Últimas tardes con Teresa (14 page)

—Está bien —dijo él—. Luego hablaremos. Te lo prometo. Sí, haremos proyectos. Ahora ponte algo encima y salgamos de aquí... Así me gusta, buena chica. Y sécate las lágrimas, llorona. —La besó en la mejilla—. Anda, date prisa. Si sólo es por ver cómo viven esos hijos de puta de tus señores, mujer. —No digas palabrotas.

Refunfuñando incoherencias, Maruja se puso lo primero que halló a mano, la camisa rosa de Manolo, y le acompañó. Salieron a un pasillo, a oscuras, y la muchacha, después de rogarle silencio, le cogió de la mano y tiró de él. Descalzos los dos avanzaron a lo largo del pasillo, doblaron a la derecha y salieron a la entrada. La luz de la luna bañaba la estancia con una palidez verdosa y todo parecía sumergido en un acuario. El rumor del mar penetraba por las grandes ventanas con rejas de la planta baja. Maruja no quería encender las luces, pero él la convenció de que no debía tener miedo.

Para el joven del Sur fue, más que nada, una especie de recorrido sentimental. Ni siquiera quiso ver el ala izquierda de la villa, ocupada por las habitaciones de la servidumbre, la cocina, el garaje, un cobertizo para reparación de las embarcaciones y un anexo-vivienda para los masoveros (un matrimonio sin hijos, de Blanes). El ala derecha la componían el salón y la biblioteca, con suelo de parquet y una gran cristalera encarada al pinar y al mar. Completaba la planta baja el comedor, en la parte trasera, que comunicaba con el parque por medio de una terraza con grandes losas desiguales, entre las que crecía una hierba amarillenta y reseca. Desde la entrada, una amplia escalera alfombrada subía hasta las habitaciones del primer y segundo piso, donde también se hallaban las dos terrazas, una de las cuales daba sobre el acantilado y ‘el embarcadero. El interior de la inmensa villa no correspondía en absoluto a la idea que se había hecho el murciano al verla desde fuera, pero le impresionó: aquella esbelta y alada estructura de castillo de cuento de hadas se trocaba aquí dentro en un desenfadado estilo monacal, con níveos techos de bóveda, arcos y paredes encaladas, todo muy geométrico y aséptico, sin la gravedad ni la magia que anunciaba el exterior. Solamente una parte del mobiliario, el más recio y sólido —viejas consolas y camas de Olot, puertas de cuarterones, antiguos mapas enmarcados en las paredes, sillas mallorquinas, y especialmente un par de butacas de la biblioteca, que tenían los brazos y las patas rematadas en garras de león— parecía guardar aquella misteriosa conexión con la idea del lujo.

Pero no tardó mucho en darse cuenta de su error: el parquet olía a cera y crujía deliciosamente bajo los pies (el parquet siempre fue para él un indiscutible signo de riqueza) y la atmósfera tenía una discreta vida propia, flotaba en ella una invisible presencia obsequiosa, como la de un atento criado que siempre está al quite en torno a uno pero que nunca se ve, e incluso Maruja, que se había recostado cansadamente en el diván del salón y hojeaba revistas con indiferencia, parecía encajar perfectamente dentro de aquel orden con su camisa rosa que le llegaba a las caderas y dejaba al descubierto sus morenos muslos.

Al entrar en el amplio salón, Manolo había cambiado de una manera automática y apenas perceptible el ritmo de sus pasos: le rondaba la vaga sensación de haber estado allí alguna vez. De pie, inmóvil, en medio del espectáculo de aquellos grandes espacios iluminados, superficies lisas y muebles que no estorbaban ni parecían dispuestos a envejecer, captó la prolongación de un tiempo acumulado que allí flotaba como dentro de una campana de cristal, y que nada tenía que ver con el de su casa o de su barrio, acostumbrado a tocar diariamente las cosas y a dejarlas degradadas y viejas de repente, sino más bien con un pasado vivido no sabía cuándo ni dónde, como si ya en el vientre de su madre, en el palacio de los Salvatierra de Ronda, hubiera recorrido cientos de veces estos mismos salones y dependencias lujosas.

