a su alcance, le entregó el paquete y la moneda y le explicó lo que debía hacer, recomendándole que se diera prisa.
—¿Cómo está mamá?
—Está bien.
—¿Seguro?
—Sí, seguro. Oigo venir un tranvía, mejor que corras si quieres alcanzarlo. —Y Neeley corrió.
Cuando Francie regresó al piso, encontró a su madre con el rostro cubierto de sudor, en el labio tenía una gota de sangre; se lo había mordido.
—¡Oh, mamá, mamá! —Asió la mano de su madre y la apoyó contra su rostro.
—Moja una toalla en agua fría y enjúgame el sudor de la cara —susurró su madre.
Cuando Francie lo hubo hecho, Katie retornó a aquellas ideas, aún incompletas en su mente, que la obsesionaban.
—Por supuesto que eres un consuelo para mí. —Sus pensamientos parecieron desviarse, aunque en realidad no era así—. Yo siempre quise leer tus redacciones, pero nunca tuve tiempo. Ahora tengo un ratito. ¿No querrías leerme una?
—No puedo. Las he quemado todas.
—Las ideaste, las escribiste, te merecieron buenas notas, reflexionaste sobre ellas y luego las quemaste. Y mientras tanto, nunca llegué a leer ni una.
—No tiene importancia, mamá. No valían gran cosa.
—Me pesa en la conciencia.
—No valían gran cosa, mamá. Además, ya sé que no tenías tiempo.
Katie pensó: «Sí, pero para cualquier cosa concerniente a mi hijo supe encontrar tiempo», y siguió pensando en voz alta:
—Sin embargo, Neeley necesita que le alienten, en cambio, a ti te sostiene tu propia fuerza, como a mí.
—No te preocupes, mamá.
—He hecho lo que he podido, de todos modos me pesará siempre en la conciencia. ¿Qué hora es?
—Van a ser las siete y media.
—Trae la toalla otra vez. —La mente de Katie parecía querer aferrarse a algo—. ¿No te queda alguna que pueda leer?
Francie pensó en las cuatro redacciones sobre su padre y en lo que había opinado de ellas la señorita Garnder, y respondió a secas:
—No.
—Entonces léeme algo de Shakespeare.
Francie llevó el libro.
—Léeme eso: «En una noche como ésta», me gustaría ocupar la mente con algo hermoso en los momentos que preceden al nacimiento de mi hijo.
La letra era tan diminuta que Francie tuvo que encender el gas para leerla. Entonces pudo observar bien a su madre: estaba lívida y contorsionada. Su madre no parecía su madre, sino más bien su abuela Rommely cuando estaba enferma. A Katie le incomodó la luz y parpadeó. Francie la apagó inmediatamente.
—Hemos leído tantas veces estas obras que casi me las sé de memoria. Puedo prescindir del libro. Escucha mamá. —Y recitó—: «¡Qué apacible brilla la luna en el firmamento! Una noche como ésta, cuando el céfiro acariciaba amorosamente los árboles silenciosos…».
—¿Qué hora es?
—Las ocho menos veinte.
«… exhalaba Troilo su alma con tiernos suspiros en lo alto de las murallas de Troya hacia las tiendas de los griegos, donde se hallaba su adorada Crésida».
—¿Sabes quiénes fueron Troilo y Crésida?
—Sí, mamá.
—Algún día me lo contarás, cuando tenga tiempo de escuchar.
—Sí, mamá.
Katie empezaba a quejarse. Francie volvió a secarle el sudor de la cara. Katie extendió los brazos como aquel día en el rellano. Francie la cogió de las manos, apoyando bien los pies. Katie tiró con todas sus fuerzas y Francie tuvo la impresión de que le arrancaría los brazos. Luego Katie aflojó y se dejó caer sobre la almohada.
Y pasó una hora más.
Francie recitó algunos pasajes que sabía de memoria: el discurso de Portia, la oración fúnebre de Marco Antonio, «Mañana y mañana», los fragmentos de Shakespeare más conocidos. De vez en cuando Katie hacía una pregunta o bien se tapaba el rostro con las manos y emitía un quejido. Sin darse cuenta y sin esperar contestación, seguía preguntando la hora. De vez en cuando Francie le secaba la cara, y tres o cuatro veces Katie volvió a extender los brazos para que Francie la ayudara a soportar el dolor.
Cuando Evy llegó a las ocho y media, el alivio de Francie fue tremendo.
—La tía Sissy estará aquí dentro de media hora —dijo al pasar como un torbellino al dormitorio.
Después de echar un vistazo a Katie, quitó la sábana del catre de Francie, sujetó uno de los extremos a los píes de la cama de Katie y le puso el otro en la mano.
—Trata de tirar todo lo que puedas, eso te aliviará.
—¿Qué hora es? —murmuró Katie después de tirar de la sábana hasta que el sudor de la cara empezó a gotear.
—¡Qué te importa! No estás para salir ahora —le respondió Evy con tono burlón.
Los labios de Katie esbozaron una sonrisa, pero un espasmo la borró.
—Podríamos encender la luz —dijo Evy.
—La luz del gas le molesta —contestó Francie.
