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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico

Tierra de bisontes (28 page)

BOOK: Tierra de bisontes
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Los grandes desiertos solían considerarse el imperio del sol, el calor, la arena y el viento, pero allí la arena y el viento dejaban de tener importancia frente a la violencia de un sol que hacía que la sensación de calor superara todo lo imaginable.

¿Cómo plantearse la posibilidad de pasar un solo día en el interior de la fragua de un herrero?

¿Cómo se las arreglarían para respirar al mediodía en el corazón de la llanura si incluso les había resultado difícil conseguirlo en sus bordes a última hora de la tarde?

¿Cómo lograrían avanzar sobre una superficie candente de la que parecía desprenderse un vaho asfixiante?

Caprichoso debía de ser a buen seguro el Creador, que se había complacido en imaginar y llevar a la práctica un lugar semejante.

Cruel y caprichoso.

Y podría creerse que había convertido al desgraciado Cienfuegos en el principal objetivo de sus incontables caprichos, quizás por el simple hecho de que al mismo tiempo le había proporcionado una casi inagotable capacidad de recursos con los que enfrentarse a las difíciles pruebas a las que solía someterlo.

Pero en esta ocasión la astucia no parecía bastar, puesto que no se trataba de luchar contra fieras, nativos salvajes o una naturaleza más o menos hostil, sino de adentrarse en las entrañas del averno e intentar salir con vida allí donde toda forma de vida había sido erradicada.

El amanecer lo sorprendió sentado en la atalaya de rocas observando con profunda atención cómo la luz comenzaba a iluminar la parte norte de la llanura, que se diferenciaba bastante del resto y que semejaba un blanco sudario que estuviera aguardando a que algún incauto acudiera a dejarse envolver en su mortal abrazo.

Al cabo de una hora advirtió cómo las bandadas de aves que llegaban del norte y cruzaban sobre su cabeza se desviaban de improviso hacia el este evitando al parecer el violento resplandor y probablemente el notable calor que se elevaba al cielo, por lo que llegó a la conclusión de que el lugar que pretendía atravesar no era exactamente una fragua sino también el más gigantesco espejo que la naturaleza hubiera imaginado.

Descendió hasta aquella blanca llanura, se internó en ella un centenar de metros, tomó asiento y cerró los ojos esforzándose por imaginar a qué se enfrentarían cuando se encontraran en el corazón de semejante infierno en el momento en que el sol alcanzara su cenit.

A los pocos minutos sudaba a mares, y el mero hecho de colocar la palma de la mano sobre la arena, que en realidad era más bien sal, le produjo un dolor insoportable.

—¡Mierda! —masculló—. ¡Esto no hay quien lo aguante!

Pero aun así resistió casi una hora.

Al regresar junto a los que lo aguardaban expectantes no pudo evitar dedicar una leve sonrisa de ánimo a la muchacha, que lo observaba con los enormes ojos muy abiertos.

—Las posibilidades de sobrevivir al atravesar ese valle son escasas —señaló sin rodeos—. Yo voy a intentarlo, pero no quiero obligar a nadie a que me siga.

Como los tres se mostraron decididos a acompañarlo, añadió:

—¡De acuerdo! Cada cual es dueño de elegir cómo quiere morir. Ahora lo primero que tenemos que hacer es sacar el agua de todos los saguaros de los alrededores, y pese a que ya no nos quepa más en los odres debemos dejar que se pierda toda la que quede para que los comanches no la aprovechen. Luego nos tendremos que poner a trabajar muy en serio si queremos tener una mínima oportunidad de salvar el pellejo.

Fueron horas de intensa actividad, pero al caer la tarde, cuando ya se alcanzaba a distinguir muy a lo lejos un compacto grupo de sin sombras que se aproximaban desde el este, se encontraban en disposición de descender al fondo de aquella especie de inmensa caldera del diablo en la que la temperatura comenzaba a disminuir de forma harto notable.

Antes de hacerlo prendieron fuego a la maleza y a los arbustos cercanos y permitieron que las llamas se extendieran a su antojo.

Cuando las primeras estrellas hicieron su aparición marcándoles el rumbo, se habían internado ya en el valle.

La luna, en cuarto creciente, contribuía a conferir un aspecto aún más irreal a un paisaje ya de por sí fantasmagórico, puesto que, pese a que su luz no fuera especialmente intensa, se reflejaba en cada grano de sal multiplicándose y dispersándose a tal punto, que distorsionaba los contornos de las sombras de quienes avanzaban todo lo aprisa que les permitían sus piernas.

La sensación de agobio perdía intensidad casi de un minuto al siguiente, por lo que no resultaba extraño que las rocas que en un muy lejano día se esparcieron por el fondo de lo que millones de años atrás había sido un trozo de mar encajonado entre montañas, se hubieran ido partiendo una y otra vez por efecto de tan bruscos cambios de temperatura para acabar por dejar escapar minúsculas partículas de toda clase de los minerales que antaño se ocultaban en su interior.

