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Authors: Carolina Lozano

Tags: #Infantil y juvenil, #Terror, #Romántico

Taibhse (Aparición) (3 page)

—Harás el trabajo conmigo, ¿verdad? —me susurra Aithne.

—Claro —le respondo casi indignada por la duda, y agradecida porque piense en mí.

—Bien, teniendo a una amiga en la organización internacional de personas con alto coeficiente intelectual tengo que aprovecharme —dice con una gran sonrisa.

Desvío la mirada a la mesa en un acto reflejo. Las cosas que me hacen destacar me provocan una honda vergüenza. Y aunque aquí ser superdotada no está mal visto ni cargado de tópicos, igualmente me abochorna que la gente sepa que tengo un coeficiente intelectual bastante por encima de la media. Muchos asienten afablemente cuando se enteran, como si hubiesen descubierto el quid de la cuestión sobre mi curiosa forma de ser.

Las dos horas de la tarde, doble sesión de literatura, se me pasan relativamente rápido. Me gusta muchísimo leer, así que es una de mis asignaturas preferidas, pese a ser mujer de ciencias y el profesor exigente como pocos.

Cuando suena la tenebrosa campana que simula el timbre del fin de las clases, me voy directamente a la biblioteca. Está en la primera planta y, como el instituto había sido un castillo de gran tamaño y de organización caótica, tengo que dar bastantes vueltas para llegar a ella.

Bajo las escaleras de caracol de la torre este, pese a que el conserje nos anima con vehemencia a usar las amplias escaleras principales para evitar disgustos en los viejos y abruptos escalones retorcidos. Siempre nos recuerda el caso de la chica que hace medio siglo tropezó en una de las empinadas escaleras de caracol y se rompió el cuello. Imposible saber se es cierto o no.

El amplio pasillo de la biblioteca está desierto, por supuesto. Utilizo la enorme llave de hierro que me ha entregado Malcom para abrir la gruesa puerta de madera envejecida, y aspiro feliz el olor a libro antiguo. La biblioteca ocupa casi toda la mitad del ala oeste de la primera planta del castillo. La primera sala es grande, con un amplio espacio vacío lleno de mesas y varias hileras de estanterías que dejan los pasillos en penumbra. Algunos de estos pasillos llevan a tres salas más pequeñas y alargadas, que a su vez se extinguen en sendos cubículos de trabajo individual o despachitos llenos de archivos. La biblioteca del Royal Dunedin contiene un gran número de legajos y archivos de la época de la guerra por la independencia de Escocia y transcripciones de manuscritos anteriores, y muchas veces se acercan hasta aquí por las mañanas doctores, escritores, historiadores y tesistas que buscan información para sus obras. Pero, por lo general, por la tarde está vacía; a los estudiantes no les parece muy entretenida. A mí, sin embargo, me encanta. Malcom suspiró con alivio tras mi aceptación de su propuesta; él más que nadie está al tanto de cuánto me complace pasar horas rodeada de libros y lo mucho que me gusta la biblioteca del instituto. Además el pobre hombre se asegura así de que no hago cosas amorales hasta que llega la hora en que nos reunimos para cenar, y se asegura de que me voy a dormir a mi estudio. Pobre hombre, no sé cómo demostraré que no soy una adolescente descarriada.

Como la tarde anterior ya me había familiarizado con la base de datos (para ser una biblioteca datada en el siglo XVI, su sistema informático es de primera), me paseo entre las estanterías hasta que decido sentarme plácidamente a la mesa del bibliotecario. No soy una chica miedosa, así que no me causa ningún tipo de recelo el hecho de leer un libro sobre íncubos en esta gran biblioteca desierta. Me encantan las historias de vampiros, y me ha alegrado encontrar aquí una antología de cuentos sobre estos seres que en España publicó la editorial Siruela. Son historias antiguas, de las que de verdad dan miedo, así que supongo que llega un momento en que el ambiente tétrico del libro me afecta. Siento un profundo escalofrío y levanto la mirada con la sensación de no estar sola.

—¡Qué tonta! —me recrimino sonriendo a la biblioteca vacía.

Por supuesto, aquí no hay nadie y tan sólo he dejado que mi imaginación me juegue una mala pasada. Lo hace a veces, sobre todo cuando leo, veo o escucho historias de terror; es lo malo de tener mucha imaginación. Miro el reloj. Son las ocho menos cuarto, así que decido que es el momento de dejar el libro, la biblioteca y las ensoñaciones tenebrosas. Me obligo a dar una vuelta por la biblioteca pese a que no hay nadie. Tengo que asimilar esa costumbre, o algún día me olvidaré a alguien aquí dentro y mi pobre víctima tendrá que pasar toda la noche sola y a oscuras, si no lleva un teléfono móvil para pedir auxilio.

Tomo el pasillo de la izquierda y llego hasta el despacho del fondo, donde se atestan los cubículos de trabajo individual, y luego vuelvo a la sala principal para tomar el camino del centro. Frunzo el ceño al oír un ruido. Me apresuro a través del pasillo de la derecha, olvidándome del central, para traspasar la acogedora sala de lectura hasta el despacho de los archivos del castillo. Me quedo petrificada en la puerta. Hay un chico aquí. No es tanto el hecho de encontrar a alguien cuando no lo esperaba, sino su aspecto lo que me aturde. Es el chico más guapo que he visto en mi vida, y eso que no le veo todo el rostro.

