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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Tres ratones ciegos (19 page)

—Gracias.

Poirot regresó pensativo a la sala de Pat.

—¿No está usted satisfecho, señor Poirot? —preguntó Jimmy.

—No, lo estoy.

—¿Qué es lo que..., bueno, le preocupa? —dijo Donovan mirándole con curiosidad.

Poirot no respondió, y guardó silencio durante un par de minutos, como si meditara. Luego se encogió de hombros.

—Voy a despedirme de usted, mademoiselle. Debe de estar fatigada. Ha tenido que guisar mucho..., ¿eh?

Pat rió.

—Sólo la tortilla. No hice la cena. Donovan y Jimmy vinieron a buscarnos y fuimos a un pequeño restaurante del Soho.

—Y luego, sin duda, irían al teatro.

—Sí. A ver «Los ojos castaños de Carolina».

—¡Ah! —exclamó Poirot—. Debieran haber sido los ojos azules..., los ojos de mademoiselle.

Hizo una galante inclinación, y diole una vez más las buenas noches, lo mismo que a Mildred, que se quedaba allí a pasar la noche, ya que Pat había confesado con toda franqueza que no era capaz de quedarse sola de momento.

Los dos hombres acompañaron a Poirot. Cuando se disponían a despedirse de él, una vez en el rellano, el detective les dijo:

—Mis jóvenes amigos, me oyeron decir que no estaba satisfecho...,
Eh bien
, es cierto..., no lo estoy. Ahora voy a bajar a hacer unas pequeñas averiguaciones por mi cuenta. ¿Les gustaría acompañarme?

Su propuesta fue aceptada en el acto y Poirot abrió la marcha hacia el piso tercero. Al entrar, no se dirigió a la salita, como los otros esperaban, sino que fue derecho a la cocina. En un hueco, debajo de la fregadera, había un gran bidón metálico. Poirot lo destapó e inclinándose sobre él comenzó a escarbar en su contenido con la energía de un feroz terrier.

Jimmy y Donovan le contemplaban un tanto sorprendidos.

De pronto con una exclamación de triunfo se levantó, alzando en su manó una botellita tapada con un corcho.


Voilá
! Encontré lo que buscaba.

La olfateó detenidamente.

—Estoy
enrhumé
... tengo un constipado de cabeza...

Donovan cogió la botellita y olió a su vez, sin percibir nada. De modo que le quitó el tapón y la acercó a su nariz antes de que el grito de alarma de Poirot pudiera contenerle.

Inmediatamente cayó al suelo como un tronco. Poirot, abalanzándose hacia él, consiguió aminorar el golpe.

—¡Imbécil! —exclamó—. Vaya ocurrencia, quitar el tapón. ¿Es que no se ha fijado con qué cuidado la he cogido yo? Monsieur... Faulkener..., ¿verdad? ¿Sería tan amable de traerme un poco de coñac? He visto una botella en la salita.

Jimmy salió corriendo, pero cuando regresó, Donovan estaba sentado y diciendo que se sentía bien, y tuvo que escuchar un pequeño discurso del señor Poirot acerca de la necesidad de andar con cuidado al olor de posibles sustancias venenosas.

—Creo que voy a irme a casa —dijo Donovan poniéndose en pie—. Es decir, si no me necesita ya. Todavía me encuentro algo extraño.

—Desde luego —replicó Poirot—. Es lo mejor que puede usted hacer. El señor Faulkener se quedará conmigo un rato.

Acompañó a Donovan hasta la puerta y saliendo al rellano estuvo hablando en él durante unos minutos. Cuando al fin volvió a entrar en el departamento encontróse a Jimmy de pie en el saloncito y mirando a su alrededor con extrañeza.

—Bueno, señor Poirot —le dijo—, ¿qué hacemos ahora?

—Nada. Este caso está terminado.

—¿Qué?

—Ahora... lo sé todo.

—¿Por esta botellita que ha encontrado?