De igual modo, el agua de mar, al evaporarse, había depositado en la parte norte, la más profunda del valle, las sales que contenía, por lo que cabría asegurar que aquél era el mundo más absolutamente «mineral» sobre la faz del planeta.

Cuando en alguna rarísima ocasión llovía intensamente de noche, con lo que el agua conseguía el extraño milagro de alcanzar el suelo, dichas sales se diluían al instante, pero al mediodía siguiente el inclemente sol evaporaba el agua una vez más, y así el denominado Valle de la Muerte volvía a hacer justo honor a su nombre.

Aunque, a decir verdad, en el extremo norte el nombre justo debía ser Valle sin Vida, puesto que para morir es necesario haber vivido antes, lo que no era el caso en tan desolada inmensidad.

—¡Aprisa, aprisa! —insistía una y otra vez el gomero—. Debemos estar lo más lejos posible cuando amanezca.

No existen pies más rápidos que los que mueve el miedo, ni corazón más fuerte que aquel que bombea la sangre que conduce a la libertad, pero aun así eran ya tantos los días y las noches de interminable huida, que los pulmones y los músculos comenzaban a rebelarse y flaquear exigiendo descanso.

Allá arriba, a lo lejos y a sus espaldas, aún brillaban los restos del incendio que habían provocado en el momento de marcharse, pero no se distinguían luces de antorchas puesto que ese fuego había arrasado con todo lo que sus perseguidores hubieran podido utilizar para iluminarse.

Probablemente, la tenue luz de la luna les bastara para seguir sus huellas, pero no cabía duda de que les exigía un esfuerzo de atención mucho mayor, obligándolos por ello a avanzar considerablemente más despacio de lo que tenían por costumbre.

Consciente de tales dificultades, Cienfuegos cambiaba de rumbo de vez en cuando, girando bruscamente hacia el norte para encaminarse más tarde al noroeste, con el fin de obligarse a ralentizar aún más su ritmo si no querían arriesgarse a perderles la pista.

En cierta ocasión, Silvestre Andújar protestó ruidosamente:

—Pero ¿qué haces? —exclamó—. Lo que ahora importa es salir cuanto antes de la zona más caliente y salada.

—¡Te equivocas! —fue la segura respuesta—. Cuanto antes salgamos nosotros, antes saldrán ellos, y eso sería lo peor que podría ocurrirnos. ¡Confía en mí!

Hicieron apenas dos cortos altos en el camino para beber y descansar unos minutos, debido a lo cual, en el momento en que la luz del nuevo día comenzó a iluminar la llanura, apenas se distinguía ya el punto desde el que habían partido.

Pero se distinguía, eso sí, aunque muy a lo lejos, a la docena de guerreros que los venían siguiendo.

Y se percibían con nitidez los contornos del alto círculo de montañas que se elevaban hacia poniente.

Transcurrió más de una hora antes de que el inclemente sol descargara toda su furia sobre el profundo valle transformándolo una vez más en la sucursal del infierno, momento en que el gomero ordenó hacer una larga pausa, descansar, beber y prepararse para el difícil día que les esperaba.

Lo primero que hicieron fue calzarse firmemente una especie de rústicos y casi estrafalarios zuecos que se habían fabricado el día anterior con la corteza de los arbustos de las proximidades, lo que los obligaba a caminar tambaleándose y casi como borrachos, pero los mantenía confortablemente aislados de un suelo cuyo calor comenzaba a hacerse insoportable.

A continuación desplegaron un remedo de toldo hecho a base de ramas y lo que quedaba de la vieja vela, y de ese modo pudieron continuar su marcha, ahora mucho más lentamente, pero protegiéndose a la vez del calor del sol y del que ascendía desde la tierra.

Y aún les quedaba agua para aguantar durante toda una jornada.

A poco más de una milla de distancia un grupo de aguerridos guerreros de piel roja capaces de enfrentarse sin pestañear a cualquier ser viviente, por terrible que fuera, comenzaron a advertir que el suelo que pisaban se convertía poco a poco en una plancha ardiente.

Acostumbrados a andar siempre descalzos, la planta de sus pies estaba revestida por un grueso callo con el que podían caminar incluso sobre espinas o cortantes rocas recalentadas por el sol, pero muy pronto descubrieron, alarmados, que la temperatura que alcanzaba la interminable extensión de arena y sal que los rodeaba superaba cualquier límite soportable.

El sudor les empapaba las plantas de los pies, de modo que la sal se les incrustaba en la piel y la reblandecía hasta acabar por provocarles profundas y dolorosas llagas.

El sol caía a plomo, por lo que los fieros comanches hicieron honor a la denominación de la que tanto y tan a menudo se enorgullecían: en esta ocasión se habían convertido, sin lugar a dudas y sin pretenderlo, en unos auténticos sin sombra.

Sin sombra, sin agua y sin un calzado capaz de aislarlos de lo que había acabado siendo una auténtica plancha de asar, pronto comprendieron que los habían conducido a una diabólica trampa de la que no parecían tener escapatoria.

