Tras el incierto Horizonte (37 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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—Necesitará un circuito abierto con la Tierra para la Identificación. Yo soy Robín Broadhead, y éstas son mis huellas dactilares —le dije—. Me acompaña Hanson Bover; por favor, Bover, si es tan amable...

Presionó la placa que había junto a él.

—Y ahora diga lo que tiene que decir —le invité.

—Yo, Alien Bover —contestó automáticamente—, declaro que retiro mi pleito en contra de Robín Broadhead, la Corporación de Pórtico et al.

—Gracias, Bover. Y ahora, mientras verifica usted todo eso, ahí va una copia por escrito de lo que Bover acaba de decir, para que figure en sus archivos, más una copia del plan de nuestra misión. En virtud a mi contrato con la Corporación de Pórtico estoy autorizado a utilizar los servicios de la misma en todo aquello que concierna a la expedición Herter-Hall, y eso me dispongo a hacer a continuación. Para tal propósito necesito la Cinco que se encuentra actualmente estacionada en sus muelles. Por el plan de nuestra misión verá usted que tenemos intención de ir al Paraíso Heechee, y desde allí a la Factoría Alimentaria, lugar en el que intentaré evitar que Peter Herter siga infligiendo daños a la Tierra, así como intentaré rescatar al resto de componentes del equipo Herter-Hall y conseguir cuanta información de valor sea posible para que la Corporación de Pórtico pueda procesarla y utilizarla. Y me gustaría partir antes de una hora —sentencié.

La verdad es que durante un minuto o así, la cosa pareció que iba a funcionar. La jefa de Embarques miró nuestras huellas en las placas, cogió el carrete con nuestro plan y lo sopesó en la mano, mirándome en silencio por espacio de un minuto con la boca abierta. Pude escuchar el silbido del gas volátil que utilizaban para calentar los motores, cumpliendo el ciclo de Carnor desde las lentes de Fresnel hacia arriba, a los reflectores en forma de alcachofa que había encima de nuestras cabezas. No oí nada más. Entonces la jefa de embarques suspiró y dijo:

—¿Ha oído eso, senador Praggler?

La voz de Praggler me llegó por el aire desde detrás de su escritorio.

—Puedes apostar lo que quieras a que sí lo he oído, Milly. Dile a Broadhead que no va a servirle de nada. No puede hacerse con la nave.

Habían sido los tres días de viaje los que me habían ganado la partida. En el momento de embarcarnos, los pasaportes de todos los pasajeros habían sido radiados a la Luna automáticamente, de modo que los oficiales supieron que estaba de camino antes incluso que la nave abandonara la Guayana. Fue pura casualidad que Praggler estuviera allí; pero incluso de no haber estado él, hubiesen tenido tiempo de sobra para recibir órdenes de los cuarteles generales de Brasilia. En un primer momento llegué a pensar que ya que estaba Praggler allí podríamos discutir el asunto. Pero no hubo lugar. Pasé media hora imprecándole, y otra media rogándole, pero no hubo nada a hacer.

—No hay nada de malo en tu plan —admitió—. El problema eres tú. Ya no se te permite utilizar los servicios de Corporación porque la Corporación ha decidido privarte de es prerrogativa ayer mismo, mientras entrabas en órbita. Y aunque no lo hubieran decidido así, Robín, tampoco te dejaría ii Estás metido en este jaleo hasta el cuello. Dejando de lado e hecho de que ya no estás para estos trotes.

—¡Te recuerdo que soy un piloto de Pórtico experimentado

—Eres una puñetera mierda, Robín, además de estar algo loco. ¿Qué crees que un solo hombre podría hacer en el Paraíso Heechee? No, Robin. Vamos a utilizar tu plan, e incluso te pagaremos por ello, pero vamos a hacer bien las cosas, desde el propio Pórtico, con tres naves como mínimo, llenas de hombres jóvenes, bien pertrechados y dispuestos a todo.

—¡Déjame ir, senador! —le rogué—. ¡Si se llevan el procesador hasta Pórtico tardarán meses, años!

—No, si utilizamos para ello la Cinco que hay aquí estacionada —dijo—. Seis días. Y puede salir acto seguido en el con voy. Pero sin ti. Sin embargo —añadió compasivo—, te pagaremos por el procesador y por el programa, no lo dudes. Deja! estar, Robin, deja que otro corra los riesgos. Te lo digo come amigo.

Bien, sí, era mi amigo y los dos lo sabíamos, pero quizá fuera menos amigo mío después de lo que le dije que podía hacer con su amistad. Al final, Bover tuvo que sacarme de allí Lo último que vi del senador fue que estaba sentado en borde del escritorio mirándome con el rostro encendido por la ira y con los ojos a punto de llorar.

—Mala suerte, señor Broadhead —dijo compadeciéndose.

Tomé aire para ponerle las peras a cuarto también a é pero me contuve a tiempo. Hubiera sido gratuito hacerlo

—Le conseguiré un billete de vuelta a Kourou —le dije

Me sonrió, mostrándome al hacerlo una dentadura reluciente. Al parecer había invertido ya en sí mismo parte de dinero que yo le había dado.

