Read Taxi Online

Authors: Khaled Al Khamissi

Tags: #Humor

Taxi (2 page)

Tras terminar de contar la historia, se dirigió a mí de nuevo: —¿Ha visto, señor? De un solo trayecto mil libras; podría estar trabajando un mes entero y no ganarlas. ¿Ve? —prosiguió—, Dios me hizo salir de casa, averió el 504 y creó todas estas casualidades para hacerme llegar este sustento. Me refiero a que los bienes y el dinero no son de usted, sino de Dios. Esto es lo único que he aprendido en mi vida.

Me bajé afligido, pues estaba deseando pasar horas y horas en ese taxi, pero por desgracia yo también tenía una cita con la constante búsqueda del pan nuestro de cada día.

2

Monté en el taxi en la calle Gameat El Duwwal El Arabeyya, frente al muro del club de El Zamalek. Su rostro estaba congestionado, como si estuviese a punto de estallar. Me dio la sensación de que una culebra que habitaba sus venas se extendía y se contraía por el exceso de rabia, o de que estaba a punto de sufrir una embolia cerebral.

—No te preocupes, todo tiene solución —le dije.

—Perdone, ¿pasa algo señor?

—Pareces estar angustiado, por eso te he dicho que no te preocupes.

—No es que esté angustiado, es que estoy que me muero —se quejó.

—Pero, ¿qué te pasa? En este mundo no hay nada que merezca la pena tanto sufrimiento —le dije intentando consolarle.

—Sí lo hay. Me estoy rompiendo los cuernos con tal de dar de comer a los niños para que venga un hijo de puta y me quite el dinero de las manos. ¿Y ahora me viene usted diciendo por qué merece la pena sufrir y por qué no? Claro que merece la pena. Yo me dejo la piel, no soy como usted que no tiene preocupaciones.

—Pero, ¿qué pasa, hombre? ¿Es que vas a pagar conmigo tu cabreo? A ver, ¿qué te ha pasado?

—Pues que se subió uno en Madinat Naser y me dijo que le llevase a Mohandisin, así que le contesté: «Suba». Había muchísimo atasco y el puente estaba totalmente congestionado. «Fijo que me paga poco», pensé, pero como no había acordado nada con él, pues nada. Estábamos bajando por la
Cornish
de Aguza cuando me dijo: «Ve a Midan Sfinks». Fui, y a continuación me dijo: «Da media vuelta y para después de Omar Effendi, porque vamos a hacer un control».

El taxista continuó contando el relato, indignado:

—¡Un control! «¡Maldita sea!» —me dije—. Resultó ser un oficial de policía vestido de paisano que, obviamente, no iba a pagarme ni una piastra. A continuación me dijo: «Los papeles, hijo de perra». Le respondí: «Pero, ¿por qué? No he hecho nada». «Los papeles…», volvió a pedírmelos. Saqué cinco libras, pero me respondió que no era suficiente; saqué diez libras, y me respondió que todavía faltaba dinero; vamos, que tuve que darle veinte libras para que se bajara el muy hijo de puta. Le juro por Dios y por lo que usted quiera que eso era todo lo que me quedaba después de haber echado gasolina. Estuve a punto de lanzarme a su cuello, pero pensé en mis hijos y en la santa de mi mujer.

Y tras todo ello, sentenció:

—Soy un idiota porque ahora voy a morir de rabia. Tendría que habérmelo cargado. Total, uno menos…

—Así son estos sinvergüenzas —le dije poniéndome de su parte.

—Están por todas partes. Esos hijos de puta son unos ladrones y todos se dejan sobornar
[5]
. ¡Que Dios los castigue a todos, como hacen ellos con nosotros a diario!

Uno de los temas preferidos entre los taxistas de El Cairo es insultar al Ministerio del Interior; y al mismo tiempo respetarlo, venerarlo y honrarlo, pues ambos —los taxistas y la Dirección de Tráfico del Ministerio del Interior— están constantemente en las calles. Las historias sobre este tema son numerosas, pero ésta me sentó como una violenta bofetada en la cara.

A menudo oigo a los taxistas maldecir a los policías en mi mágico El Cairo, pero nunca había sentido tanta pena por nadie como por este pobre conductor víctima del oficial.

Ser «oficial de policía», vigilando las calles, paseándose elegantemente con su bonito uniforme, era un dulce sueño a principios de los setenta, era el no va más. ¿Quién de nosotros no recuerda las palabras de Salah Yahin
[6]
en la película
Ten cuidado con Zuzu
[7]
en la que equipara al oficial de policía Ismullah con el diplomático?

¿Cómo se ha convertido este sueño en una pesadilla dentro de las calles egipcias en los últimos treinta años?

3

Dentro de las consecuencias sociales directas del movimiento
Kifaya
[8]
en las calles egipcias, destaca el haber encarecido el taxímetro en los días de manifestación.

Al decir taxímetro me refiero al precio de la carrera, pues ése está presente únicamente como elemento decorativo que desgarra los pantalones de los clientes que se sientan junto al conductor.

