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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

Temerario II - El Trono de Jade (52 page)

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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El inocente testimonio del joven príncipe Miankai había terminado de condenar a Yongxing. El difunto príncipe le había prometido al chico su propio Celestial y le había preguntado si le gustaría ser emperador, aunque sin añadir demasiados detalles sobre la forma en que lo iban a llevar a cabo. Toda la facción de partidarios de Yongxing, hombres que, como él, creían que había que cortar de raíz todo contacto con Occidente, había caído en desgracia, y el príncipe Mianning había recuperado una vez más su influencia en la corte. Como resultado, se había esfumado cualquier oposición a la propuesta de adopción presentada por Hammond. El emperador había dictado un decreto por el que aprobaba aquel arreglo, y como para los chinos esto era el equivalente de ordenarles que actuaran al instante, sus progresos fueron tan rápidos como lentos habían sido hasta entonces. Apenas se acordaron los términos, una nube de sirvientes apareció en sus alojamientos del palacio de Mianning para embalar todas sus pertenencias en fardos y cajas.

El emperador había instalado ahora su residencia en el Palacio de Verano del Jardín de Yuanmingyuan: volando en dragón se hallaba a medio día de Pekín, desde donde los habían transportado a toda prisa. Los vastos patios de granito de la Ciudad Prohibida se habían convertido en yunques ardientes bajo el duro sol del verano mientras que en Yuanmingyuan la lujuriante vegetación y los cuidados lagos mitigaban el calor. A Laurence no le extrañó en absoluto que el emperador prefiriera alojarse en aquel palacio mucho más confortable.

Sólo Staunton había recibido permiso para acompañar a Laurence y Hammond en la ceremonia de adopción propiamente dicha, pero Riley y Granby conducían al resto de sus hombres como escolta. Su número se vio incrementado de manera sustancial por los guardias y mandarines que el príncipe Mianning les prestó para dar a Laurence lo que consideraban un séquito de tamaño respetable. Todos juntos abandonaron el elaborado complejo donde se habían alojado y emprendieron la marcha hasta el pabellón de audiencias donde el emperador iba a recibirlos. Cuando llevaban una hora de caminata y habían cruzado ya seis arroyos y estanques, mientras sus guías se detenían a intervalos regulares para señalarles alguna característica particularmente elegante de aquel paisaje artificial, Laurence empezó a pensar que tal vez habían salido demasiado tarde, pero al fin llegaron al pabellón y los condujeron hasta un patio amurallado donde debían esperar la venia del emperador.

La espera en sí fue interminable. El sudor empapaba poco a poco sus túnicas mientras aguardaban sentados en aquel patio tan caluroso en el que no corría ni una brizna de aire. Les trajeron copas de helado y muchos platos de comida picante que Laurence tuvo que obligarse a sí mismo a probar; también cuencos de leche y té, y regalos diversos: una gran perla de forma perfecta con una cadena de oro y unos cuantos rollos de literatura china, y para Temerario, un juego de fundas para uñas en oro y plata como las que usaba su madre de vez en cuando. El dragón era el único al que el calor no parecía molestar. Se quedó encantado con las fundas, se las puso enseguida y se entretuvo moviéndolas bajo el sol para arrancarles reflejos mientras los demás se amodorraban cada vez más.

Al fin los mandarines volvieron a salir y con grandes reverencias condujeron a Laurence al interior, seguido por Hammond y Staunton, y detrás de ellos Temerario. En la sala de audiencias, que era abierta, corría el aire; estaba decorada con cortinas claras y elegantes y olía a la fragancia de unos melocotones dorados apilados en un cuenco. Los únicos asientos eran un diván para dragones en la parte posterior de la sala, donde descansaba un gran macho Celestial, y un sillón de palisandro sencillo pero bellamente pulido en el que se sentaba el emperador.

Éste, al contrario que Mianning, que tenía el rostro enjuto y más bien cetrino, era un hombre fornido y de mandíbulas anchas, con un pequeño bigote recortado sobre las comisuras de los labios; aunque se acercaba a los cincuenta, aún no tenía canas. Sus ropas, de aquel amarillo brillante que no habían visto en ninguna parte salvo entre la guardia personal que rodeaba el palacio, eran espléndidas, pero él las llevaba con toda naturalidad. Laurence pensó que ni siquiera había visto al rey vestir con tanta soltura el atuendo oficial en las contadas ocasiones en que había visitado la corte.

El emperador tenía el ceño fruncido en un gesto más pensativo que contrariado, y asintió con impaciencia cuando entraron. Mianning, que estaba de pie entre los numerosos dignatarios que rodeaban el trono, les hizo una levísima señal con la cabeza. Laurence respiró hondo y clavó ambas rodillas en el suelo con sumo cuidado, mientras el mandarín susurraba contando el tiempo de cada genuflexión completa. El suelo de madera pulida estaba cubierto de alfombras primorosamente tejidas, de modo que el acto en sí no resultaba incómodo. Cada vez que inclinaba la cabeza hacia el suelo, Laurence podía ver a Hammond y Staunton detrás de él imitándole.

