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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (7 page)

Vio luz en casa de los Turner, la familia que cuidaba de
Buzz
en su ausencia. Aparcó delante de la casa y oyó ladridos de bienvenida.
Buzz
, al otro lado de la puerta mosquitera de la cocina, meneaba la cola mirándola.

La señora Turner acudió y lo dejó salir.

Buzz
era un perro castrado de origen desconocido, sacado por Helen de una perrera de Mineápolis la Navidad antes de conocer a Joel. Se trataba, pues, de su relación más larga con un ser de sexo masculino, salvando a su padre y a un hámster con malas pulgas que había formado parte de su colección infantil de animales domésticos.
Buzz
estaba hecho una bola peluda. En contraste, cuando Helen lo había visto por primera vez, acababan de cortarle el pelo al rape para librarlo de unos temibles parásitos. Sus manchas violeta de desinfectante lo convertían en el ejemplar más feo de la perrera, sin rivales que le hicieran sombra. Helen no había podido resistirse.

—Hola, desastre. ¿Qué tal? Baja las patas.

Buzz
se metió en el coche y esperó en el asiento del copiloto mientras Helen daba las gracias a la señora Turner y charlaba un rato sobre lo desagradable del verano en la ciudad. A continuación recorrieron el último medio kilómetro de mala carretera que los separaba de la casa.

Era un viejo caserón cubierto de madera blanca medio podrida. Cuando el viento soplaba del oeste, lo que sucedía a menudo, todas las planchas se ponían a temblar. Parecía un transatlántico varado al borde del agua, con vistas sobre una ensenada pantanosa de la bahía. La semejanza con un barco se acentuaba en el interior. El suelo, el techo y todas las paredes estaban cubiertos de planchas de madera barnizada de oscuro. En el piso de arriba había dos ventanas gemelas que daban a la bahía, como ojos de buey. El puente del barco era un ventanal que se proyectaba hacia el exterior desde la pared del salón. Con marea alta, uno podía mirar fuera e imaginar que el barco había acabado por soltar amarras, poniendo rumbo a la tierra firme de Massachussetts.

Helen era capaz de pasarse todo el día mirando por el ventanal, contemplando las formas y colores que el clima, pintor infatigable y perfeccionista, modificaba a su antojo. Le encantaba ver los reflejos cambiantes de las nubes en la hierba encharcada. Al bajar la marea, disfrutaba del punzante olor a sal y de las huestes de cangrejos violinistas que pululaban por el barro sin estarse nunca quietos.

La luz de la puerta de atrás, accionada por temporizador, estaba encendida. Un comité de bienvenida formado por insectos zumbaba en torno a ella, proyectando en el suelo sombras cinco veces más grandes que su tamaño real. Helen dejó la bolsa delante de la puerta. Se le ocurrió dar un paseíto por la playa, para que
Buzz
corriese un poco. Estaba cansada, pero era de haberse pasado demasiado tiempo sentada en el avión y el coche. Además, cualquier excusa era buena con tal de no entrar enseguida. Desde que en la casa vivían solos ella y el perro, todo resultaba demasiado grande y silencioso.

Recorrió el camino de tablas resquebrajadas y bajó por unos escalones a la franja de arena que separaba la ensenada del mar.

Era agradable tener la brisa de cara. Respiró a fondo el aire salobre. Al otro lado de la bahía vio las luces de una pequeña embarcación que aprovechaba la marea para salir. La luna menguante buscaba desgarrones en las nubes y, cuando encontraba uno, hacía rielar una cinta de luz en el océano.
Buzz
corría delante, deteniéndose a veces para hacer pipí o husmear los residuos recién alineados por la marea.

Antes de marcharse Joel, Helen se había acostumbrado a dar con él el mismo paseo cada noche. Al principio, cuando no podían aguantar cinco minutos sin acariciarse, solían buscar un hueco en las dunas para hacer el amor, mientras
Buzz
iba por libre, cazando cangrejos en la hierba mojada o persiguiendo pájaros a los que había obligado a levantar el vuelo, antes de volver en busca de la pareja y hacerlos gritar sacudiéndose el agua sobre sus piernas desnudas.

Tras unos dos kilómetros de playa había el casco de una vieja embarcación de vela. Quizá en otros tiempos alguien se hubiera propuesto arreglarla, pero ya estaba demasiado podrida. La habían arrastrado hasta donde sólo alcanzaban las mareas más altas. Unas cuerdas cubiertas de musgo la sujetaban inútilmente a dos viejos árboles. Era como el esqueleto de un arca de Noé con menos pretensiones, abandonada a merced de las ratas, a las que
Buzz
hacía visitas nocturnas. Ahí estaba justamente, gruñendo en la oscuridad. Helen se sentó en un trozo de madera llevado por la marea, encendió un cigarrillo y dejó que
Buzz
se divirtiera.

Helen y
Buzz
habían llegado al cabo por primera vez hacía dos años, a principios de junio. La hermana de Helen había alquilado una casa para todo el verano, una de esas residencias de lujo colocadas en un promontorio, con vistas espléndidas sobre la isla Grande y escalera propia de madera para bajar a la playa.

