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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano IV. El rey del Bósforo (28 page)

—¡Aquí Kam Baqca cabalgó hacia la gloria! —dijo Samahe, y Nihmu lloró. Melita reparó en que Tameax se estremeció ante la mera mención del gran chamán. Samahe no se dio cuenta, o no le importó—. Ella y sus caballeros eran como una flecha de oro, y cortaron a los macedonios tal como una flecha penetra en un caribú, y la bestia sigue corriendo, aparentemente viva, cuando en realidad ya está muerta.

Más tarde, Coeno los condujo a un prado nevado donde les contó cómo la última carga de los griegos y los sakje había doblegado al flanco macedonio, de modo que cuando Srayanka cruzó el vado se encontró con Kineas en medio del campo.

—Los acorralamos contra el río, y los matamos hasta que el sol se escabulló para evitar el olor a muerte —cantó Ataelo. Era un poema épico sakje. Casi todos los demás guerreros lo conocían y cantaron los versos hasta que salió el sol.

—¡Bah! —dijo Coeno—. Filocles debía estar justo aquí. —Se le quebró la voz—. En realidad, dulzura, tu padre siempre dijo que Filocles ganó la batalla. Él y sus muchachos rechazaron a uno de los
taxeis
macedonios durante una hora, quizá más, prácticamente sin armas.

En el trofeo, levantado junto al santuario consagrado al Río Dios, Olbia había construido un altar de mármol con un relieve de un hombre a caballo y otro con unos brazos que sostenían un escudo con la estrella de Macedonia. Coeno sonrió.

—Es bonito —dijo.

Eumenes asintió, embargado de emoción.

—Likeles ordenó que lo construyeran. Yo no lo había visto hasta hoy. Está bien hecho.

Entonces todos desmontaron. Incluso Scopasis, que nunca hacía nada por voluntad propia, saltó del caballo. Rodearon el altar griego, Tameax sacrificó una cabra y Coeno la otra, y la sangre humeó como un fuego recién encendido que produce más humo que llamas, ascendiendo al cielo en la fría y despejada mañana.

Coeno encendió una fogata y asaron la carne, quemaron los huesos y el pellejo, y luego, después de que Eumenes vertiera libaciones, Coeno dio un trozo de carne a cada hombre y mujer.

—Comed y bebed —dijo—. Recordad a quienes murieron aquí y a quienes no cedieron terreno. Recordad a Satrax, rey de los asagatje, que murió por su victoria, y a Kam Baqca, y recordad también a Ajax y a Nicomedes.

Los sakje mayores lloraron, igual que los griegos, mientras los jóvenes los observaban, asombrados al ver llorar a tantos hombres y mujeres curtidos.

—Aquí perdí a mi padre —dijo Urvara.

Tameax carraspeó.

—Igual que Nihmu —dijo.

Coeno abrazaba a Nihmu.

—Igual que yo —dijo Eumenes—. Aunque él luchaba en el bando contrario. —Derramó más vino en la nieve—. Dioses, suplico el perdón para el fantasma de mi padre.

Y también rompió a llorar.

Así estaban reunidos cuando oyeron ruido de cascos. Los guerreros se dispersaron y los caballeros corrieron en pos de sus monturas como hormigas huyendo de un nido destrozado.

Urvara observó sin miedo a los jinetes que se aproximaban.

—Ha sido un acierto venir aquí —dijo—. Esta es tierra sagrada, y hace que los hombres recuerden quién eres. —Señaló a los jinetes que vadeaban el río—. Ese es Parshtaevalt, y aquel el estandarte de la Mano Cruel. —Miró a Melita—. Tanto si los querías contigo como si no, señora, iremos todos juntos a ver a Marthax.

Momentos después, Parshtaevalt abrazó a Melita. Luego se arrodilló, cosa que los sakje nunca hacían, y puso sus manos entre las de ella.