Aun así, era algo contrario a sus principios, y Laurence se alegró de levantarse una vez cumplida aquella formalidad. Por suerte, el emperador se limitó a dejar de fruncir el ceño, sin hacer ningún desagradable gesto de condescendencia, y pudo notarse cómo la tensión se aliviaba en toda la sala. El emperador se levantó de su sitial y condujo a Laurence a un pequeño altar en el lado este del recinto. Laurence encendió las barritas de incienso, repitió como un loro las frases que Hammond le había enseñado con tanto trabajo y se sintió aliviado al ver que el diplomático asentía con la cabeza. Al parecer, no había cometido errores, o al menos ninguno que fuera imperdonable.

Tuvo que hacer una genuflexión más, pero esta vez delante del altar. A Laurence le avergonzó reconocer, aunque sólo fuera ante sí mismo, que aquello le resultaba mucho más llevadero aunque también se acercaba más a una auténtica blasfemia. En voz baja se apresuró a rezar un padrenuestro con la esperanza de dejar claro que su intención no era quebrantar los Mandamientos. Ya había pasado lo peor. A continuación ordenaron a Temerario que se adelantara para la ceremonia que los uniría formalmente como compañeros, y Laurence pudo pronunciar los juramentos requeridos con ánimo más relajado.

El emperador se había vuelto a sentar para supervisar todo el ritual. Entonces, asintió con aprobación y le hizo un breve gesto a uno de sus ayudantes. Al momento trajeron a la sala una mesa, aunque sin sillas, y se sirvieron más bebidas frías mientras el emperador preguntaba a Laurence por su familia a través de Hammond. Al saber que estaba soltero y sin hijos se sorprendió, y Laurence tuvo que resignarse a escuchar con toda seriedad una larga parrafada sobre la materia y a reconocer que había descuidado sus deberes familiares. No le importó demasiado, ya que estaba más que contento de no haber pronunciado nada al revés y de que la ordalía estuviese a punto de terminar.

Cuando salieron, el propio Hammond estaba casi pálido de alivio y tuvo que hacer un alto para sentarse en un banco mientras volvían a sus alojamientos. Dos sirvientes le trajeron agua y le abanicaron hasta que recobró el color y pudo seguir caminando a duras penas.

—Le felicito, señor —dijo Staunton, estrechándole la mano a Hammond cuando por fin le dejaron tumbarse en su habitación—. No me avergüenza reconocer que no lo habría creído posible.

—Gracias, gracias —fue lo único que consiguió repetir Hammond, profundamente conmovido. Estaba a punto de desmayarse.

Hammond no sólo había conseguido que Laurence entrara de forma oficial en la familia imperial, sino también que le concedieran una propiedad en la misma ciudad tártara. No se trataba exactamente de una embajada oficial, pero desde el punto de vista práctico era casi lo mismo, ya que ahora Hammond podía residir de manera indefinida en ella invitado por Laurence. Incluso el asunto del
kowtow
había salido a plena satisfacción de todos: desde el punto de vista inglés, Laurence había hecho aquel gesto no como representante de la Corona, sino como hijo adoptivo, mientras que los chinos estaban contentos de que hubieran cumplimentado su protocolo debidamente.

—¿Le ha contado Hammond que ya hemos recibido a través del correo imperial varios mensajes de amistad enviados por los mandarines de Cantón? —le dijo Staunton a Laurence ante las puertas de sus respectivas habitaciones—. Por supuesto, el gesto del emperador de condonar todas las tasas a los barcos ingleses durante un año supondrá tremendas ganancias para la Compañía, pero a la larga lo más beneficioso será la nueva disposición de ánimo de los chinos. Supongo… —Staunton vaciló con la mano apoyada ya en el marco de su mampara, listo para entrar a su cuarto—. Supongo que quedarse aquí no será compatible con sus deberes, ¿verdad? No hace falta que le diga que su presencia en estas tierras sería extremadamente valiosa, aunque por supuesto sé hasta qué punto llega nuestra necesidad de dragones en Inglaterra.

Tras retirarse por fin, Laurence se cambió de buena gana y se puso un sencillo traje de algodón, y después salió para reunirse con Temerario bajo la sombra fragante de unos naranjos. El dragón había desplegado un rollo en el bastidor, pero en vez de leer estaba mirando al otro lado del estanque más cercano. Un grácil puente de nueve arcos lo cruzaba, y su reflejo oscuro se recortaba en el agua teñida de dorado por los últimos rayos del sol de la tarde mientras las flores de loto se cerraban para pasar la noche.

El dragón volvió la cabeza y saludó a Laurence tocándole con el hocico.

—Estaba vigilando, ahí está Lien —indicó mientras señalaba con el hocico hacia el estanque.