—Exacto. Por esa botellita.

—No consigo sacar nada en claro. Por alguna razón veo que no está satisfecho con las pruebas contra John Fraser, quienquiera que sea ese hombre.

—Quienquiera que sea —repitió Poirot despacio—, si es que es alguien, cosa que me sorprendería.

—No le comprendo.

—Es sólo un nombre... eso es todo..., un nombre cuidadosamente bordado en un pañuelo.

—¿Y la carta?

—¿Se fijó usted en que estaba escrita a máquina? ¿Por qué? Se lo diré. De haber sido manuscrita hubieran podido reconocer la escritura, y una carta escrita a máquina es más fácil de identificar de lo que usted imagina..., pero si la hubiera escrito un auténtico John Fraser estas dos cosas no le hubieran importado. No; fue escrita a propósito y puesta en el bolsillo de la difunta para que nosotros la encontrásemos. No existe nadie llamado John Fraser.

Jimmy le miraba interrogador.

—De modo —prosiguió Poirot— que volví al primer punto que me chocó. Me oyó usted decir que ciertas cosas están situadas en el mismo lugar en todos los pisos de un mismo edificio. Y di tres ejemplos. Pude haber nombrado otro más... el interruptor de la luz, estimado amigo mío.

Jimmy seguía mirándole sin comprender. Poirot fue explicándose.

—Su amigo Donovan no se acercó a la ventana..., fue al apoyar la mano en esta mesa cuando se la manchó de sangre. Y yo me pregunté en seguida, ¿por qué la apoyó ahí? ¿Qué es lo que estaba haciendo rondando por esta habitación a oscuras? Porque recuerde, amigo mío, que el interruptor de la luz eléctrica está en todas partes en el mismo sitio..., junto a la puerta. Entonces, cuando entró en la habitación, ¿por qué no buscó en seguida el interruptor para dar la luz? Eso era lo más normal y lógico. Según él, quiso encender la luz de la cocina y estaba estropeada. No obstante, yo he comprobado que funciona perfectamente. Por tanto, ¿es que entonces no le interesaba que se hubiera encendido? En ese caso se hubieran dado cuenta en seguida de que se habían equivocado de piso, y no hubiera habido motivo para entrar en la habitación.

—¿Adonde quiere ir a parar, señor Poirot? No comprendo. ¿Qué quiere decir?

Poirot le mostró un llavín «Yale».

—Esto.

—¿La llave de este piso?

—No,
mon ami
, la llave del piso de arriba. La llave de la señorita Patricia, que el señor Donovan Bayley le quitó del bolso durante la noche.

—Pero..., ¿por qué..., por qué?


Parbleu
! Para poder hacer lo que deseaba..., entrar en este piso a primera hora de la tarde sin despertar sospechas para asegurarse de que la puerta del montacargas no estaba cerrada.

—¿De dónde ha sacado usted esa llave?

—Acabo de encontrarla... —Poirot sonrió abiertamente— en donde la he buscado... en el bolsillo del señor Donovan. Esa botellita que simulé encontrar fue una artimaña, y el señor Donovan cayó en la trampa. Hizo lo que yo esperaba que hiciera... destaparla y oler su contenido... cloruro de estilo, un anestésico instantáneo. Eso le dejó inconsciente durante unos segundos, que era lo que yo necesitaba para sacar de su bolsillo un par de cosas que yo sabía estaban allí precisamente. Esta llave es una de ellas... y en cuanto a la otra...

Se detuvo un instante antes de continuar.

—A su debido tiempo interrogué al inspector para conocer el motivo de que el cadáver estuviera escondido tras las cortinas. ¿Para ganar tiempo? No, había algo más. Y por eso me acordé de una cosa..., del correo, amigo mío. El correo de la tarde que llega a las nueve y media aproximadamente. Digamos que el asesino no encontró lo que esperaba, pero ese algo pudo llegar más tarde por correo. Entonces debía volver..., pero el crimen no debía ser descubierto por la doncella, pues en ese caso la policía tomaría posesión del piso, y por eso esconde el cuerpo detrás de la cortina. Y la doncella, sin sospechar nada, deja las cartas sobre la mesa, como de costumbre.