—Soy tu hombre para siempre, como fui el de tu madre —dijo. Miró los restos del sacrificio y meneó la cabeza. Se volvió hacia Coeno—. ¿Habéis guardado un poco para mí? Yo también luché aquí.

Coeno se rio.

—¿Aún te comes caballos enteros? —preguntó.

El señor de los Manos Crueles rio como un chiquillo.

—¡Este es quien me enseñaba griego —dijo, señalando a Coeno— cuando Kineax estaba demasiado ocupado cortejando a tu madre!

Eumenes cogió carne del altar y se la llevó a Parshtaevalt, que se la comió y bebió un poco de vino. Luego miró en derredor a todos ellos. Y también a sus caballeros.

—¿Lo sentís? —preguntó en griego.

Eumenes estaba al lado de Melita.

—Yo lo siento —dijo—. Ojalá Diodoro estuviera aquí.

—Crax —dijo Ataelo—. Sitalkes.

—Vendrán —dijo Eumenes.

Parshtaevalt asintió.

Todos nosotros iremos —dijo a Melita—. Todos los hombres de tu padre y todos los de tu madre. Y enseñaremos a esos recién llegados cómo se hace la guerra.

13

Lemnos, Lesbos, una noche en Metimna con cordero fresco, y rumbo sur hasta Quíos, dejar Samos para pasar un día de febril actividad comercial en Mileto mientras el brazo le palpitaba como si la herida fuese reciente, y luego navegar a sotavento de las Espórades hasta Rodas. El viento no siempre era favorable, pero estaban en las zonas más resguardadas del mar, y cada noche hallaron buenos fondeos en una ciudad.

Sátiro necesitaba una ciudad cada noche. Tenía el brazo tan mal que comenzó a preguntarse si tendrían que volver a rompérselo para recomponerlo, y además tenía fiebre, cosa que parecía imposible que se debiera a una herida tan vieja. En Mileto, fue al antiguo templo de Apolo y ofreció un sacrificio, y solo la fuerza de voluntad los mantuvo en el mar tras pasar por el santuario de Asclepio en Cos.

Bizancio le había dejado otras cicatrices, y Sátiro no podía descansar ni dormir sin que su mente divagara entre sus distintas opciones, los caminos de su propia elección y los que le venían impuestos. Era consciente de que se estaba volviendo huraño. Lamentaba la ausencia de Terón e incluso la de Diocles. Neiron era mayor, prudente, estaba orgulloso de su nuevo rango y resuelto a no perderlo. Mientras que Diocles habría censurado sus comentarios mordaces, Neiron los soportaba con una paciencia que solo servía para que Sátiro se enojara más.

La bocana del puerto de Rodas enmarcaba la proa cuando perdió los estribos.

—¡Remos! Atención, todas las cubiertas.

El maestro remero era el sustituto de Neiron. Su voz no transmitía autoridad y su sentido del tiempo dejaba mucho que desear. Era remero de primera, y había ocupado el banco de palada en dos trirremes, pero sin embargo no estaba preparado para dar el paso siguiente. Sátiro lo sentía por él; era un buen hombre, además de leal. Se llamaba Meso y era tirio, igual que Diocles, aunque mayor y más canoso.

—Ese hombre carece de autoridad —dijo Sátiro.

Neiron solo tenía ojos para el avistamiento y la bocana del puerto.

—Te estoy hablando —le espetó Sátiro.

Neiron no apartó los ojos del frente.

—Perdona, señor. Estoy pendiente de la maniobra.

Aquello picó a Sátiro. Sintiéndose idiota, dolido, enojado, descentrado y tonto, se sentó en el banco del timonel a observar cómo aumentaba de tamaño el templo de Poseidón.

—¡Todas las bancadas! ¡Remos… dentro! —gritó Meso. Su ritmo no fue mejor que en otros puertos, y los remos de estribor entraron con retraso, haciendo que el barco virara un poco, movimiento que Neiron tuvo que compensar.

Meso agachó la cabeza. Se puso colorado y miró a todas partes salvo hacia popa.