Aquellos que no optaron por detenerse en mitad de la nada a permitir que el sol del mediodía los deshidratara lentamente, descubrieron que a media tarde tenían las plantas de los pies en carne viva y que, por más que intentaran protegérselas con los pequeños trozos de piel que solían utilizar como taparrabos, el intenso calor que emanaba del suelo les impedía avanzar tan siquiera un paso.

Impotentes, observaron cómo aquellos a los que con tanto ahínco perseguían, y a los que horas antes creían ya al alcance de la mano, se perdían de vista en la distancia. Y, perteneciendo a una raza orgullosa y fatalista, acabaron por admitir su derrota y se sentaron a esperar estoicamente la muerte.

Únicamente sobrevivieron tres de ellos, que al llegar a viejos les contaron a sus nietos que había sido la Tierra Muerta y no los guerreros de una tribu enemiga, la que había aniquilado muchos años atrás a un selecto grupo de los más valientes guerreros comanches.

Al mediodía, y convencidos como estaban de que ya nadie los seguía, el agotamiento los obligó a detenerse, por lo que, clavando los palos del toldo en la arena, se acurrucaron a su sombra, bebieron largamente y, pese a que el asfixiante calor casi les impedía respirar, consiguieron dormitar a ratos hasta que la noche refrescó de nuevo el ambiente.

Reanudaron la marcha, ahora sin prisas, procurando ante todo conservar las fuerzas, y poco antes de desaparecer en el horizonte, la luna les proporcionó la luz suficiente para comprender que la abominable Tierra Muerta concluía a menos de media legua de distancia.

El amanecer no trajo en esta ocasión tan sólo un nuevo día, sino también un nuevo paisaje.

Tras el círculo de montañas que conformaban la profunda depresión del denominado Valle de la Muerte comenzaba una tierra que algunos siglos más tarde se convertiría en el destino anhelado por millones de seres humanos: un auténtico Eldorado; la mítica California con la que continúan soñando un gran número de seres humanos.

Avanzaron a través de ella, admirados por el hecho de estar vivos y poder recorrer con absoluta libertad y sin peligro lo que a su modo de ver constituía un verdadero paraíso terrenal.

Encontraron a su paso campos de maíz y cabañas aisladas que se encontraban ocupadas por familias de indígenas que se cubrían con pieles de ciervo y que optaban por rehuir su contacto, aunque sin mostrarse en absoluto agresivos.

Por fin una tibia tarde coronaron una pequeña colina cubierta de hermosos bosques de gigantescas secuoyas para enfrentarse a un nuevo, grandioso y casi increíble espectáculo.

Ante ellos se extendía una interminable extensión de agua sorprendentemente pacífica.

Habían alcanzado las orillas de un nuevo océano.

—¡Dios bendito! —no pudo menos que exclamar un asombrado Silvestre Andújar tomando asiento sobre una roca—. ¿Quiere esto decir que hemos llegado donde acaba todo?

—En cierta ocasión te dije que el único lugar en el que acaba todo es aquel en el que lanzamos el último suspiro, y lo mismo da que sea aquí, que al pie de la Giralda —le replicó con cierta sorna el gomero, acomodándose a su lado—. Pero lo que ahora tengo claro, es que el jodido almirante no tenía ni idea a la hora de hacer cálculos; se comió todo un continente y por lo que parece a primera vista, un nuevo océano.

—¿Y qué vamos a hacer ahora?

—¿Ya empezamos…?

—Perdona, pero es que con esto no contábamos.

—Nunca hemos «contado» con nada de lo que se nos ha ido presentando, muchachito —le hizo notar Cienfuegos—. Todo ha sido pasar de una sorpresa a la siguiente, y de una desmesura a un auténtico desmadre. Visto lo visto y el tamaño que tienen por aquí las cosas, no me extrañaría que ese océano fuera incluso mayor que el Atlántico.

—¡Pues sí que estaríamos buenos! —se lamentó Andújar—. ¿Significaría eso que en efecto la Tierra es en verdad redonda pero mucho más grande de lo que imaginábamos?

—¡Y yo qué sé…! —protestó sin demasiado entusiasmo su amigo—. Bastantes problemas tengo con procurar volver de una pieza a mi casa, como para ponerme a elucubrar sobre la forma o el tamaño de la dichosa Tierra. —Se encogió de hombros en un claro ademán de que ya nada le importaba lo más mínimo y masculló—: ¡Por mí que le den por culo!

—Apruebo la moción pese a que con ello no resolvamos nuestros problemas. Llevamos meses viajando hacia el oeste, y resulta evidente que se nos acabó el oeste. No podemos volver atrás, y hacia el norte está claro que hace un frío de mil pares de cojones. —Hizo un ademán con la barbilla en dirección a la larga playa que se extendía a su izquierda y añadió—: ¿Qué existirá hacia el sur?

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