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Authors: Noe Casado

Tags: #Erótico, Romántico

Treinta noches con Olivia (6 page)

Siguiendo las instrucciones del señor López llegó a la notaría donde se tramitaba el inoportuno tema de la herencia.

Había repasado todos los puntos del jodido testamento, así como los extractos de las cuentas bancarias y demás documentación.

Por más que intentaba comprender cómo se lo había montado el viejo, no llegaba a encontrar una respuesta; por lo menos, una legal.

Y, después de comprobar el estado de la casa, no entendía el motivo por el que dejaba el dinero en el banco en vez de vivir cómodamente.

Agradeció que el piso donde el notario tenía su despacho estuviera climatizado.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarlo?

Thomas se quitó las gafas de sol agradecido de que al menos allí lo trataran con cortesía. Junto con el traje, siempre se ponía su sonrisa más profesional, aunque distante a la vez, así que respondió en el mismo tono:

—Soy Thomas Lewis. El señor Manuel López me indicó que me acercara para tratar los asuntos referentes a las últimas voluntades de Robert Lewis. —Pensó que iba a atragantarse al pronunciar su nombre—. Si es tan amable de avisar al notario de que estoy aquí.

—¿Es usted el hijo del inglés?

A Thomas no le hacía ni puta gracia que lo llamaran así. Pero no iba a ponerse ahora a corregir a la gente.

—Sí.

—Lo siento, pero aquí todos nos conocemos. —Si pensaba que con una sonrisa ensayada iba a ser perdonado, lo llevaba crudo.

—Ya me he dado cuenta. Si no le importa, preferiría ocuparme cuanto antes de los asuntos que me han traído hasta aquí.

—Me temo que no va a ser posible.

Respiró profundamente antes de seguir indagando.

—¿Está ocupado?

—No, por asuntos personales estará ausente hasta la semana que viene. —La recepcionista lo dijo de forma amable, pero, al ver la expresión del cliente, añadió—: Ha sido algo imprevisto.

—Lo que me faltaba… —murmuró, intentando controlar su enfado—. ¿Podría darme su número para poder contactar con él directamente e intentar buscar un hueco?

—No tengo autorización para dar a nadie su número personal. Lo siento mucho, señor Lewis.

—Éste es un caso especial. Me he desplazado desde Inglaterra para poder resolver este asunto cuanto antes. El señor López me indicó que era urgente y ¿ahora me dice que el notario no está?

—Como le he dicho… disculpe un minuto. —La chica contestó al teléfono.

Mientras la escuchaba atender la llamada no podía hacer otra cosa que maldecir una y mil veces el jaleo en el que su viejo lo había metido. Maldita sea, ese hijo de puta iba a tocarle los huevos desde la tumba.

Todo se ponía en su contra. Tenía que regresar, como estaba previsto, en dos o tres días a lo sumo, para ocuparse de un caso importante, no podía estar persiguiendo a un notario escurridizo.

Cuando la mujer terminó su llamada, volvió a poner cara de circunstancias y a intentar suavizar la mala noticia.

—De verdad que siento muchísimo este contratiempo, créame. Si hay algo que podamos hacer para…

—Ahórrese las disculpas. Si no está el notario todo lo demás no sirve de nada. —Thomas cortó a la empleada. No necesitaba buenas palabras.

—Todos los documentos relativos a su caso están preparados. En cuanto vuelva el señor notario será el primero en ser atendido. Si es tan amable de darme su número de teléfono…

Buscó en su cartera y sacó una tarjeta. Decirle que dudaba muy mucho de sus palabras era una pérdida de tiempo absoluta.

—Espero que la semana que viene, cuando de nuevo me desplace hasta aquí, esté todo dispuesto. Buenos días.

Sin dar opción a réplica cogió su maletín y salió a la calle. Al maldito calor de mediodía.

Buscó una terraza donde sentarse, almorzar y hacer unas llamadas.

Helen, su secretaria, descolgó al segundo tono.

—Buenos días, señor Lewis —respondió educadamente—. ¿Va todo bien?

—Buenos días. Y no, las cosas no están saliendo según lo previsto. —Tapó un instante el auricular para pedir al camarero que se había acercado hasta su mesa—. No voy a entrar en detalles, sólo diré que aquí no funciona nada medianamente bien. En fin, no importa. Necesito que me reserves un vuelo para… —Miró el reloj—. Mañana, a ser posible a primera hora. Avisa también a mis citas del jueves y el viernes para aplazarlas, ya que, por desgracia, tengo que volver aquí la semana que viene.

—Muy bien. ¿Alguna cosa más?

—No eso es todo. —Y añadió de forma brusca—: Gracias.

Puede que las cosas se estuvieran torciendo por momentos y que desde su llegada nada hubiese salido bien, pero el almuerzo era de lo mejor que se había encontrado en las últimas horas.

Después de dar buena cuenta de la comida se dirigió al despacho del señor López con la intención de dejar muy clara su postura y que no iba a tolerar más retrasos injustificados.

Pero se encontró con un cartel que rezaba: «Cerrado por vacaciones».

