«Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara, ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la atención siquiera ... Ojalá nadie se nos acercara a decirnos “Por favor”, u “Oye, ¿tú sabes?”, “Oye, ¿tú podrías decirme?”, “Oye, es que quiero pedirte: una recomendación, un dato, un parecer, una mano, dinero, una intercesión, o consuelo, una gracia, que me guardes este secreto o que cambies por mí y seas otro, o que por mí traiciones y mientas o calles y así me salves”.»
Así comienza Baile y sueño, el segundo y penúltimo volumen de Tu rostro mañana, probablemente la obra cumbre novelística de Javier Marías. En él se nos sigue contando la historia, iniciada en Fiebre y lanza, de Jaime o Jacobo o Jacques Deza, español al servicio de un grupo sin nombre, dependiente del MI6 o Servicio Secreto británico, cuya tarea y «don» es ver lo que la gente hará en el futuro, o conocer hoy cómo serán sus rostros mañana.
Baile y sueño nos abisma una vez más en la embrujadora prosa de su autor y nos lleva a meditar sobre tantas cosas que creemos hacer «sin querer», incluidas las más violentas, y que por eso acabamos por convencernos de que «apenas si cuentan» y aun de que nunca se hicieron.
Javier Marías
Tu rostro mañana
2 Baile y sueño
ePUB v1.1
gercachifo04.08.12
Título original:
Tu rostro mañana, 2 Baile y sueño
Javier Marías, noviembre de 2004.
Ilustraciones: Train Series (B), De un original de la © The Robert Opie Collection.
Diseño/retoque portada: gercachifo
Editor original: gercachifo (v1.1)
ePub base v2.0
Para Carmen López M,
que ojalá aún me quiera
seguir oyendo
And for Sir Peter Russell,
to whom this book is still indebted
for his very long shadow,
and the author,
for his far-reaching friendship
Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara, ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la atención siquiera, ojalá no nos pidieran los otros que los escucháramos, sus problemas míseros y sus penosos conflictos tan idénticos a los nuestros, sus incomprensibles dudas y sus meras historias tantas veces intercambiables y ya siempre escritas (no es muy amplia la gama de lo que puede intentar contarse), o lo que antiguamente se llamaban cuitas, quién no las tiene o si no se las busca, 'la infelicidad se inventa', cito a menudo para mis adentros, y es una cita cierta cuando son desdichas que no vienen de fuera y que no son desdichas inevitables objetivamente, no una catástrofe, no un accidente, una muerte, una ruina, un despido, una plaga, una hambruna, o la persecución sañuda de quien no ha hecho nada, de ellas está llena la Historia y también la nuestra, quiero decir estos tiempos inacabados nuestros (y hasta hay despidos y ruinas y muertes que sí son buscados o merecidos o que sí se inventan). Ojalá nadie se nos acercara a decirnos 'Por favor', u 'Oye', son las palabras primeras que preceden a las peticiones, a casi todas ellas: 'Oye, ¿tú sabes?', 'Oye, ¿tú podrías decirme?', 'Oye, ¿tú tienes?', 'Oye, es que quiero pedirte: una recomendación, un dato, un parecer, una mano, dinero, una intercesión, o consuelo, una gracia, que me guardes este secreto o que cambies por mí y seas otro, o que por mí traiciones y mientas o calles y así me salves'. La gente pide y pide lo que se le ocurre, todo, lo razonable y lo disparatado, lo justo y lo más abusivo y lo imaginario —la luna, se dijo siempre, y tantos la prometieron en todas partes, porque sigue siendo imaginaria—; piden los próximos y los desconocidos, los que están en apuros y quienes más bien los causan, los menesterosos y los sobrados, que en eso no se distinguen: nadie parece nunca acumular bastante, nadie se contenta nunca ni se para nadie, como si a todos se les dijera: 'Tú pide, pide por esa boca, tú pide siempre'. Cuando lo cierto es que a nadie se le dice eso.