—¿Las cartas?

—Sí, las cartas. —Poirot sacó algo de su bolsillo—. Esto es la otra cosa que saqué del bolsillo del señor Donovan mientras se halla inconsciente. —Y mostró un sobre escrito a máquina y dirigido a la señorita Ernestina Grant—. Pero quiero preguntarle una cosa, señor Faulkener, antes de leer esta carta. ¿Está usted enamorado de mademoiselle Patricia?

—La quiero con locura... pero nunca confié en que me correspondiera.

—¿Pensó que estaba enamorada del señor Donovan? Es posible que hubiera empezado a interesarse por él..., pero sólo fue un principio, amigo mío. Usted es el encargado de hacerla olvidar... y estar a su lado en los momentos difíciles.

—¿Difíciles?

—Sí, difíciles. Haremos todo lo posible por no mezclar su nombre en esto, pero será imposible conseguirlo por completo. Ya sabe que ella fue el motivo.

Y le alargó el sobre. De su interior cayó un papel. La carta era breve y estaba escrita y firmada por un conocido abogado. Decía así:

Querida señora:

El documento que me incluye está en regla, y el hecho de que el matrimonio tuviera lugar en un país extranjero no lo invalida en ningún sentido.

Suyo afectísimo, etcétera...

Poirot desplegó el documento. Era un certificado de matrimonio de Donovan Bayley y Ernestina Grant, fechado ocho años atrás.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Jimmy—. Pat dijo que había recibido una carta de esa señora pidiéndole que fuera a verla, pero no imaginó siquiera que fuera nada importante.

Poirot asintió.

—El señor Donovan lo sabía..., vino a ver a su esposa aquella tarde antes de subir al piso de arriba. (Extraña ironía dejar que esa infortunada mujer viniera a vivir al mismo edificio de su rival...) Y la asesinó a sangre fría... y luego fue a divertirse con ustedes. Su mujer debió decirle que había enviado en certificado de matrimonio a su abogado y que aguardaba su respuesta. Sin duda él quiso hacerle creer que su matrimonio no era del todo válido.

—Donovan estuvo de muy buen humor durante toda la noche. Señor Poirot, ¿no le habrá dejado escapar?

—No tiene escape —repuso el detective—. No tema.

—Es en Pat en quien pienso principalmente —replicó Jimmy—. ¿Cree usted... que no le afectará mucho?


Mon ami
, eso es cosa suya. Tiene que hacerla volver a usted y olvidar. ¡No creo que le resulte muy difícil!

Las aventuras de Johnnie Waverly

—Tiene que comprender los sentimientos de una madre —repitió la señora Waverly, quizá por sexta vez y mirando suplicante a Poirot. Nuestro pequeño amigo, siempre comprensivo ante una madre apurada, trató de tranquilizarla con un gesto.

—Pues claro, claro; la comprendo perfectamente. Confíe en Papá Poirot.

—La policía... —comenzó a decir el señor Waverly.

Su esposa despreció la interrupción.

—Yo no quiero saber nada más de la policía. ¡Confiamos en ellos, y mira lo que ha ocurrido! Pero he oído hablar tanto del señor Poirot y de las cosas tan maravillosas que ha realizado, que presiento que él tal vez pueda ayudarnos. Los sentimientos de una madre...

Poirot, con un gesto elocuente, apresuróse a evitar otra repetición. La emoción de la señora Waverly era auténtica, y contrastaba con su carácter duro y áspero. Cuando supo que era la hija de un importante fabricante de aceros de Birmingham que se había abierto camino hasta la actual posición, comprendió que había heredado muchas de las cualidades paternas.