Dio un lento paseo en torno a Maruja, con las manos en la espalda; y otro, y otro más, y en cierto momento tendió la mano, al pasar tras ella, y acarició su pelo y su nuca: aquí era posible pensar en el mañana, amar el mañana y al prójimo como a nosotros mismos, y aunque percibía un aburrimiento (algo en el aire inmóvil sugería las horas muertas, un ocio embalsamado) era un aburrimiento digno, decoroso y fecundo. Pero al cabo de un rato, la morriña que había invadido sus miradas y sus gestos se trocó repentinamente en mala leche. Se sentó en el diván, cogió a Maruja por los hombros y clavó sus ojos negros en los de ella:

—¿Dónde está la habitación de la señora? —preguntó. Maruja adivinó sus intenciones en el acto y quiso levantarse. —No... Eso ni pensarlo, Manolo...

—Vamos, vamos, no empieces —dijo él—. Sólo quiero ver lo que hay.

Allí no había nada que ver, protestó ella con una voz que amenazaba llanto, allí no había joyas ni dinero ni nada que a él pudiera interesarle. “Por favor, por favor, olvídate ya de esa locura, son cosas que siempre acaban mal, me echarían la culpa a mí ¿es que no te das cuenta?, me harían responsable a mí y tarde o temprano me sacarían la verdad...”. “Escucha...” “Por favor, no quiero oírte, no quiero oírte”. Empezó a temblar, llorando, se debatía al borde la histeria. Sus nervios, que la habían estado devorando hasta ahora, se desencadenaron. Gritaba. Manolo la sujetó fuertemente por los hombros. Aunque no ignoraba la causa principal de su desquiciamiento —la chica siempre se enfurecía al oírle hablar de las joyas— empezó a pensar seriamente en la posible existencia de otros motivos. Pero todo fue demasiado rápido: lo que en un principio parecía una simple llantina, degeneró en una especie de ataque de nervios. Ante el temor de que alguien oyera sus gritos, la obligó a levantarse del diván y la llevó a su cuarto a la fuerza. La tendió en la cama y luego regresó al salón y apagó las luces.

Cuando volvió junto a ella la encontró sumida en un sopor inquieto, del cual la muchacha fue saliendo poco a poco, siempre con los ojos anegados en lágrimas. Le preguntó de nuevo si se encontraba mal y ella dijo que no, que sólo tenía dolor de cabeza.

—Espera —dijo Manolo, acercándose a la mesilla de noche—. ¿Tienes aspirinas?

—En mi bolso, en el armario...

Manolo fue a la cocina a buscar un vaso de agua. Cuando regresó junto a ella y le tendió el vaso, Maruja le miró un momento a los ojos con aire suspenso, como si quisiera decirle algo, pero sin duda lo pensó mejor y se calló. É1 procuró tranquilizarla con mimos y caricias, intentó convencerla de que no debía tener miedo y de que todo saldría bien. “No puede pasar nada, tontina, esa gente ni siquiera sabe lo que tiene, ni se enterarán...” Ella, por toda respuesta, empezó a llorar de nuevo, silenciosamente, apretándose las sienes con las manos. Manolo iba irritándose cada vez más, el tiempo pasaba y no conseguía sacarle a la chica más que incoherencias. Se acostó con ella y desplegó aquella galantería pijoapartesca que nunca le había fallado. Todo fue inútil. Transcurrió una hora. “No me quieres —decía la muchacha en medio de sus sollozos—. ¡Nunca me has querido, nunca!” Él esperó a que se calmara, y luego, cuando ya no pudo más, la abofeteó suavemente un par de veces, sin convicción. La muchacha se abrazó fuertemente a él, temblaba como una hoja, con el cuerpo bañado en sudor. Ya no lloraba. “No me pegues —dijo—. Ven...” Y con manos torpes y temblorosas, sin vida, como si las moviese un mecanismo manipulado a distancia por una voluntad que no fuese la suya, se quitó la camisa lentamente y luego se quedó quieta, mirándole, respirando con fatiga. No habían encendido la luz: la de la luna entraba parcialmente por la ventana y se quedaba, lechosa, sobre la revuelta sábana caída al pie de la cama. El cuerpo de Maruja y sus ojos relucían en la penumbra. Manolo, de pronto, la encontró extraordinariamente hermosa. Su piel ardía como una brasa. La besó susurrando nuevas palabras de afecto a su oído, acariciándola con una ternura que, él mismo se daba cuenta, iba más lejos de lo previsto y amenazaba, una vez más, con destruir sus planes. De pronto se sobresaltó; en los besos de ella parecía como si anidase algo que se debatía y pugnaba por expresarse, y aquel indecible y casi metálico sabor de alarma de sus labios, y la sombra de una desgracia inminente que nunca había dejado de nublar sus ojos enfermos, apareció repentinamente y le arrebató a la muchacha de los brazos como un huracán, sin darle tiempo siquiera a comprender lo que pasaba: se había deslizado suavemente entre sus piernas, cuando, de pronto, los brazos de Maruja resbalaron de su cuello y cayeron sobre el lecho como pesados leños al tiempo que él notaba las fuerzas escaparse por todos los poros de aquel cuerpo. “Mi cabeza, Manolo, mi cabeza”, murmuró, y todavía consiguió fijar en él unas pupilas horriblemente dilatadas, devoradas por alguna visión anticipada de lo que iba a ocurrir, mientras un estremecimiento sacudía todo su cuerpo —él había alzado un poco la cabeza de ella de la almohada, como si presintiera el desenlace y tal vez quisiera, por un reflejo inútil de la voluntad, evitar que se diera un golpe contra algo— una convulsión muscular al mismo tiempo que soltaba un grito e inmediatamente perdía el sentido.