Y uno entonces va y oye, oye las más de las veces, tantas temeroso y tantas también halagado, nada es tan lisonjero en principio como estar en situación de conceder o negar algo, nada —eso también llega muy pronto— tan pegajoso y desagradable: saber, pensar que uno puede decir 'Sí' o 'No' o 'Ya veremos'; y 'Tal vez', 'Voy a mirarlo', 'Te daré mañana una respuesta o 'Esto otro querré a cambio', según tenga el día y a su absoluto arbitrio, según esté inactivo, dadivoso, aburrido, o lleve por el contrario una prisa enorme y le falten paciencia y tiempo, según su humor o que quiera poner a otro en deuda o mantenerlo a la espera en vilo o desee uno comprometerse, porque al conceder o negar —en ambos casos, o es ya sólo por prestar oído—, queda envuelto con el suplicante, y se enreda o anuda acaso.
Si uno da una limosna un día a un mendigo del vecindario, a la mañana siguiente será más difícil negársela, porque él la esperará (nada ha cambiado, sigue siendo igual de pobre, yo no soy aún menos rico, y por qué hoy no si ayer sí) y en cierto sentido uno habrá contraído una obligación con él: si lo ha ayudado a llegar a esa nueva jornada, tiene la responsabilidad de que ésta no se le vuelva en contra, de que no sea la de su sufrimiento último o su condena o su muerte, y ha de tenderle un puente para que la atraviese, y así un día tras otro quizá indefinidamente, no es tan rara ni gratuita esa ley de algunos pueblos elementales —o son más bien lógicos— según la cual quien le salvaba la vida a alguien se convertía en el guardián o responsable perpetuo de esa vida y de ese alguien (a menos que se diera un día la estricta correspondencia y así quedaran en paz y pudieran separarse entonces), como si se facultara al salvado para decirle a su salvador: 'Si estoy aquí todavía es porque tú así lo has querido; es como si me hubieras hecho nacer de nuevo, luego tienes que protegerme y cuidarme y salvaguardarme, porque de no ser por ti me encontraría ya fuera de todo mal y de todo alcance, o ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido'.
Y si por el contrario niega uno el primer día la limosna a su pordiosero vecino, tendrá la impresión al segundo de estar en deuda, y quizá esa sensación va a ir en aumento al tercero y al cuarto y quinto, pues si el mendigo ha franqueado y vencido esas fechas sin ayuda mía, ¿cómo no reconocerle el mérito y agradecerle lo que ya me he ahorrado? Y cada mañana que pasa —cada noche a la que él sobrevive—, más arraigará en nosotros la idea de que nos toca contribuir y es nuestro turno. (Pero esto sólo atañe a quienes se fijan en los harapientos, y la mayoría los pasa por alto, pone la mirada opaca y sólo los ve como hatillos.)
Así que oye uno al mendigo que lo aborda en la calle y ya está envuelto; y oye al forastero o al extraviado que le pregunta por una dirección y a veces acaba uno por acompañarlo, si lleva su misma senda y entonces los dos unen sus pasos y se convierten el uno del otro en el insistente ser paralelo que sin embargo ninguno ve como de mal agüero ni como molestia u obstáculo, porque caminan juntos voluntariamente aunque no se conozcan ni tal vez se hablen durante ese trecho, mientras avanzan (y es el forastero o extraviado el que puede ser conducido siempre a otro lugar, a una encerrona, a una celada, al descampado, a una trampa); y oye al desconocido que se presenta a la puerta persuadiendo o vendiendo o evangelizando, tratando de convencernos siempre y siempre contando rápido, y por abrirle ya está enredado; y oye al amigo al teléfono con voz apremiante, o fuera de sí, o melifluo —no, es más bien fuera de quicio—, implorante o exigente o amenazador de pronto, y ya con eso está anudado; y oye a su mujer y a sus hijos que casi sólo le hablan así o sólo así saben ya hablarle desde la difuminación y la mayor distancia, quiero decir pidiendo, y entonces ha de tirar de navaja o filo para cortar ese vínculo que acabará apretándole: también a ellos los ha hecho nacer, a los hijos que no están fuera de todo mal ni de todo alcance y que jamás van a estarlo, y también se los hizo nacer uno a su madre, que es aún como ellos mismos porque ya es inimaginable sin niños —forman un núcleo, y jamás se excluyen— y éstos son inconcebibles sin esa figura que les es aún necesaria, tanto que él debe protegérsela sin remedio, cuidársela y salvaguardarla —sigue viéndolo como tarea suya—, aunque Luisa no se dé cuenta del todo o no con plena conciencia, y esté muy lejos en el espacio, y en el tiempo se me vaya alejando fecha a fecha y cada día que pasa. O se me nuble cada noche que franqueo y atravieso y salvo, y sigo sin verla, no la veo.