Evy solucionó esa dificultad con la pantalla de cristal del salón, embadurnada de jabón. Cuando encendió el gas, el foco irradiaba una luz difusa. A pesar de ser una calurosa noche de mayo, Evy encendió la chimenea. Dio órdenes a Francie. Deprisa, Francie llenó la olla de agua y la puso en el fuego. Limpió la palangana, vertió en ella una botella de aceite de oliva y la colocó encima de la cocina. Sacaron la ropa sucia de la canasta, la forraron con una manta vieja pero limpia y la apoyaron sobre dos sillas cerca de la cocina. Evy metió todos los platos en el horno para que se calentasen, y ordenó a Francie que pusiese platos calientes en la canasta, que los sacase cuando empezaran a enfriarse y los sustituyera por otros platos calientes.
—¿Tiene tu madre ropa para la criatura?
—¿Qué clase de gente crees que somos? —preguntó Francie con cierto enfado, a la vez que le mostraba un modesto ajuar, que consistía en cuatro mantillas de franela, cuatro fajas, una docena de pañales repulgados a mano y cuatro camisitas gastadas que habían pertenecido a Francie y a Neeley—. Y todo lo hice yo, excepto las camisitas —dijo Francie con orgullo.
—Hum, hum. Veo que tu madre se prepara para un niño, pero ya veremos —comentó Evy al ver las mantillas adornadas con cintas celestes.
Cuando llegó Sissy, las dos hermanas se encerraron en el dormitorio tras pedir a Francie que esperase fuera. Las oía conversar.
—Ha llegado el momento de ir a buscar a la comadrona. ¿Sabe Francie dónde vive?
—No he hablado con la comadrona —dijo Katie—. No tengo los cinco dólares que cobra.
—Bueno, tal vez entre Sissy y yo podamos reunir esa suma si…
—Mira —dijo Sissy—, yo he tenido diez, no, once hijos, tú, Evy, tres, y Katie, dos: dieciséis entre las tres. Deberíamos saber lo suficiente para atender el parto.
—Bien, haremos de comadronas —respondió Evy resueltamente.
Y cerraron la puerta del dormitorio. Aunque oía las voces, Francie ya no alcanzaba a distinguir las palabras. Le molestaba verse excluida, especialmente porque ella había estado a cargo de todo hasta la llegada de sus tías. Se dedicó a renovar los platos a medida que se iban enfriando. Se sintió sola y desamparada. Le hubiera gustado que Neeley estuviese con ella para recordar tiempos pasados.
Francie despertó sobresaltada. No podía haber estado dormitando, pensó. Era imposible. Tanteó los platos en la canasta. Estaban helados. Los sustituyó rápidamente por otros calientes. La canasta debía estar tibia para recibir a la criatura. Escuchó los ruidos que llegaban del dormitorio. Habían cambiado desde que se había dormido. Ya no se oía el ruido característico de los movimientos pausados, el tedio de la conversación había cesado. Sus tías parecían correr de un lado a otro, deprisa, con pasitos cortos, y sus voces indicaban que pronunciaban frases rápidas. Miró el reloj. Las nueve y media. Evy salió del dormitorio y cerró la puerta tras de sí.
—Aquí tienes cincuenta centavos, Francie. Anda y compra un cuarto de libra de mantequilla, una caja de bizcochos y dos naranjas de ombligo. Di al frutero que deben ser de ombligo, porque son para una señora enferma.
—Pero todas las tiendas están cerradas.
—Ve al barrio judío, allí no cierran.
—Iré cuando amanezca.
—Haz lo que te mandan —dijo Evy con tono severo.
Francie fue de mala gana. Al llegar al último escalón oyó un quejido.
gutural y desgarrador. Se detuvo indecisa, no sabía si correr hacia la calle o escaleras arriba. Conforme llegó a la puerta oyó otro grito desgarrador. Fue un alivio tener que salir a la calle.
En uno de los pisos el carretero, que parecía un gorila, ordenaba a su tímida esposa que se preparase para ir a la cama, y al oír el primer grito de Katie exclamó:
—¡Cristo Jesús! —Cuando se repitió dijo—: Espero que no me haga pasar la noche en vela.
Su esposa, casi una niña, sollozaba mientras se desvestía.
Flossie Gaddis y su madre estaban sentadas en la cocina. Floss cosía otro traje, uno blanco para su pospuesta boda con Frank. La señora Gaddis tejía un par de calcetines grises para Henny. Éste había fallecido, por supuesto, pero durante toda la vida de su hijo ella le había tejido calcetines y no podía cambiar de costumbre. Al oír el alarido de Katie se sobresaltó y se le escapó el punto.
—Los hombres se llevan el placer y las mujeres el sufrimiento —comentó Flossie.
Su madre no contestó. Se estremeció al siguiente grito de Katie.
—Qué raro resulta coser un traje con dos mangas —dijo Flossie.
—Sí.
—Me pregunto si valen la pena. Me refiero a los hijos.
La señora Gaddis pensó en su hijo muerto y en el brazo estropeado de su hija. No contestó. Inclinó la cabeza sobre su tarea. Había vuelto al lugar donde se le había escapado el punto y puso su atención en recuperarlo.