La muchacha quedó en sus brazos con la cabeza caída hacia atrás, como una muñeca de trapos y arena, desarticulada. Manolo, presa del pánico, intentó hacerla volver en sí con unos cachetes:

—¡Maruja...! ¡Maruja, contesta! ¡Qué te pasa, háblame, estoy aquí ..!

Se incorporó llevando el cuerpo en brazos; su primera idea fue que le diera el fresco de la noche, dio unos pasos de ciego, sin saber qué hacer, y volvió a dejar a Maruja sobre la cama. Salió al pasillo dispuesto a pedir ayuda, pero tuvo miedo de provocar un escándalo, se dijo que tal vez no era más que un desvanecimiento pasajero. Al volver a entrar, le pareció que Maruja estaba muerta: la muchacha yacía atravesada en la cama, con la cabeza violentamente torcida a un lado y las piernas colgando junto a la mesilla de noche. Le golpeó las mejillas. “Mari, Marujita... ¡Despierta!” Pensó en darle agua o mejor una bebida fuerte, pero ya el pánico se había apoderado completamente de él, se sentía culpable, culpable desde el primer momento, desde el primer día que entró en esta habitación, y, sin tener plena conciencia de lo que hacía, se sorprendió vistiéndose apresuradamente. Desde la ventana, antes de saltar, miró a Maruja por última vez. Fuera, echó a correr hacia los pinos. Le costó encontrar la motocicleta, no recordaba dónde la había dejado. Se volvió, miró la villa bañada por la luna y se pasó varias veces la mano por el rostro: la idea de que Maruja estaba muerta se había ya establecido en su mente: “Chiquillo, vas listo”, se dijo. Finalmente dio con la moto, la sacó del pinar corriendo y tropezando, saltó sobre ella y la puso en marcha.

Estaba en la parte trasera de la villa, en el camino que iba hasta la carretera. Tuvo que darle al pedal tres veces, manejaba el embrague con mano torpe y temblorosa y se le calaba el motor. La esplendorosa Guzzi estornudó y eructó durante un rato y luego se quedó exhausta. “Eres un miserable, chaval”, se dijo. A la tercera, en medio de un ruido infernal, la motocicleta se le disparó debajo de las piernas y él fue arrastrado como un pelele. Después se afirmó sobre el sillín y se alejó a toda velocidad, dando tumbos, despavorido.

He aquí que viene el tiempo de soltar palomas en mitad de las plazas con estatua.

Van a dar nuestra hora. De un momento a otro, sonarán campanas.