Luisa no se enredó ni anudó, pero sí quedó envuelta una vez por una petición y una limosna y también me envolvió a mí un poco en ellas, fue antes de que nos separáramos y yo me fuera a Inglaterra, cuando aún no preveíamos todo el alejamiento ni nuestras espaldas tan vueltas o no yo al menos, uno sólo sabe más tarde cuándo ha perdido la confianza o cuándo perdieron otros la que tenían en uno —si es que eso llega a saberse, y yo no lo creo, en el fondo—; quiero decir que sólo luego, cuando el presente es ya pasado y muy variable y dudoso y por eso puede contarse (y mil veces puede contarse, sin que ni dos coincidan), nos damos cuenta de que también nos la dábamos cuando el presente era aún presente y no estaba expuesto a su negación ni a su turbiedad o penumbra, o si no no podríamos ponerle a éste fechas y la verdad es que se las ponemos, oh sí, solemos fecharlo luego todo con tanta precisión que da espanto: 'Hubo un día en que...', decimos o recordamos como en las novelas (que van a lo señalado siempre: se lo indica su desenlace, lo dicta; pero no todas lo conocen), en ocasiones a solas y a veces en compañía, dos recapitulando en voz alta: 'Fueron aquellas palabras que dejaste caer como si nada en tu cumpleaños las que me pusieron en guardia, o las que empezaron a retraerme'. 'Tu reacción fue decepcionante, y hube de preguntarme si no me había equivocado contigo; pero eso era haberme equivocado durante demasiados años, luego quizá habías cambiado.' 'No aguanté aquellos reproches, tan insistentes e injustos que pensé si no eran sólo un pretexto tuyo, el modo mejor de enfriarme; y en verdad me quedé helado.' Sí, solemos saber cuándo algo se tuerce o se rompe o cansa. Pero esperamos siempre que se enderece o se suelde o nos recupere —por sí solo a veces, como por arte de magia— y que ese saber no se confirme; o si notamos que la cosa es aún más simple, que algo de nosotros fastidia o desagrada o repugna, nos hacemos voluntariosos propósitos para enmendarnos. Son teóricos e incrédulos, sin embargo, esos propósitos. En realidad sabemos que no seremos capaces, o que ya nada depende de lo que hagamos, ni de que nos abstengamos. Es la misma sensación que los antiguos tenían cuando a sus labios o a su pensamiento acudía esa expresión que nuestro tiempo ha olvidado, o más bien ha rechazado, y se lo reconocían: 'La suerte está echada'. Y aunque la frase esté casi abolida, esa sensación persiste, y nosotros todavía la conocemos. 'Ya no hay vuelta de hoja', eso sí me lo digo yo a veces.
A la puerta de un hipermercado o supermercado o pseudomercado en el que Luisa compraba, había apostada algunos días una joven muy joven que además era extranjera y madre y ambas cosas por partida doble: pues tenía dos niños, uno de meses en un mal cochecito y otro mayor pero muy pequeño, de entre dos y tres años (eso le calculaba Luisa, lo había visto vestir aún pañales bajo sus pantalones cortos), que guardaba el cochecito como un soldado, minúsculo pretoriano sin armas; y no sólo era rumana o bosnia la joven, o tal vez húngara —aunque eso más improbable, muchos menos en España—, sino que sobre todo parecía gitana. No contaría más de veinte años, y los días que allí mendigaba (no eran todos, o no siempre coincidía Luisa con ella), estaba siempre con sus dos críos, no tanto para inspirar más lástima cuanto —interpretaba Luisa— porque no debía de tener dónde ni con quién dejarlos. Eran parte de ella, tanto como sus brazos. Eran su prolongación, la joven e
ra con ellos
como el perro
era sin pata,
según la visión de Alan Marriott cuando decidió asociar en su imaginación el suyo a aquella otra chica gitana, y juntos se le representaron como pareja espantosa.