Un día estaba en la calle Nadi El Sid, en Doqqi; quería ir a West El Balad y estaba buscando un taxi. Cada vez que hacía señales a uno y le gritaba «West El Balad», el taxista negaba con la mano y continuaba su camino. Era algo tan raro que me trasladó a los malditos años ochenta, cuando encontrar el tesoro de Alí Babá era más fácil que coger un taxi. Basta con acudir a las caricaturas de esos días, cuando se ponía un paño amarillo cubriendo el taxímetro, para entender el sufrimiento de los clientes del taxi, como yo. No quiera Dios que esos días se repitan. Ahora, en menos de un minuto se puede montar uno en un flamante taxi que elige de entre decenas de coches. Aquel día en concreto era una excepción; un taxista tuvo la amabilidad de pararse y me pidió siete libras, ante lo que grité: «¡¿Por qué?!».

Me respondió diciendo:

—Hay manifestaciones, la ciudad está patas arriba y voy a tardar una hora en llevarle. ¿Le he dicho siete libras? Me he quedado corto, le cobraré diez.

En resumidas cuentas, les diré que acepté pagar diez libras por un trayecto por el que suelo pagar tres.

Y, en efecto, el tráfico estaba imposible. Los coches se amontonaban unos encima de otros y no se movían ni un milímetro. Parecíamos estar en un enorme garaje que se había convertido en una cárcel, donde nosotros éramos los prisioneros.

—¿Qué es lo que ocurre? —interrogué al conductor.

—Hay manifestaciones, pero no sé por qué. Hay doscientas personas con pancartas, rodeadas por dos mil militares, doscientos oficiales y furgones de policía bloqueándolo todo.

—¿Tanto barullo por doscientas personas?

—Esto no es por la manifestación. Que, por cierto, ¿a esto le llaman manifestación? Hace tiempo, cuando nos manifestábamos, salíamos a la calle unas cincuenta mil o cien mil personas. Pero ahora no hay nada que tenga sentido. ¡Cuántos salen de sus casas por algo de lo que nadie tiene ni idea! El gobierno tiene tanto miedo que le tiemblan las piernas y hasta podríamos tumbarlo de un soplido —y se rió escandalosamente.

—¿Qué pasa, que el Gobierno necesita comer
kawarea
[9]
?

—Ni con ésas, este gobierno es pura apariencia. Pero el problema somos nosotros, no ellos.

—¿Y eso? —dije pidiéndole explicaciones.

—¿Sabe cuál fue el principio del fin? —me planteó a modo de adivinanza.

—¿Cuál?

—El 18 y el 19 de enero.

Esta respuesta me extrañó muchísimo, era la primera vez que la escuchaba. Me había esperado una respuesta mucho más típica sobre el principio del fin, pero ¿¡el 18 y el 19 de enero!? Ésa era nueva. Y me pregunté si sabría que aquellas manifestaciones a las que Sadat llamó «La Intifada de los Ladrones» tuvieron lugar en el año 1977. Desconozco por completo por qué me hice esa pregunta tan tonta.

—¿Y en qué año fue eso? —inquirí.

—En los setenta, hacia el 79, vamos.

—¿Y por qué fue eso el principio del fin?

—Porque fueron las últimas manifestaciones de verdad. En los sesenta nos manifestamos muchas veces, y ya en los setenta, antes de la guerra, las manifestaciones eran a diario. Después Sadat, que Dios lo mande al infierno, encareció el país y todo se puso patas arriba. La gente entendía de política, salió a las calles e hizo que Sadat retirara lo dicho. Incluso llegamos a oír que estaba asustado y que había huido a Aswan; y se rumoreaba que si hubiese habido un golpe de estado, habría huido a Sudán, el muy cobarde. En esos días, le juro que cualquiera podría haberse hecho con el poder, pero no hubo nadie capaz, sólo unos pobres desgraciados que querían que los precios se abaratasen.

Y prosiguió:

—En la época de Abdel Naser nos manifestamos y se lió gorda. De repente nos lo encontramos junto a nosotros en Midan Tahrir; no había huido a ninguna parte, ni a Aswan, ni siquiera a su casa. Esto fue poco después de la
Derrota
[10]
, no sé cuándo exactamente.

—Todavía sigo sin entender por qué esos dos días fueron el principio del fin —seguí curioseando.

—Porque a raíz de eso, el Gobierno se dio cuenta de que tenía que actuar, ya que esas manifestaciones se habían vuelto realmente peligrosas para ellos. El 18 y el 19 de enero no ocurrió nada, fue el principio de una revolución que no llegó a cuajar, y desde entonces el Gobierno ha sembrado en nosotros el miedo al hambre; ha hecho que las mujeres cojan a sus maridos y les digan «Ni se te ocurra bajar, los niños morirán». Han sembrado el hambre en los estómagos de todos los egipcios y se ha convertido en un miedo que hace que cada uno mire por sí mismo y se pregunte «¿Y a mí qué más me da? No va conmigo». Esa fecha fue el principio del fin.

¿Fueron el 18 y 19 de enero realmente el principio del fin? ¿Y cuál es ese fin del que, con tanta sencillez y con tanta seguridad, habla este taxista?