El
Loto
estaba costeando, perdiendo arrancada contra el agua pero todavía avanzaba bastante deprisa, y la playa que se abría bajo el templo de Poseidón estaba atestada.

—Vamos demasiado deprisa —dijo Sátiro.

Neiron observaba la playa.

A Sátiro le constaba que estaba enojado, que no se hallaba en plena forma mental para tomar decisiones, pero ahora también era un trierarca experimentado y sabía cuándo el
Loto
iba demasiado deprisa.

—¡Cambiad de bancada! —gritó. Corrió hacia proa sin importarle que el brazo le doliera—. ¡Cambiad de bancada!

Meso reculó hasta el mástil, claramente inseguro sobre qué hacer a continuación.

Sátiro no le hizo el menor caso. Bajó la vista hacia los
thranitai
, los remeros de la cubierta superior, y el remo de palada asintió.

—¡A bogar, todos! —gritó Sátiro. Los remos ascendieron cogiendo impulso y las palas batieron el agua—. Atento a tu timón, Neiron. Atracaremos entre los dos barcos de guerra.

Neiron torció el gesto pero obedeció. Aún estaba colorado cuando Sátiro regresó a la popa.

—Tenía intención de fondear en otro sitio —dijo Neiron con cuidado—. Entre los mercantes.

Sátiro se percató de que Neiron había divisado un fondeadero, un fondeadero distante que requería más impulso.

Neiron prosiguió:

—No sabía que tuviéramos derecho a situarnos entre sus barcos de guerra. —Estaba enojado, pero su enojo solo se manifestaba en su esmerada pronunciación del griego.

Sátiro le agarró el brazo.

—Mis disculpas, timonel. Ahora lo veo.

Neiron se encogió de hombros.

—No importa —dijo.

—Me siento idiota. Me disculparé en presencia de todos los hombres, si quieres —insistió Sátiro, sintiéndose abatido.

—He dicho que no importa.

Neiron empujó los remos de espadilla para mover la proa, enhebrando la aguja en el angosto espacio entre los dos triemioliai rodios, que tenían el mismo desplazamiento y diseño que el
Loto
, justo cuando Meso ordenaba que entraran los remos con voz trémula.

Sátiro bajó a tierra en el esquife del barco, y la palpitación del brazo solo era un eco de la palpitación que sentía en la cabeza. La sacudió para despejarse. Rodas era una hermosa ciudad, más limpia y mejor cuidada que Alejandría, con una antigüedad que le confería más dignidad que miseria. Neiron subió tras él la escalinata del templo. Sátiro quería decirle algo, quería aclarar las cosas, pero el rechazo de Neiron a su disculpa lo había dejado sin salida.

En lo alto de la escalinata, Timeo de Rodas aguardaba con sus manazas metidas en una faja hecha con cordel de cáñamo. Tenía a su lado al otro navarco de aquel año, Pantero, hijo de Diomedes, un hombre que había matado más piratas que cualquier otro.

—Hay pocos hombres en el círculo del mundo que osarían navegar de Demóstrate a Rodas y encima fondear en mi puerto entre mis barcos —dijo Timeo.

Sátiro estaba sin resuello después de subir la escalinata del templo. Se obligó a enderezarse y se dio tiempo para recobrar el aliento.

—Necesito un favor —dijo.

—Necesitas un médico, chico —repuso Pantero.

Eso fue lo último que recordó Sátiro.

Cuando volvió en sí, no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido y fue presa del pánico hasta que una desconocida entró en la habitación y le tomó la mano.

—¿Quién eres? —preguntó Sátiro.

La mujer le hizo caso omiso y le puso una mano fría en la frente, luego le dio la vuelta y le tomó el pulso en la muñeca.

—Túmbate —dijo, con el mismo tono que Diocles usaba con los marineros borrachos, aunque en voz más baja.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —preguntó Sátiro.

—¿Cuánto tiempo has estado tomando jugo de amapola para mitigar el dolor? —preguntó ella.

