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Authors: Nikolái V. Gógol

Tags: #Aventuras, Drama

Taras Bulba (18 page)

¿Qué experimentó el viejo Taras a la vista de su hijo? ¿Qué pasó entonces en su corazón?… Contemplábale entre la multitud sin perder uno solo de sus movimientos. Los cosacos habían llegado ya al lugar del suplicio: el joven se detuvo. A él le tocaba primero apurar ese amargo cáliz. Tendió una mirada a los suyos, levantó una de sus manos al cielo, y dijo en alta voz:

—¡Haga Dios que todos los herejes reunidos aquí no conozcan de qué manera es torturado un cristiano! Que ninguno de nosotros pronuncie una palabra.

Dicho esto se acercó al cadalso.

—¡Bien, hijo, bien! —dijo Bulba dulcemente inclinando hacia el suelo su cabeza gris.

El verdugo arrancó los harapos que cubrían a Eustaquio; metiéronle los pies y las manos en una máquina hecha expresamente para este uso, y… No turbaremos el alma del lector con el cuadro de tormentos infernales cuya sola idea haría erizar los cabellos. Era el fruto de tiempos groseros y bárbaros, cuando aún llevaba el hombre una vida sangrienta, consagrada a las hazañas de la guerra, y que había endurecido completamente su alma desprovista de toda idea humanitaria. En vano algunos hombres aislados formaban una excepción en su siglo, mostrándose adversarios de esas bárbaras costumbres; en vano el rey y varios caballeros de inteligencia y de corazón hacían presente que semejante crueldad en los castigos sólo servía para inflamar la venganza de la nación cosaca: el rey, con todo su poder, y las prudentes opiniones de hombres sensatos eran impotentes contra el desorden, contra la voluntad audaz de los magnates polacos, que, por una falta inconcebible de previsión y por una vanidad pueril, habían convertido su asamblea en una sátira del gobierno.

Eustaquio sufría los tormentos y las torturas con un valor gigantesco. Ni un grito, ni una queja exhalaba ni aun cuando los verdugos empezaron a romperle los huesos de los pies y de las manos, cuando el terrible ruido que se hacía al descoyuntarlos se dejó oír de los más apartados espectadores, y las jóvenes volvieron los ojos con horror; nada que se asemejase a un gemido salió de su boca; su semblante no demostró la menor emoción. Taras permanecía entre la multitud, con la cabeza inclinada, y levantando de cuando en cuando los ojos con orgullo, decía solamente en tono de aprobación:

—¡Bien, hijo, bien!…

Pero cuando se hubo acercado a las últimas torturas y a la muerte, su fuerza de alma pareció abandonarle. Paseó sus miradas a su alrededor: ¡Dios de bondad! ¡Sólo vio rostros desconocidos, extraños! ¡Si al menos hubiesen asistido a su fin algunos de sus próximos parientes! No es que deseara oír los angustiosos ayes de una débil madre, o los gritos insensatos de una esposa, arrancándose los cabellos y golpeándose su blanco seno, no, lo que deseaba era ver al lado de su hijo a un hombre valeroso que le aliviase con una palabra sensata y le consolase en su última hora. Su constancia sucumbió, y en el abatimiento de su alma exclamó:

—¡Padre! ¿En dónde estás? ¿Oyes todo eso?

—¡Sí, oigo!

Esta palabra resonó en medio del silencio universal, y todo un millón de almas se estremecieron a la vez. Un pelotón de guardias de caballería se lanzó para examinar escrupulosamente los grupos del pueblo. Yankel se volvió pálido como un difunto, y cuando los soldados se hubieron alejado un poco, volvióse con terror para mirar a Bulba, pero Bulba no estaba a su lado. Había desaparecido sin dejar rastro alguno.

Pronto tendremos noticias de él.

Capítulo XII

Ciento veinte mil hombres de tropas cosacas aparecieron en las fronteras de la Ukrania. Esto no era ya un partido insignificante, un destacamento guiado solamente por el lucro del botín o enviado en persecución de los tártaros. No, habíase levantado la nación entera, porque su paciencia se había agotado; habíanse levantado para vengar sus derechos insultados, sus costumbres convertidas ignominiosamente en objeto de burla, la religión de sus padres y sus santos usos ultrajados, sus templos entregados a la profanación; para sacudir el yugo de los nobles extranjeros, la opresión de la unión católica, la afrentosa dominación de los judíos en un país cristiano; en una palabra, para vengar todos los agravios que alimentaban y aumentaban hacía mucho tiempo el odio salvaje de los cosacos.