Celia se había casado con su novio del instituto, Bryan, un hombre inteligente pero aburrido que acababa de vender su empresa de software a un gigante informático de California, recibiendo a cambio una suma astronómica. Antes de eso ya habían conseguido ser todo lo felices que cabía esperar, y habían engendrado sin problemas a dos criaturas rubias y perfectas: Kyle y Carey, niño y niña. Vivían en Boston, en una urbanización en primera línea de mar, merecedora, cómo no, de varios premios de diseño.

Helen se había pasado casi todos los cinco años anteriores en los bosques de Minnesota, viviendo en plena naturaleza, y tardó un poco en acostumbrarse a tanto lujo. La suite de invitados de la casa alquilada por Celia en Cape Cod tenía hasta jacuzzi propio. Helen se había propuesto quedarse una semana y volver a Mineápolis para trabajar en su tesis, respondiendo a la insistencia de su director.

Al final se había quedado con Celia todo el verano.

Bryan venía de Boston los fines de semana. Durante unos días, las dos hermanas recibieron la visita de su madre y Ralphie, que se las arreglaron para romper una de las camas. Por lo demás, estaban solas en casa con los hijos de Celia. Se llevaban bien, y Helen agradeció la oportunidad de conocer más a fondo a sus sobrinos, aunque seguía sin desentrañar el enigma de su hermana.

Celia no daba señas de inmutarse por nada, ni siquiera cuando
Buzz
se comió su mejor sombrero de paja. Siempre tenía la ropa limpia y planchada. Era imposible verla con kilos de más, despeinada o con el pelo sucio. En las pocas ocasiones en que Kyle o Carey lloriqueaban o pataleaban, su madre se limitaba a sonreír y consolarlos hasta que se les pasaba el berrinche. Participaba en obras de caridad, jugaba al tenis con elegancia y cocinaba de maravilla. En media hora era capaz de improvisar un banquete para diez. Nunca tenía problemas de dolor de cabeza ni falta de sueño, y la regla no la ponía de mal humor. Seguro que casi nunca se tiraba pedos, ni siquiera estando sola en el lavabo.

Hacía tiempo que Helen había descubierto que no valía la pena intentar escandalizar a su hermana. Era imposible, además de que ya eran adultas, y no está bien hacerle eso a quien te lava la ropa interior y te trae a diario una taza de café a la cama. Hablaban mucho entre ellas, casi siempre de tonterías, aunque, muy de vez en cuando, Helen intentaba averiguar la opinión de Celia sobre las cosas importantes de la vida (o las que ella consideraba como tales).

Una noche, después de cenar, con Bryan fuera y los niños recién acostados, Helen preguntó a Celia lo que pensaba del divorcio de sus padres. Estaban sentadas bajo los árboles, acabando una botella de vino de la que Helen se había bebido la mayor parte, para no faltar a la costumbre. El sol se estaba poniendo detrás de la isla, perdiéndose en la franja negra de la costa de Massachussetts. Helen quiso saber si para Celia el divorcio había sido igual de traumático que para ella.

Celia se encogió de hombros.

—Creo que siempre me ha parecido una buena decisión.

—Pero ¿nunca te da rabia?

—No. Era su manera de ser. Querían seguir juntos hasta que fuéramos lo bastante mayores para no tomárnoslo demasiado mal.

—¿Y tú no te lo tomaste «demasiado mal»? —preguntó Helen, sin acabar de creérselo.

—¡Pues claro! Pasé un tiempo muy enfadada con ellos, pero no puedes dejar que esas cosas te afecten demasiado. A fin de cuentas es cosa suya.

Helen había seguido insistiendo un rato, tratando de encontrar alguna rendija en lo que quizá no fuera más que una coraza protectora. No hubo manera. Tal vez fuera cierto que lo que a ella la había dejado hecha polvo, dando pie a años de descontrol (al menos en cuanto a amores), no hubiera hecho mella en su hermana. ¡Pero qué raro, pensó, que dos personas con los mismos genes fueran tan distintas! Quizá a una de ellas la hubieran cambiado al nacer.

Después de un mes de nadar, leer y jugar con Kyle y Carey en la playa, Helen empezó a ponerse nerviosa. Una amiga de Mineápolis le había dado el teléfono de un tal Bob, que trabajaba en el Centro de Biología Marina de Woods Hole, situado en el mismo cabo pero más al sur. Helen lo llamó una tarde.

Por la voz parecía simpático. Preguntó a Helen si le apetecía ir a una fiesta el fin de semana siguiente. Había invitado a unos amigos para ver unas imágenes «asombrosas» del útero de un tiburón toro, rodadas por un miembro del equipo de Woods Hole. No era exactamente lo que Helen entendía por salir y pasárselo bien, pero acabó aceptando. ¿Por qué no?

Se fijó en Joel Latimer nada más entrar.