Sátiro trató de hacer memoria.

—Una semana de navegación para llegar a Rodas; con moderación las dos semanas anteriores, y tal vez otras dos semanas antes.

—¿Has tomado amapola durante cinco semanas por un brazo roto y una herida infectada? —preguntó la mujer—. ¿Qué imbécil te dio semejante consejo?

Sátiro se sentía demasiado débil para discutir.

—Ahora tu cuerpo ansía la amapola tanto como ansía curarse —prosiguió la desconocida—. Tienes el brazo tan mal que hay que volver a romperlo, y eso es sumamente doloroso. Por eso tendré que darte más amapola. —Se encogió de hombros—. Te recomiendo que busques un médico de verdad, preferiblemente de mi misma escuela, y que dejes que te saque la amapola del cuerpo.

Sátiro suspiró.

—Tengo muchas cosas que hacer este invierno.

—Quizá te cueste más llevarlas a cabo si estás muerto. O permanentemente enganchado a la amapola. Ahora bien, no es asunto mío. He dicho lo que tenía que decir. —Llenó una cuchara de un líquido que olía a azúcar y almendras—. Bébete esto.

—¿Qué es? —preguntó Sátiro, y acto seguido se desvaneció.

Colores; un interminable lenguaje de colores y formas, olores, y un estallido, incluso en sus sueños, de significados tan intensos que sintió una infinita emoción fractal, como si estuviera creando y destruyéndolo todo en el universo; dioses, barcos, monstruos; y nadaba dentro de su propio cuerpo, que era tan grande como el cosmos entero; ¿qué diría Heráclito?

Y luego estaba sentado en un prado que se extendía hasta todos los horizontes, con un despejado cielo azul en lo alto y una alfombra de flores debajo de él. Se puso de pie y miró en derredor.

—Estás más cerca de la muerte de lo que tu médico parece saber —dijo el hombretón que tenía a su lado. De hecho, era demasiado grande para ser un hombre; la cabeza de Sátiro solo llegaba a la altura de sus músculos pectorales, que eran enormes. Llevaba una piel de león al hombro y una corona de laurel en el pelo y olía a granjero.

Sátiro inclinó la cabeza.

—¡Señor Heracles! —dijo.

—¿Parezco un señor? —preguntó el hombre de la piel de león—. ¿Eres consciente de mi ciudad?

Sátiro asintió.

—Lo soy. Tengo intención de pedir al tirano…

—No pidas nada. Puesto que la ciudad nunca te dará el premio que deseas, mejor que no se sepa. —Bostezó—. Te reto a un asalto. ¡En guardia!

De pronto Sátiro estaba desnudo, enfrentado a aquel gigante en la arena de una palestra inconmensurable. Adoptó la postura de inicio y en cuanto ambos estuvieron listos Sátiro saltó, dándose impulso con las piernas, para hacer una llave bloqueando la rodilla de su adversario. Metió el brazo detrás de aquellos poderosos músculos y tiró, y entonces su brazo izquierdo fue agarrado con más fuerza.

—Bien luchado —dijo su adversario, y Sátiro sintió que los huesos del brazo se hacían añicos…

Al despertar, el sol le daba en la cara. El brazo izquierdo le dolía.

—Ha vuelto en sí —dijo una voz masculina—. Avisad a la señora.

Transcurrió un tiempo, ¿un minuto, un día?, y volvió a notar la mano fría en la muñeca y luego en la frente.

—Hmm. Menos fiebre. Es difícil pronunciarse, con tanta amapola. ¿Cómo te encuentras?

—Heracles me ha roto el brazo —dijo Sátiro, sin darse cuenta de lo que decía.

—¿En serio? —preguntó la mujer. Dio media vuelta, saliendo de su campo visual, y regresó con una tablilla de cera de cinco páginas en la que se puso a escribir frenéticamente, moviendo el estilo como el huso de un telar—. ¿Qué estabais haciendo?

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