La dragona blanca estaba cruzando el puente, sin más compañía que la de un hombre alto y de cabello oscuro, vestido con túnica azul de erudito, que caminaba a su lado y que tenía un aspecto un tanto extraño. Laurence entrecerró los ojos unos segundos y se dio cuenta de que aquel hombre no tenía coleta ni la frente afeitada. A mitad de camino, Lien se detuvo y se volvió para mirarlos. Al verse ante aquellos ojos rojos que no parpadeaban, Laurence apoyó la mano instintivamente en el cuello del dragón.

Temerario gruñó y levantó un poco la gorguera; pero Lien, con el cuello levantado en gesto orgulloso y altanero, apartó la vista, siguió adelante y no tardó en desaparecer entre los árboles.

—Me pregunto qué hará ahora —dijo Temerario.

Laurence también se lo preguntó. Desde luego, no iba a encontrar otro compañero voluntario, ya que incluso antes de sus últimos infortunios ya creían de ella que traía mala suerte. Había llegado a oír cómo varios cortesanos sostenían que ella era responsable del destino de Yongxing; un comentario terriblemente cruel, si Lien lo hubiera oído, pero había quienes, aún más implacables, opinaban que había que desterrarla.

—Tal vez se retire a algún campo de cría que esté aislado.

—No creo que aquí tengan terrenos destinados especialmente a la cría —dijo Temerario—. Mei y yo no tuvimos que… —aquí se interrumpió. Si los dragones hubiesen tenido la capacidad de ruborizarse, él lo habría hecho—. Pero a lo mejor me equivoco —se apresuró a añadir.

Laurence tragó saliva.

—Veo que te has encariñado mucho con Mei.

—Oh, sí —respondió Temerario, con melancolía.

Laurence se quedó callado. Tomó uno de aquellos frutos pequeños, duros y amarillos que habían caído aún sin madurar y se puso a darle vueltas entre las manos.

—La
Allegiance
zarpará con la próxima marea… Si el viento lo permite —dijo al fin en voz muy baja—. ¿Prefieres que nos quedemos? —al ver la sorpresa de Temerario, añadió—: Hammond y Staunton me han dicho que aquí podríamos hacer mucho por los intereses de Inglaterra. Si quieres quedarte, escribiré a Lenton para decirle que es mejor que nos destinen aquí.

—Ah —dijo Temerario, e inclinó la cabeza sobre el bastidor de lectura. No estaba prestando atención al rollo de papel, sólo pensaba—. Pero tú prefieres ir a casa, ¿verdad?

—Mentiría si te dijera lo contrario —reconoció a su pesar Laurence—, pero lo que de verdad prefiero es verte feliz, y no se me ocurre cómo puedo conseguirlo en Inglaterra ahora que has visto cómo tratan aquí a los dragones —casi se atragantó al pronunciar aquellas palabras desleales para su patria; no pudo decir más.

—Los dragones de aquí no son más listos que los dragones ingleses —dijo Temerario—. No hay razón para que Maximus o Lily no puedan aprender a leer y escribir, o a desempeñar otro tipo de profesión. No está bien que nos guarden en corrales como si fuéramos animales y que tan sólo nos enseñen a luchar.

—No —dijo Laurence—. No está bien.

No había ninguna respuesta posible. Los ejemplos que había visto ante sus ojos en todos los rincones de China echaban por tierra su defensa de las costumbres británicas. El que algunos dragones pasaran hambre no era una gran réplica. Él mismo habría preferido pasar hambre antes que renunciar a su propia libertad, y no pensaba insultar a Temerario mencionándolo siquiera.

Siguieron callados durante un largo espacio de tiempo, mientras los criados encendían las lámparas. La luna salió y su cuarto creciente se reflejó plateado en el estanque; Laurence se dedicó a tirar piedrecillas al agua para romper aquel reflejo en ondas doradas. Era complicado imaginar a qué podría dedicarse él en China, aparte de servir de testaferro. Al final tendría que arreglárselas para aprender chino, o al menos a hablarlo, ya que no a escribirlo.

—No, Laurence, eso no puede ser. No me puedo quedar aquí y pasármelo bien mientras en casa siguen en guerra y me necesitan —respondió al fin Temerario—. Sobre todo, en Inglaterra los dragones ni siquiera saben que hay otra forma de hacer las cosas. Voy a echar de menos a Mei y a Qian, pero no puedo ser feliz sabiendo que siguen tratando tan mal a Maximus y a Lily. Creo que mi deber es volver y conseguir que mejoren las cosas.

Laurence no supo qué decir. A menudo había regañado a Temerario por sus ideas revolucionarias y su tendencia a la sedición, pero sólo en broma; nunca se le había ocurrido que el dragón pudiera intentar deliberadamente algo así. No tenía ni idea de cuál sería la reacción oficial, pero estaba seguro de que las autoridades no se lo iban a tomar con calma.

—Temerario, tú no puedes… —empezó, pero se detuvo al ver la mirada expectante de aquellos enormes ojos azules—. Amigo mío —dijo con voz queda pasados unos instantes—, me avergüenzo de mí mismo. Desde luego que no podemos contentarnos con dejar las cosas tal como están ahora que sabemos que hay un camino mejor.

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