El señor Waverly era un hombre grandote y jovial. De pie y con las piernas muy separadas tenía todo el aspecto de un campesino hacendado.

—Supongo que está enterado de todo, ¿verdad, señor Poirot?

La pregunta era casi superflua. Durante varios días los periódicos publicaron amplias informaciones acerca del sensacional rapto del pequeño Johnnie Waverly, de tres años de edad y heredero de Marcus Waverly, Waverly Court, Surrey, una de las familias más antiguas de Inglaterra.

—Desde luego, conozco los detalles más importantes, pero le ruego que vuelva a contarme toda la historia, monsieur, y sin olvidarse de nada, por favor.

—Bien. Creo que el principio de todo esto fue la carta anónima que recibí hace diez días... (¡qué desagradables son los anónimos!) y que no tenía ni pies ni cabeza. El que escribía me exigía la entrega de veinticinco mil libras..., ¡veinticinco mil libras, señor Poirot!.., y me amenazaba con raptar a Johnnie en caso contrario. Naturalmente, arrojé el anónimo al cesto de los papeles. Cinco días después recibí otra carta por el estilo: «Si no paga, su hijo será secuestrado el veintinueve.» Eso fue el veintisiete. Ada estaba muy alarmada, pero yo no quise tomar en serio el asunto. ¡Maldita sea!, estamos en Inglaterra. Nadie va por ahí raptando niños para conseguir un rescate.

—Desde luego, no es muy corriente —repuso Poirot—. Continúe, monsieur.

—Bien. Ada no me dejaba en paz... de modo que, aunque considerándolo una tontería, puse el caso en manos de Scotland Yard. No parecieron tomarlo muy en serio, inclinándose a pensar como yo, que debía tratarse de una broma. El día veintiocho recibí la tercera carta. "No ha pagado. Su hijo será raptado mañana a las doce del mediodía. Y su rescate le costará cincuenta mil libras." Volví a Scotland Yard. Esta vez parecieron algo más impresionados. Se inclinaban a pensar que aquellas cartas fueron escritas por un lunático, y que era probable que a la hora señalada hubiera algún intento de secuestro. Me aseguraron que tomarían todas las precauciones para evitarlo. El inspector McNeil con las fuerzas convenientes irían a Waverly a la mañana siguiente para cuidar de ello.

»Volví a casa mucho más tranquilo. No obstante, di orden de que no dejaran entrar a ningún extraño, y de que nadie saliera sin mi consentimiento. Transcurrió la tarde sin novedad, mas a la mañana siguiente mi esposa se encontraba seriamente enferma. Asustado, envié a buscar al doctor Darkens. Al parecer, los síntomas que apreció le sumieron en un mar de confusiones y pude comprender lo que pasaba por su mente. Me aseguro que la enferma no corría peligro, pero que tardaría uno o dos días en restablecerse. Al volver a mi habitación tuve la sorpresa de encontrar una nota prendida en mi almohada escrita con la misma letra que las otras y conteniendo sólo tres palabras: “A las doce”.

»Confieso, señor Poirot, que en aquellos momentos lo vi todo rojo. Alguien que vivía en mi propia casa tenía que ver en ello. Reuní a todos los criados y les puse de vuelta y media. Nunca se acusan unos a otros; fue la señora Collins, dama de compañía de mi esposa, quien me informó de que había visto a la niñera de Johnnie salir de casa a primeras horas de la mañana. La atosigué a preguntas y confesó. Había dejado al niño con otra de las doncellas para ir a ver a... un hombre. ¡Así van las cosas! Negó haber prendido la nota en mi almohada... Es posible que dijera la verdad; no lo sé. Me di cuenta de que no podía correr el riesgo de que la propia niñera formara parte del complot. Uno de los criados estaba complicado en él. Al fin, perdido el dominio de mis nervios, los despedí a todos, incluyendo a la nurse. Les di una hora para recoger sus cosas y salir de la casa.

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