—Joder, si no lo veo no lo creo.

En ese instante le sonó el móvil. Reconoció el número al instante.

—Señor Lewis, verá… —Por el tono supo en seguida que las desgracias nunca vienen solas—. Me ha sido imposible encontrar una plaza libre hasta dentro de tres días.

—¡Tres días! —vociferó en plena calle mientras caminaba hacia su coche.

—Sí, me ha oído bien. Por lo visto, con la huelga de controladores hay muchos problemas. Además, con las vacaciones de agosto está todo ocupado y no hay manera de encontrar un vuelo disponible.

—Joder…

—¿Confirmo la reserva?

Thomas lo pensó un instante. Tenía que quedarse tres días en aquel pueblucho a la espera de coger un avión y luego regresar dos días después. Si al cansancio del viaje le sumaba la nada descartable posibilidad de que entre retrasos y más que seguras cancelaciones nadie podía asegurarle el vuelo de vuelta, y que, para él, era imperativo solucionar de una jodida vez todo el asunto de la herencia…

—No. Me quedaré aquí —respondió evidenciando su disgusto—. Reorganiza mi agenda y ocúpate de tranquilizar a los clientes.

—Muy bien. ¿Algo más, señor Lewis?

—Sí, ve reservando vuelo para la semana próxima, no quiero quedarme de nuevo fuera de juego.

—Lo haré —prometió Helen.

Esta vez colgó sin dar las gracias. Estaba demasiado cabreado.

Ahora tocaba volver donde esas dos y comunicarles que su estancia se prolongaba unos días más.

Estaba seguro de que ambas se iban a mostrar poco menos que entusiasmadas con la idea.

Sonrió. Él iba a tener que prescindir de ciertas (de muchas) comodidades, pero esas dos lo tendrían que ver todos los días.

8

—Ya te he dicho que no.

—Cariño… ¿es que no me vas a perdonar nunca?

—Estás perdonado. Pero ahora vete, estoy cansada y quiero darme una ducha.

—Sé que cometí un error, pero es que Celia… bueno ya sabes cómo es, yo había bebido y…

Oh, ¡por Dios! Cómo detestaba la pobre excusa etílica para justificar el hecho de que la hubiese engañado. Por lo menos, podía ser sincero y asumir que se moría de ganas por llevarse a Celia al huerto desde que eran adolescentes.

Puede que la tercera en discordia no fuera la amiga ideal, pero también era cierto que los hombres siempre echaban la culpa a alguien. Y, en ese caso, el hecho de que Celia lo ¿provocara? había que demostrarlo.

De todas formas, el tema aburría y Olivia sólo quería olvidarlo.

Al oír el motor de un coche, ambos giraron la cabeza.

Ella reconoció al instante a su visitante. Juanjo babeó al ver el deportivo, pero cambió su expresión al observar que un tipo aparcaba frente a la casa y se bajaba con total normalidad.

Había oído rumores…

Enfadado, cogió a Olivia del brazo y preguntó:

—¿Estás liada con él?

—Pero ¿qué tonterías dices? —resopló incrédula. Y no porque la acusase de tener un «lío» sino por con quién la estaba acusando de tenerlo—. ¡Por favor!

El supuesto amante los miró sin quitarse las gafas de sol, pasó por delante de ellos y entró en casa sin decir buenas tardes.

—No me tomes por tonto. ¿Cómo explicas que viva con vosotras?

—¡No vive con nosotras! —Pero se dio cuenta de un importante detalle—. Bueno, sí, pero es provisional. Juanjo, por favor, no me montes una escena. Tengo que preparar la cena y…

Él no la soltaba, lo que tensaba aún más el ambiente.

—¿Desde cuándo eres la jodida cocinera de nadie?

Thomas, desde la ventana, podía escuchar la absurda discusión. El tipo ese además de gilipollas era ridículo. ¿Cómo podía insinuar tan siquiera que iba a pretender quitarle la novia? Ni que fuera ciego.

Quería mantenerse al margen pero no soportaba la forma en la que el tipejo la agarraba, le recordaba viejos y difíciles tiempos. Así que decidió intervenir.

Con una cerveza en la mano salió al porche delantero.

—¿Podéis dejar la pelea de tortolitos para otro día? Más que nada, se hace tarde y la cena está sin preparar.

—¿Por qué no te callas? Esto es un asunto entre Olivia y yo.

—Gilipollas —dijo ella.

—¡Olivia!

—No, no me refería a ti, sino a él —explicó señalando a Thomas—. No te metas donde no te llaman, ¿vale?

El aludido enarcó una ceja.

—Como quieras, pero luego no vengas lloriqueando porque tu novio te hace sufrir —dijo con voz burlona y se metió de nuevo en la casa.

—Me voy dentro. Ya hablaremos en otro momento —replicó enfadada a Juanjo.

¡Hombres! ¿Es que siempre tenían que hacer notar su presencia?

—Mañana iré a buscarte al trabajo.

Olivia no respondió a eso último. Ya vería la forma de escaquearse.