—Me ha hecho usted rico, señor Broadhead. Puedo pagarme el billete yo mismo. Además, es la primera vez que estoy aquí y no creo que vaya a volver, así que voy a quedarme algún tiempo.

—Como guste.

—¿Y usted, Broadhead, cuáles son sus planes?

—No tengo.

Y ni tan solo se me ocurría alguno. Era incapaz de pensar. Es imposible describir la sensación de vacío que tenía. Me había armado de valor para enfrentarme a otro viaje misterioso en una nave Heechee, ciertamente no tan misterioso como cuando estaba de prospector en Pórtico, pero seguía siendo un viaje peligroso. Había dado un paso en mi relación con Essie que había intentado evitar durante mucho tiempo. Y todo para nada.

Miré pensativo al largo y desierto túnel que conducía a la zona de despegues.

—Voy a ponerme de camino yo mismo —dije.

—¡Broadhead! Pero... pero...

—¡Bah, no se preocupe! Lo cierto es que no voy a hacerlo, más que nada porque todas las armas de los alrededores deben de estar concentradas en torno a esa Cinco. Y no creo que vayan a dejarme entrar.

Me miró a la cara.

—Bueno —dijo dubitativo—, tal vez prefiera disfrutar de su estancia aquí...

Y entonces su expresión cambió.

Apenas si lo percibí; de hecho, yo mismo estaba sintiendo lo que él, y aquello bastó para acaparar mi atención. El viejo Peter había vuelto a meterse en el diván de los sueños. Era peor que nunca. No eran únicamente sus sueños y fantasías lo que estaba experimentando, lo que todo ser vivo estaba sintiendo. Era dolor. Desesperación. Locura. Una terrible presión se apoderó de mis sienes, experimenté un doloroso ardor en el pecho y en los brazos. Mi garganta estaba seca, y de pronto, en carne viva, mientras se llenaba de coágulos que vomité.

Jamás nos había llegado nada similar desde la Factoría Alimentaria.

Pero es que nadie antes había agonizado en el diván de los sueños. No duró un minuto, ni diez. Los pulmones me daban convulsivas arcadas. Lo mismo le pasaba a Bover. Lo mismo le sucedía a todo aquel que se encontraba dentro del radio de acción de la transmisión. El dolor siguió en aumento, y cada vez que alcanzaba un nuevo estadio, una nueva explosión de dolor lo acompañaba; y todo ello aderezado por el sentimiento de terror, de ira, de sobrecogedora miseria de un hombre que era consciente de que iba a morir y no se resignaba.

Pero yo sabía de qué se trataba.

Sabía de qué se trataba, y sabía lo que podía hacer, lo que al menos podía hacer mi cuerpo, si conseguía mantener mi mente entera el tiempo suficiente. Me obligué a dar un paso, y otro más. Me obligué a trotar a lo largo de aquel pasillo fatigoso y anchísimo mientras Bover se retorcía sobre el suelo a mis espaldas y los guardias se tambaleaban sin poder evitarlo. Pasé a trompicones delante de ellos, y dudo mucho que me vieran, hasta que conseguí meterme por la estrecha escotilla del módulo, cayendo magullado y tembloroso dentro de la nave, luchando enconadamente por conseguir que se cerrara tras de mí.

Y allí estaba yo de nuevo, en la desagradablemente familiar cabina, rodeado de formas plásticas de color oscuro. Walthers había cumplido con su parte del trato; aunque en aquel momento me resultaba del todo imposible recompensarle por ello, si hubiera aparecido su mano por la portezuela, habría depositado en ella un millón.

En un determinado momento, Peter Herter murió. Pero su miseria no murió con él, sino que se apagó paulatinamente. Jamás hubiese podido imaginar cómo sería encontrarse en el interior de la mente de hombre que ha muerto, mientras siente pararse su corazón y aflojarse sus vísceras y la certidumbre de la muerte irrumpe en su cerebro. Era algo mucho más largo de lo que hubiera podido suponer. Persistió mientras liberaba la nave de sus ataduras y la mandaba hacia arriba impulsada por sus pequeños propulsores de hidrógeno, hacia el punto en que el sistema de conducción Heechee empezaría a funcionar. Giré convulsivamente las ruedas de selección de destino hasta que conseguí la combinación que Albert me había enseñado y que yo había aprendido tan bien.

Y entonces giré la teta de control y me encontré de camino. La nave dio comienzo a su inestable y mareante aceleración. Las estrellas que podía ver, o mejor, adivinar, al pasar éstas a través de la pantalla de la computadora de la nave, empezaban ahora a fundirse. Nadie podía ya detenerme. Ni siquiera yo mismo.

Según los datos que había conseguido reunir Albert, el viaje duraría exactamente veintidós días. No es demasiado tiempo, siempre y cuando no te hayas introducido en una nave que ya está abarrotada hasta los topes. Había sitio para mí, más o menos. Podía estirarme. Podía ponerme de pie. Podía incluso tumbarme en el suelo, eso cuando los movimientos errabundos de la nave me permitían adivinar dónde estaba el suelo, y en el supuesto de que no me importara acurrucarme entre varias piezas metálicas. Lo que no podía hacer, durante aquellos veintidós días, era moverme más de un metro en todas direcciones, ni para comer, ni para dormir, ni para lavarme o excretar; para nada de riada.