Parecía uno de esos fanáticos del surf que corrían por California en los años sesenta: alto, delgado y moreno, con una mata de pelo rubio, casi blanco por el sol. Mientras Bob hablaba de Woods Hole con Helen, Joel la sorprendió mirándolo, y la franqueza de su sonrisa estuvo punto de hacer que a la nueva invitada se le cayera la copa de vino.

Era de esas cenas en que cada cual se sirve en la cocina, y Helen coincidió con Joel delante de la lasaña vegetariana.

—Así que eres la que sigue a los lobos.

—Sí, pero nunca los alcanzo.

Viendo reír a Joel, Helen quedó impresionada por lo azul de sus ojos y lo blanco de sus dientes. Notó un nudo en el estómago, y le pareció una tontería. ¡Si ni siquiera era su tipo! Aunque eso del tipo nunca lo había tenido muy claro... Joel le sirvió un poco de ensalada.

—¿Has venido de vacaciones?

—Sí. Me ha invitado mi hermana, que está en Wellfleet.

—Entonces somos vecinos.

Joel era de Carolina del Norte, y se le notaba en el acento. Su padre tenía un negocio de pesca. Explicó a Helen que estaba haciendo un doctorado sobre el xifosuro o «cangrejo de herradura», animal que según dijo no tenía nada que ver con los cangrejos. Lo describió como una especie de fósil viviente, un animal que ya era una reliquia en tiempos de los dinosaurios y que llevaba unos cuatrocientos millones de años sin evolucionar.

—Me recuerda a mi director de tesis —dijo Helen.

Joel se echó a reír. ¡Pues sí que estaba ingeniosa! De costumbre, en presencia de hombres apuestos, a Helen se le trababa la lengua, o se dedicaba a decir tonterías. Preguntó a Joel por el aspecto de los cangrejos.

—¿Sabes los cascos que llevaban los nazis? Pues son iguales, sólo que en marrón. Y dentro hay como una especie de escorpión.

—Igual que mi director de tesis.

—Y tiene una cola puntiaguda que le sale de la espalda.

—Mi director no la enseña.

Joel dijo que la sangre de los xifosuros poseía múltiples aplicaciones médicas, y que hasta se usaba para el diagnóstico y tratamiento del cáncer. Sin embargo, era una especie sometida a muchas amenazas, y uno de los problemas que había en Cape Cod era que los pescadores de anguilas los mataban para usarlos de anzuelo. Joel se proponía evaluar el impacto de dicha práctica sobre la población local de xifosuros. Vivía en una casa vieja de alquiler, justo al sur de Wellfleet. Dijo que parecía un barco, y que a ver si Helen pasaba a verlo un día de ésos.

Se llevaron la comida a un rincón. Joel le explicó quiénes eran los demás invitados, y qué vídeo iban a ver. Ella le preguntó cómo se podía rodar dentro del útero de un tiburón.

—Con grandes dificultades.

—Supongo que el tiburón tendrá que ser muy grande...

—O el que lleve la cámara muy bajito.

—Eso. Y encima ginecólogo.

Helen asistió a la proyección apretujada en el sofá entre Joel y otra persona, preguntándose si el primero se daría tanta cuenta como ella de la proximidad de sus cuerpos. Joel tenía los tejanos rotos, y Helen no pudo evitar mirar de reojo la piel morena visible a través del desgarrón.

El que había rodado el vídeo habló durante toda la proyección, explicando que después del apareamiento se forman varias cápsulas de huevos fertilizados en dos úteros distintos, en los que surgen a corto plazo embriones completos de tiburón, con dientes y todo. En ambos úteros, uno de los fetos se impone por su fuerza y empieza a devorar a sus hermanos. Por lo tanto, sólo nacen dos, expertos ya en el arte de matar.

Subrayando las palabras del conferenciante, la minicámara endoscópica recorría los viscosos túneles y recovecos de color rosa del tiburón madre, como una cámara de mano en una película de terror barata. Se veía una sopa de tiburoncitos muertos, pero ni rastro de la diabólica criatura que los había matado. De pronto, al fondo del útero, un ojo amarillo emergía de la sopa, mirando directamente a la cámara. El público, integrado por curtidos biólogos, rompió a gritar al unísono. Durante las risas que siguieron, Helen se dio cuenta de que se había aferrado al brazo de Joel, y se apresuró a soltarlo, avergonzada.

Después Bob la llevó a conocer a una serie de personas, pero su mirada no dejaba de buscar a Joel. Este siempre se daba cuenta y le sonreía, aunque estuviera enfrascado en una conversación. Al despedirse le preguntó si le apetecía ver xifosuros, y ella dijo que sí con sospechosa prontitud. El propuso el día siguiente. Helen contestó que muy bien.

Bastó una semana para que se hicieran amantes, y dos para que Joel le propusiera vivir juntos, diciendo que tenía la sensación de conocerla desde siempre, como si fueran «almas gemelas», y que si Helen se instalaba en su casa podrían pasar juntos el invierno, redactando sus tesis respectivas. A ella le pareció el colmo del romanticismo, pero encontró raro que un hombre se comprometiera con tanta facilidad y dijo que no, que ni hablar, que vaya ridiculez. Se mudó la mañana siguiente.

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