El
hetmán
Ostranitza, guerrero joven, pero de una inteligencia superior, iba a la cabeza de considerable ejército cosaco. Junto a él estaba Gouma, su antiguo compañero, de mucha experiencia. Ocho
polkovniks
conducían
polks
doce mil combatientes. Dos
iésaouls
generales y un
bountchoug
, o general de retaguardia, venían enseguida del
hetmán
. El abanderado general marchaba delante con la primera bandera, flotando en el aire otros varios estandartes y banderas; los compañeros de los
bountchougs
llevaban lanzas adornadas con colas de caballo; también había varios otros empleados de ejército y muchos escribanos de
polks
seguidos de destacamentos, a pie y a caballo. Contábanse casi tantos cosacos voluntarios como de tropas de línea. De todas las comarcas se habían levantado, de Tchiguirina, de Péreiaslav, de Batourina, de Gloukhoff, de las orillas inferiores del Dnieper, de sus cerros y de sus islas. Por todas partes veíanse innumerables caballos y un sinnúmero de bagajes; pero entre ese enjambre de cosacos, entre esos ocho
polks
regulares, había un
polk
superior, a la cabeza del cual iba Taras Bulba. Su avanzada edad, su mucha experiencia, su ciencia militar y, su odio contra su enemigo, más fuerte en él que en los otros, le daba una superioridad sobre los demás jefes. Su ferocidad implacable y su crueldad sanguinaria parecían exageradas hasta para los mismos cosacos. Sus labios no se abrían sino para condenar al fuego y a la horca, y su parecer en el consejo de guerra sólo respiraba ruina y devastación.

¿Para qué describir todos los combates que tuvieron los cosacos, ni la marcha progresiva de la campaña, si todo eso se halla escrito en las páginas de la Historia? En Rusia saben lo que es una guerra religiosa. No hay un poder más fuerte que la religión: es implacable, terrible, como una roca levantada por obra de la naturaleza en medio de un mar eternamente tempestuoso y voluble; de entre las profundidades del Océano alza hacia el cielo sus inquebrantables muros, formados de una sola pieza entera y compacta. Se las distingue de todas partes, y por todas partes se contempla altivamente las olas que contra ella se estrellan. ¡Desventurado el buque que viene a chocar con la roca! Sus frágiles aparejos vuelan hechos pedazos; todo cuanto lleva se rompe o se hunde en los insondables abismos del mar, y el aire de su alrededor resuena con los gritos plañideros de los que perecen entre las olas.

En las páginas de los anales se lee detalladamente cómo huían de las ciudades conquistadas las guarniciones polacas; cómo se ahorcaba a los arrendadores judíos sin conciencia; cómo Nicolás Potocki, el
hetman
de la corona, se encontró débil contra su numeroso ejército, ante esa fuerza irresistible; cómo derrotado y perseguido, se ahogó en un pequeño río la mayor parte de sus tropas; cómo le cercaron los terribles
polks
cosacos en la pequeña aldea de Polonoi, y cómo, reducido al extremo, el
hetman
polaco prometió bajo juramento, en nombre del rey y de los magnates de la corona una entera satisfacción, así como el restablecimiento de todos los antiguos derechos y privilegios. Pero los cosacos, que sabían lo que valían los juramentos de los polacos respecto a ellos, no eran hombres que se dejasen engañar por esta promesa. Y Potocki no se hubiera pavoneado sobre su
argamak
de seis mil ducados, atrayendo las miradas de las damas ilustres y la envidia de la nobleza; no hubiera hecho ruido en las asambleas, ni dado suntuosas fiestas a los senadores si no hubiese sido salvado por el clero ruso que se encontraba en aquella aldea. Cuando salieron todos los sacerdotes, vestidos con sus brillantes trajes dorados, llevando las imágenes de la cruz, y a su cabeza el arzobispo en persona con el báculo en la mano y la mitra en la cabeza, todos los cosacos hincaron la rodilla y se descubrieron. En aquel momento no hubieran respetado a nadie ni aun al mismo rey, pero no se atrevieron a obrar contra su iglesia cristiana, y se humillaron ante su clero. De común, acuerdo, el
hetmán
y los
polkovniks
consintieron en dejar partir a Potocki, después de hacerle jurar que en adelante dejaría en paz a todas las iglesias cristianas; que relegaba al olvido las pasadas enemistades y que no haría ningún mal al ejército cosaco. Sólo un
polkovnik
rehusó consentir en semejante paz: Taras Bulba, el cual arrancándose un mechón de cabellos, exclamó:

—¡
Hetmán, hetmán
, y ustedes
polkovniks
, no cometan esa acción propia tan solo de una vieja; no se fíen de los polacos, esos perros los venderán!

Entonces Bulba, cuando los escribanos del
polk
hubieron presentado el tratado de paz, cuando el
hetmán
hubo extendido su poderosa mano sobre él, desenvainó su precioso sable turco, de hoja damasquina pura y del más hermoso acero, rompiólo en dos como una caña, y tirando lejos los pedazos en dos opuestas direcciones, exclamó:

—¡Adiós, pues! ¡Así como las dos mitades de este sable no se volverán a reunir y no formarán jamás una misma arma, nosotros, compañeros, tampoco volveremos a vernos más en este mundo! ¡No olviden, pues, mis palabras de despedida!

Entonces su voz aumentó, se elevó, adquirió un poder extraño, y conmoviéronse todos escuchando sus acentos proféticos.