Las austeras solteronas Tynmore yacían en sus camas virginales. En la oscuridad se buscaban mutuamente las manos.
—¿Has oído, hermana? —dijo la señorita Maggie.
—Le ha llegado el momento —contestó la señorita Lizzie.
—Por eso yo no me casé con Harvey, cuando me cortejó, hace mucho. Me dio miedo eso. ¡Tanto miedo!
—No sé —dijo la señorita Lizzie—. Algunas veces creo que es mejor sufrir amargas desdichas, forcejear y gritar para soportar ese horrible dolor, que… sentirse sola. —Esperó hasta que se aplacó un nuevo quejido—. Por lo menos ella sabe que vive.
La señorita Lizzie no obtuvo respuesta.
El piso frente al de los Nolan estaba desocupado, en el siguiente vivían un estibador polaco, su mujer y sus cuatro hijos. En el momento en que el hombre llenaba un vaso de cerveza oyó el lamento de Katie.
—Las mujeres —rezongó enfáticamente.
—Cállate —le gruñó su esposa.
Y todas las mujeres de la casa se ponían tensas a cada uno de los alaridos de Katie, sufriendo con ella. Era lo único que las mujeres tenían en común: la certeza de los dolores que acompañan al parto.
Francie tuvo que caminar un buen trecho por Manhattan Avenue antes de encontrar una lechería judía. Después tuvo que seguir caminando hasta dar con un almacén, donde compró las galletitas, y luego buscar una frutería, donde adquirió las naranjas. En el camino de regreso miró la hora en el reloj de la farmacia y vio que ya eran las diez y media. A ella no le importaba la hora, excepto porque su madre parecía darle tanta importancia.
Cuando entró en la cocina notó una gran diferencia. Había una nueva quietud y un olor indefinido, distinto y levemente fragante. Sissy estaba de pie, de espaldas al canasto.
—¿Qué te parece? Tienes una hermanita —le anunció.
—¿Y mamá?
—Tu mamá está perfectamente bien.
—Así que por eso me mandasteis de compras.
—Pensamos que sabías demasiado para tener catorce años —contestó Evy saliendo del dormitorio.
—Quisiera saber una sola cosa —dijo Francie con fiereza—. ¿Fue mamá quien me mandó a la calle?
—Sí, Francie, fue ella —respondió Sissy tiernamente—. Dijo algo así como que hay que evitar el dolor a los que se ama.
—¡Ah! Entonces todo va bien —declaró Francie, apaciguada.
—¿No quieres ver al bebé?
Sissy se apartó y Francie levantó la sábana que cubría la cabeza de la criatura. Era hermosa, tenía la piel blanca y suave, el cabello rizado terminado en punta en la frente, como su madre. Abrió los ojitos y Francie vio que eran de un color celeste lechoso. Sissy le explicó que todos los niños recién nacidos tenían ojos azules y que probablemente al crecer se le volverían oscuros como granos de café.
—Se parece a mamá —dijo Francie.
—Nosotras opinamos lo mismo —añadió Sissy.
—¿Está sana?
—Perfecta —le contestó Evy.
—¿No tiene joroba o algo por el estilo?
—Por supuesto que no. ¿De dónde sacas semejantes ideas?
Francie se abstuvo de explicar a Evy su temor de que naciera enferma porque su madre había trabajado tanto, arrodillada, hasta el último momento.
—¿Puedo ir a ver a mamá? —preguntó humildemente, sintiéndose como una extraña en su propia casa.
—Puedes llevarle esta bandeja —dijo Sissy alcanzándole los bizcochos con mantequilla que había preparado para Katie.
—¡Hola, mamá!
—¡Hola, Francie!
Katie había recobrado su aspecto normal, aunque su rostro reflejaba un gran cansancio. No podía levantar la cabeza, así que Francie le arrimaba los bizcochos a la boca para que los comiese. Y cuando hubo terminado, Francie seguía contemplándola. Katie permanecía callada. Francie tuvo la sensación de que ella y su madre volvían a sentirse dos extrañas. El acercamiento reciente había desaparecido.
—Y tú que tenías elegido un nombre de niño, mamá.
—Es verdad, pero no me importa que sea niña.
—Es muy bonita.
—Tendrá el cabello negro y rizado. Y Neeley lo tiene rubio y ondulado. A la pobre Francie le tocó el cabello castaño y lacio.
—A mí me gusta el cabello castaño y lacio —contestó Francie con voz desafiante. Se moría por saber cómo iban a llamar a la criatura, pero su madre le parecía ahora una extraña y no deseaba preguntárselo directamente—. ¿Quieres que escriba los datos para la partida de nacimiento?
—No. El sacerdote se encargará de hacerlo el día del bautizo.
—¡Oh!
Reconociendo en el tono la desilusión de Francie, Katie le dijo:
—Pero trae la tinta y el libro y te dejaré escribir el nombre.
Francie fue en busca de la Biblia que Sissy había llevado hacía quince años. Leyó las cuatro inscripciones de la primera página, las tres primeras en la nítida letra de Johnny.