Había tiempo de sobras para que pudiera hacer memoria y recordar lo terrible que podía ser un vuelo Heechee, y para que experimentara tal sensación a lo largo de los veintidós días.

También había tiempo de sobras para aprender. Albert me había grabado toda la información que no se me había ocurrido pedirle, y disponía de todas las cintas que contenían dicha información. No eran demasiado interesantes ni demasiado sofisticadas en lo relativo a su factura. El PMAL-2 era todo memoria: mucho cerebro pero pocas habilidades. No disponía de proyector de hologramas, sólo un visor de doble pantalla bidimensional a modo de anteojeras, para mirar cuando mis ojos soportaran hacerlo, y una pantallita no más grande que mi palma como alternativa a las anteojeras.

Al principio no las usé. Simplemente permanecí tumbado, intentando dormir tanto como me fuera posible. En parte me recuperaba de la muerte de Peter, tan terriblemente parecida a la propia. En parte estaba haciendo pruebas con el interior de mi mente, autorizándome a sentir miedo —¡autorizándome, cuando tenía todo el derecho del mundo a estar muerto de miedo!— y animándome a sentir culpabilidad. Hay tipos de culpabilidad que sé que albergo, como el remordimiento de las obligaciones y las tareas incumplidas. De ésas, tenía muchas en las que pensar, empezando por el propio Peter, que sin duda seguiría vivo si no lo hubiera aceptado en la misión, para acabar —o mejor dicho, para no acabar— con la cuestión de Klara congelada en su agujero negro; para acabar, digo, porque siempre se me ocurrían otras muchas en que pensar. Fue una diversión que se agotó pronto. Para sorpresa mía, el sentimiento de culpabilidad no resultó ser tan absorbente al fin y al cabo, especialmente después de haberlo experimentado; y así llené mi primer día de viaje.

Entonces volví mi atención a las grabaciones. Dejé que la rígida y semianimada caricatura del programa que tan bien conocía y al que amaba, me fuera leyendo lo relativo al principio de Mach, a los números universales y otras curiosas formas de especulación astrofísica en las que no se me habría ocurrido ni pensar. En realidad, no prestaba ninguna atención, sino que dejaba que la voz me resbalara por encima, y de este modo transcurrió el segundo día.

Después, de idéntica forma, dejé que me cayera encima toda la información disponible acerca de los Difuntos. Ya la conocía prácticamente toda, pero la escuché de nuevo. No tenía nada mejor que hacer, y ése fue mi tercer día.

A continuación, una miscelánea de conferencias acerca del Paraíso Heechee, de la procedencia de los Primitivos y de las posibles estrategias a emplear con Henrietta, y de los posibles riesgos que cabía prever en relación a los Primitivos, y de esta manera transcurrió el tercer día, y el cuarto, y el quinto.

Empecé a preguntarme cómo conseguiría llenar veintidós días, así que volví a las grabaciones, y así pasé el sexto día, y el octavo, y el décimo; y en el decimoprimero...

En el undécimo primer día desconecté la computadora y me sonreí a mi mismo con anticipada alegría.

Era el día de mitad de camino. Me colgué de las correas de seguridad a la espera de la única satisfacción que aquel maldito y molesto viaje podía producirme: la titilante explosión de chispas doradas de luz en el interior de la espiral de cristal que significarían el comienzo de la última etapa del viaje. No sabía con exactitud cuándo tendría lugar. Seguramente no ocurriría a primera hora de aquel día (que fue lo que sucedió). Probablemente tampoco en la segunda, ni en la tercera... y así fue. No a aquellas horas, ni en la cuarta, o la quinta, ni en las que siguieron. No sucedió en aquel undécimo día de viaje.

Ni en el décimo segundo.

Ni en el décimo tercero.

Ni en el décimo cuarto; y cuando finalmente conecté de nuevo la computadora para que verificara los cálculos que ya no quería molestarme en hacer yo mismo, la computadora me dijo lo que hubiera preferido no oír.

Era demasiado tarde.

Incluso si la señal de la mitad de camino se producía en cualquier momento, aunque fuera en el minuto siguiente, no habría suficiente comida o aire o agua para mantenerme con vida hasta el final.

Hay economías que uno puede hacer. Y las hice. Me humedecía los labios en lugar de beber, dormía todo lo que podía, respiraba quedamente como era capaz de hacerlo. Y por fin la señal se produjo, al décimo noveno día. Ocho días demasiado tarde.

Cuando hice los cálculos con la computadora, éstos se verificaron fríos y claros.

La señal de la mitad de camino se había producido demasiado tarde. Al cabo de otros diecinueve días a partir de aquel momento llegaría la nave al Paraíso Heechee, pero sin el piloto vivo. Para entonces llevaría ya seis días muerto.

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