4

Salí del cine Galaxy después de ver una película del gran Yosry Nasrallah
[11]
,
La Puerta del Sol
. Había visto las dos partes seguidas y me encontraba en un estado de extrema felicidad por esta deslumbrante obra. Mi corazón latía con fuerza y me sentía como si caminara flotando a cinco centímetros del suelo.

Paré un taxi en la calle Manyal, y antes de sentarme le dije al taxista:

—West El Balad.

Con voz imperceptible, me invitó a entrar.

Subí al coche, cerré la puerta y al mirar al frente vi la escena de la cueva en el parabrisas del taxi, el único sitio que aún quedaba libre. Mi alma se llenó con la bella música de mi amigo Tamer Karawan; al rato descubrí que el coche no se movía y que el camino frente a nosotros estaba despejado.

Miré hacia el taxista y lo vi sumido en un profundo sueño. No sabía qué hacer: ¿Debía bajarme y dejarlo durmiendo? Dudé un poco, pero finalmente le di un toque en el hombro, ante lo cual se despertó sobresaltado, puso automáticamente las manos en la palanca de cambios y arrancó. A continuación me preguntó: «¿A dónde?». Respondí: «A West El Balad». El taxista me pidió disculpas por su cabezadita, y no habían pasado ni dos segundos de reloj cuando el coche empezó a desviarse ligeramente hacia la izquierda.

Lo miré y vi que todo su cuerpo se inclinaba hacia la izquierda: estaba completamente dormido.

Después de gritar asustado y agarrar yo el volante, el taxista se despertó, salvó la situación y volvió a disculparse. Le pedí que se detuviera para bajarme, pero me juró que no volvería a dormirse y que me llevaría a West El Balad sano y salvo.

La felicidad que me había causado la película de Yosri se disipó por completo, mi corazón dejó de latir y la inquietud y la preocupación me sobrevinieron. En efecto, no pasó ni un minuto antes de que el coche se desviara a la izquierda y su cuerpo hacia la derecha, ¡hasta el punto de chocar su hombro con el mío!

Grité otra vez, rectificó el volante y se apresuró a asegurarme que no estaba dormido, comenzando a hablar para no quedarse traspuesto.

—Es que llevo tres días sin salir del taxi. No he salido de él ni un momento —reconoció el adormilado conductor.

—¿Tres días? ¿Cómo puede ser?

—Hoy es veintisiete, me quedan tres días para pagar el plazo del coche, que son mil doscientas libras al mes. Hace tres días que le juré a mi mujer que la repudiaría si volvía a casa sin haber pagado todo el dinero del plazo. Tan sólo tenía doscientas libras y desde el momento en que entré en el coche únicamente me he bajado para mear. Como y bebo en él, pero no duermo porque tengo que reunir el dinero del plazo y tengo que pagarlo antes de fin de mes.

—¿Pero qué sentido tiene que reúnas el dinero y mueras en el intento? Podrías tener un accidente y morir en él, e incluso llevarme contigo.

—Hierba mala nunca muere. Me quedan tres días más y espero poder reunir el dinero del plazo.

—Bueno, pero ve a dormir un par de horas, o tres, no vas a perder nada. Aunque mejor te vendrían tres días y tres horas.

—Creo que no me entiende: se lo he jurado a mi mujer —dijo—. Nosotros vivimos al día. Si volviera a casa tendría mil problemas, vería a los niños sin nada que comer y a su madre perdida, sin saber qué hacer. No señor, por Dios que no pienso moverme de este taxi hasta que le pague todo el plazo del coche al señor Ibrahim Aysa. Después, volveré a casa.

Me bajé lleno de preocupación. Me detuve tras bajarme del taxi y seguí el coche con la mirada mientras éste se alejaba, esperando que en cualquier momento su conductor se durmiera y ocurriera el accidente. Pero el coche no se desvió, y finalmente desapareció de mi vista por completo.

5

El taxista hablaba con cierta indignación:

—¿Y todavía se preguntan por qué la economía está hecha un desastre?

»Está hecha un desastre por la gente. ¿Puede creer que en un país como Egipto la gente pague al año más de veinte mil millones de libras en teléfono? ¡Veinte mil millones de libras! Si no llamásemos por teléfono en dos o tres años, imagínese lo que podría cambiar Egipto.

»La gente ha perdido la cabeza, no tienen qué comer, pero todos llevan un móvil en la mano y un cigarro en la boca.

»Se supone que los hombres deberían tener dos dedos de frente, pero se gastan todo el dinero en esas dos sacaperras, los teléfonos y el tabaco. Y luego se quejan de que el país no va bien.

»Todo el dinero de la gente va a parar a los bolsillos de cuatro grandes compañías: Telecom Egypt, Mobinil, Vodafone y la Compañía Oriental de Tabaco
[12]
.

»Maldita sea la publicidad, que incita a la gente con sus '¡Date de alta en Mobinil! ¡No, date de alta en Vodafone!'. El mundo está loco, esos anuncios tendrían que estar prohibidos. Es un mundo de mentiras que están constantemente a nuestra disposición, día y noche. Andas por la calle y ves anuncios; enciendes la radio, anuncios.

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