—¡Ya sé acordarán de mí cuando les llegue su última hora! ¿Creen ustedes haber comprado el reposo y la paz? ¿Creen que no tienen que hacer más que darse buena vida? Otras fiestas les esperan. ¡
Hetmán
, te arrancarán el cuero cabelludo, te lo llenarán de simiente de arroz, y durante mucho tiempo, se verá paseado por todas las ferias! Tampoco ustedes, señores, conservarán sus cabezas. Se pudrirán en cuevas frías, enterrados en muros de piedra, a menos que no les asen a todos vivos como carneros. Y ustedes, camaradas —continuó volviéndose hacia los suyos— ¿quién quiere morir de su verdadera muerte? ¿Quién quiere morir, no sobre el asador de su casa, ni sobre una cama de vieja, no borracho sobre un parral, en una taberna, como una carroña, sino de la hermosa muerte de un cosaco, todos sobre un mismo lecho, como el desposado con la desposada? A menos que quieran regresar a sus casas, volverse medio herejes, y pasear sobre sus hombros a los nobles polacos.

—¡Contigo, señor
polkovnik
, contigo! —exclamaron todos los que formaban parte del
polk
de Taras.

A estos se juntaron una porción de otros.

—¡Y bien, puesto que es conmigo, conmigo pues! —dijo Taras.

Y encasquetóse altivamente su gorra, echó una mirada terrible a los que se quedaban, aseguróse sobre su caballo y gritó a los suyos:

—¡Al menos nadie nos humillará con una palabra ofensiva!… Vamos, camaradas, de visita a casa los católicos.

Y picando espuelas, siguióle una compañía de cien carromatos, rodeados por cosacos de a pie y de a caballo, y volviéndose, desafió con una mirada llena de desprecio y de cólera a todos los que no habían querido seguirle. Nadie se atrevió a detenerlos. A la vista de todo el ejército se marchaba un
polk
, y largo tiempo después, volvíase aún Taras dirigiendo amenazadoras miradas.

El
hetman
y los otros
polkovniks
estaban turbados; quedáronse todos pensativos, silenciosos, como oprimidos por un penoso presentimiento. La profecía de Taras se cumplió: Todo pasó como él había predicho. Poco tiempo después de la traición de Kaneff, la cabeza del
hetman
y la de varios de los principales jefes fueron puestas sobre estacas.

¿Y Taras?… Taras se paseaba con su
polk
de uno y otro confín de la Polonia; redujo a cenizas dieciocho poblaciones, tomó cuarenta iglesias, y se adelantó hasta cerca de Cracovia. Asesinó a muchos nobles; saqueó los mejores y más ricos castillos. Sus cosacos desfondaron y vertieron los toneles de aguamiel y de los vinos añejos que se conservaban cuidadosamente en las bodegas de los nobles; desgarraron a sablazos y entregaron a las llamas las ricas telas, los trajes de ceremonia y cuantos objetos de valor encontraron en los edificios.

—¡Destruirlo todo! —repetía Taras.

Ni las jóvenes de negras cejas, ni las doncellas de blanco seno y fresco semblante, fueron respetadas: las pobrecillas ni siquiera pudieron encontrar refugio en los templos, pues Taras las quemó con los altares. Más de una mano blanca como la nieve se elevó del seno de las llamas hacia el Cielo, entre gritos plañideros que hubieran conmovido al mismo suelo, y que hubieran hecho inclinar de compasión a la misma hierba de las estepas. Pero los crueles cosacos no oían nada y levantaban a las criaturas con las puntas de sus lanzas, tirándolas a las madres que ya se veían presas de las llamas.

—¡Esos son los oficios fúnebres de Eustaquio, detestables polacos! —decía Taras.

Y en todas las poblaciones celebraba semejantes oficios, hasta que el gobierno polaco conoció que sus hazañas tenían más importancia que un simple latrocinio, y encargó a ese mismo Potocki, al frente de cinco regimientos, la captura de Taras.

Durante siete días los cosacos lograron escapar a las persecuciones, tomando caminos extraviados. Sus caballos apenas podían soportar esta incesante carrera y salvar a sus dueños. Pero esta vez Potocki se mostró digno de la misión que había recibido: no dio cuartel al enemigo, y le alcanzó en las orillas del Dniester, en donde Taras Bulba acababa de hacer alto en una fortaleza abandonada y ruinosa.

Veíasela en la cima de una roca que dominaba el Dniester, con los restos de sus destrozados glacis y de sus derruidas murallas. Aquella cima estaba enteramente cubierta de piedras, de ladrillos y de escombros siempre prontos a desprenderse y a caer en el abismo. Allí fue donde el
hetmán
de la corona, Potocki, cercó a Bulba por los dos lados que daban acceso a la llanura. Los cosacos lucharon y se defendieron a ladrillazos y a pedradas durante cuatro días; pero sus municiones y sus fuerzas tocaron a su fin, y Taras resolvió abrirse un camino a través de sus perseguidores. Los cosacos habíanse abierto ya paso, y tal vez sus ligeros caballos les hubieran salvado de nuevo, cuando Taras se detuvo de repente en medio de su carrera.

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