Jaime Gil de Biedma

En tiempo de vacaciones, cada viaje en motocicleta era una huida desesperada: los cabellos y los faldones de la camisa flotando al viento, agazapado sobre la rugiente máquina como un felino, perdida la mirada al frente y aparentando un desprecio absoluto por los placeres que giraban en torno vertiginosamente y que se iban quedando atrás, el murciano devoraba kilómetros por la costa envuelto en un halo de provocación y desagravio, en una gran suposición de caricias iniciadas y nunca satisfechas, y como un suicida adelantaba coches y autocares llenos de turistas, cruzaba pueblos y plazas en fiestas y dejaba atrás las bulliciosas terrazas, las villas iluminadas, los hoteles y los campings. Los muslos apretados a los flancos del depósito de gasolina, gobernaba y orientaba un temblor en el metal y en la sangre, controlaba con suaves movimientos de cintura y rodillas el ciego poder de la máquina con una vaga idea de manejar su propia voluntad y su impaciencia, como si el hierro y los músculos y el polvo que los cubría no fuese sino una sola y misma materia condenada a verse lanzada sin descanso a través de la noche: no sabía donde estaba la línea de llegada. A menudo surgían ante él, en medio de la noche, en el límite luminoso del faro proyectado en la carretera, los uniformes de criada colgados en la percha del cuarto de Maruja. Pero a pesar de las evocaciones fantasmales que la velocidad traía consigo, siempre tuvo conciencia del movimiento y del color que le rodeaba: era como si estuviesen proyectando velozmente dos películas a ambos lados de la motocicleta, dos series de fotogramas que él podía ver con el rabillo del ojo: el encadenado fugaz y caótico de visiones amables que paría la noche de la costa fecundada por el turismo, y que él adoraba y odiaba al mismo tiempo.

Desalmados veraneantes ateos y piadosos enamorados locales seguían disfrutando, pero él, en su cartera enloquecida, sólo veía la noche derramando sobre todos ellos su desapasionada ternura gris, destilando la vieja savia del silencio: veía cómo verdeaba sobre las copas de los árboles el. azul malhumor de la luna, cómo parpadeaba sobre el mar semejante a un charco de plata agonizante, cómo se arrastraba sobre las playas, sobre los chalets y los hoteles, sobre los jardines, las terrazas, los parasoles y las hamacas orientadas a poniente, todavía encaradas, con algo de su emoción diurna, a un invisible sol.

Una música suave, epidérmica, como un estremecimiento de la piel soleada al contacto con la brisa, una música que no parece venir de ninguna parte, que es un poco la canción íntima de todos, se esparce por el litoral todas las noches juntamente con una especie de invasión de termitas coloradas que salen de hoteles y residencias con los hombros despellejados y el corazón tropical, y llenan las salas de fiestas, los bailes y las terrazas. Pese a la velocidad, distingue a los indígenas, les reconoce por su mirada: oscuramente agraviados, pero dignos, cruzan la calzada con las manos en los bolsillos, mirándole por encima del hombro con arrogancia mientras la motocicleta se les echa encima (un ojo repentinamente loco, aterrado, traiciona su pretendida dignidad, su lamentable empeño de creerse todavía dueños de la tierra que pisan) y luego giran en torno como muñecos en una plataforma para hundirse seguidamente en la nada, tragados por la noche. Pero lo que más abunda son turistas: éstos son los ricos que se ven, piensa él, los que a veces incluso pueden tocarse, aquellos acerca de los cuales podemos decir, cuando menos, que existen; los que aún permiten, no sin fastidio por su parte, que los arrebatados indígenas llegados en bandadas los fines de semana, en trenes y motos, envuelvan con miserables miradas de perros apaleados sus nobles cuerpos soleados y su envidiable suerte en la vida. A estos compatriotas, endomingados siempre como para un domingo que no acaba de llegar, el motorista fantasma podía verles a veces reunidos en pequeños grupos alrededor de las terrazas y de las pistas de baile, acechando suecas de cabellos de fuego y grandes bocas fragantes con sus ojos amarillos que brillan en la sombra y en los que a últimas horas de la noche ya empieza a relucir, como una pátina secular, la agonía anónima del lunes en oficinas y talleres. Sus miradas son, según ellos sean de pasmados o respetuosos, como las de niños excluidos de un juego por sus propios compañeros, y arrinconados, olvidados por alguna razón que ellos parecen ignorar, están allí, cerca, por si les llaman. Su anhelo es ancestral y penoso, pero, infinitamente más moral en todo caso que la idea de acumular dinero, se reduce a una oportunidad de amor director y furtivo, a un baile conseguido por cara, a unos revolcones detrás de una barca.

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