Julia eligió ese momento para entrar en la cocina, había escuchado toda la escena. Podía quedarse al margen, pero con tal de fastidiar a su hermano…

—¿Además de ocupar espacio pretendes arruinar la vida amorosa de mi tía? —le espetó sin saludar antes.

Thomas, que estaba ojeando un catálogo de supermercado, la miró.

—Pues sí. ¿Algún problema? —mintió. Total, dijera lo que dijese, ella ya se había formado una opinión, de modo que sacarla de su error sería misión imposible.

Julia, que no esperaba esa respuesta, se calló y empezó a sacar cosas del frigorífico para preparar la cena.

—En seguida te ayudo —dijo Olivia desde la puerta—, voy a darme un baño. Vengo molida.

—Podrías echar una mano, ¿no? —sugirió de forma agresiva a su hermano.

—Podría, sí. —Pasó una página del catálogo y dio un trago a su cerveza.

—Oye, ningún pobre necesita criado.

Eso le hizo gracia. Sonrió de medio lado.

Se puso en pie, se desabrochó los puños de la camisa y se acercó a la encimera.

—Dime qué quieres que haga.

—Lava la lechuga.

Como parecía no entender la orden, Julia suspiró. Abrió un armario, sacó un bol de cristal y un escurridor de plástico. Lo puso junto a él, a ver si con un poco de suerte no tenía que explicárselo.

Pues hubo suerte.

El estirado de su hermano sabía preparar una ensalada.

En silencio y en aparente calma, cada uno se ocupó de su trabajo.

Thomas dejó la ensaladera sobre la mesa y Julia estalló:

—¿Por qué no tienes un poco de cuidado?

Él la miró sin comprender. ¿A santo de qué venía ahora ese arrebato de hostilidad?

—¿Qué cojones pasa?

—Que vas a dejar un cerco en la mesa de madera. Eso es lo que pasa.

Thomas levantó el bol y miró la ajada mesa. Vale, sí, había dejado marca, pero no era para tanto.

—Está hecha una mierda —aseveró mirando la mesa. Y en realidad se estaba quedando corto. ¡Por favor!, pero si parecía recién sacada de un mercadillo… La superficie estaba llena de marcas, la madera deslucida y, aunque no lo había comprobado, estaba seguro de que cojeaba.

—¡Tú sí que eres una mierda! —exclamó ante la insensibilidad de su hermano.

—No entiendo por qué te pones así por una jodida mesa. ¡Si está hecha un asco!

—¡Te odio! —gritó y salió de prisa de la cocina.

—No me lo puedo creer —murmuró para sí. ¿Estaba loco o acaso creía haber notado síntomas de que iba a llorar por un estúpido y viejo mueble?

—No tienes ni pizca de sensibilidad.

Thomas se dio la vuelta al oír la voz de la que faltaba. Inspiró profundamente, se había metido en una casa donde vivían dos piradas de manual, con un gusto pésimo para todo, incluyendo la decoración de interiores y la elección de vestuario.

Y delante tenía un ejemplo muy elocuente de su teoría.

Ella estaba vestida, como iba siendo habitual, con una ajustada camiseta de tirantes, esa vez roja, evidenciando la falta de sujetador. Y, para completar tan esperpéntico conjunto, llevaba una minifalda verde con estampado militar.

—Perdón por herir la sensibilidad de una adolescente por resaltar lo obvio. —Señaló la mesa de la discordia—. Pero has de reconocer que está hecha una puta mierda.

Olivia se adentró en la cocina y se dispuso a ocuparse de la cena. No quería entrar al trapo. Ese tipo era un verdadero dolor de muelas. Puede que vistiera estupendamente, pero seguía siendo un gilipollas de tomo y lomo.

—Genial. Ahora tú también vas a ponerme cara de perro. —Agarró su cerveza y se la acabó de un trago—. Y lo cojonudo de todo esto es que me montáis una escena por una jodida mesa. ¡Increíble!

Ella se limpió las manos con un trapo. Se dio la vuelta y caminó hasta situarse frente a él, con una mano en la cadera y otra señalándolo en clara actitud combativa.

—Mira, chaval. He intentado tener paciencia contigo, pero ¿sabes qué? Eres un engreído, un estirado y un esnob. Esta jodida mesa, como tú dices, tiene un gran valor sentimental, ¿vale? —A medida que avanzaba su discurso el dedo acusador lo golpeaba en el pecho.

—Ya. Y ahora me vas a decir que los ridículos sofás del salón pertenecieron a tu abuela. No hace falta que lo jures.

—Imbécil. —Siguió intentando intimidarlo—. No sabes un pimiento de nada. Así que cierra la boca.

—Me importa un carajo vuestro pésimo gusto decorativo, pero ya que estamos te lo diré sin ambages: vuestro estilo es desquiciante, eso para empezar. —Esa vez cambiaron las tornas y fue él quien iba señalándola, a la par que haciéndola retroceder a medida que hablaba—. Tenéis un gusto deplorable.

—¿Deplorable? Oh, oh, pero ¡qué palabras más rebuscadas usas, por Dios! —se burló ella.

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