Tiene la piel pálida, como casi todos los escoceses, y los rasgos finos pese a que parece alto. Los cabellos lisos, peinados hacia un lado de la frente, son la fiel definición de la palabra pelirrojo. A mí me llaman pelirroja, pero yo tengo los cabellos de un naranja pálido, con mechas rubias. Los de este chico son pelirrojos de verdad, de un tono naranja muy oscuro, intenso y mate. Precioso. El suéter negro hace resaltar todavía más ese curioso color ámbar intenso y casi negro de su pelo. El tipo está enfrascado en la lectura de uno de los libros más viejos del archivo, con los codos apoyados sobre la mesa. Parece que no me ha oído llegar, pese a que no he sido particularmente silenciosa.

—Perdona —le digo.

Mi voz vacila y me pongo roja, cómo no.

No se entera. Lo entiendo, yo también me abstraigo con la lectura. Me acerco y apoyo las manos al otro lado de la mesa, con cuidado, para no sobresaltarle.

—Perdona —repito en voz más alta—. Es hora de cerrar.

Tarda unos segundos en levantar la vista del libro para quedarse mirándome fijamente. Y yo tan sólo puedo devolverle la mirada a esos ojos increíbles. Supongo que son verdes, pero son tan claros que parecen casi transparentes. Ahora ya puedo decirlo con certeza, es el chico más guapo que he visto en toda mi vida, por corta que sea. Y sigue mirándome en silencio, con una expresión que no sé descifrar. Entorna los ojos.

—¿Me hablas a mí? —dice con algo que parece asombro.

Su voz es grave, incluso algo cavernosa, pero hermosa. Tiene el atractivo aspecto de un guerrero celta de los que dicen que temió toda Europa (últimamente todos los chicos interesantes son para mí como personajes premedievales), y está claro que lo he pillado desprevenido. Siento haberle molestado.

—No pretendía asustarte, perdona —le digo—. Pero es hora de cerrar.

Aún me mira unos segundos más como si todavía tuviese que aterrizar en la tierra, mientras las luces del techo vacilan. Tampoco parece notar que aquí hace un frío espantoso, pero yo tiemblo.

—Eh..., bien —dice aturdido—. Entonces me voy.

Casi parece una pregunta. Tenía que estar muy concentrado, el pobre.

—Puedes volver mañana, si quieres —le digo—. No te he visto entrar porque estaba leyendo, pero me acordaré de que igual estás por aquí, para no encerrarte dentro.

Sonrío, tratando de aligerarle el shock.

—Gracias, vendré —murmura—. Quizás nos veamos mañana también.

Deja el legajo en la estantería, en su lugar correcto sin vacilar pese al lío reinante, y tras dedicarme una última mirada, se va. Lo veo dirigirse hacia la pared antes de darse cuenta de lo que está haciendo y salir por la puerta.

—Eso es lo bueno de vivir en Edimburgo —murmuro para mí misma mientras lo veo sumirse en las sombras del pasillo—. Está claro que no soy lo más raro que hay por aquí.

Capítulo 2
Alastair

M
e obligo a usar las puertas para salir del castillo. Camino por el patio de atrás hasta alejarme del edificio, y casi sin darme cuenta me dirijo por uno de los sombríos senderos de losas hasta el borde del lago. La oscuridad de la noche no me entorpece el avance, conozco el jardín como la palma de mi mano. Me dejo caer en la orilla, pasando por alto el hecho de que la humedad de la hierba va a mojarme la ropa. No importa mucho.

Estoy perplejo y asustado. Hacía mucho tiempo que no me sucedía algo así, al menos no de una forma tan manifiesta. Ha sido tan inesperado que todavía no me lo creo. Es evidente que la chica no ha encontrado nada raro en mí, pues su vacilación al hablar y el rubor de su rostro parecían deberse a una extrema timidez más que al susto de encontrarme allí. Lo que yo me pregunto es qué hacía ella en la biblioteca, cuando nunca está abierta a esas horas. No hubiese importado tanto, sé ser silencioso y condescendiente, pero me ha visto, e incluso me ha hablado. Y peor aún, no ha notado nada extraño. Siento un escalofrío al recordar su forma de mirarme, de dirigirse a mí. Suerte ha tenido de que haya sido yo al que se ha dirigido. No entiendo cómo ha sobrevivido tanto tiempo aquí, en Edimburgo.

Vislumbro un borrón blanco acercándose a mí por el borde del agua. Es Caitlin, que enseguida se sienta a mi lado. Los cabellos rubios, algo húmedos, caen lisos sobre los hombros bordados de su corpiño de color crudo. Me escruta largamente en silencio, percatándose de la ausencia de la habitual serenidad en la expresión de mi rostro.

—¿Qué te pasa, Alastair? —Me pregunta—. Parece que hayas visto un fantasma.

Se ríe, y yo le devuelvo una sonrisa; no sabe lo cerca que está de la verdad. Pero tampoco voy a decírselo, cuanta menos gente sepa lo que ha sucedido, mucho mejor. Paso un rato allí con ella, charlando del tiempo, del cielo, de la distante vida que nos rodea, antes de alejarme hacia lo profundo del bosquecillo. Me pregunto qué voy a hacer mañana.

Aunque supongo que me engaño si creo que puedo evaluar distintas posibilidades, no soy tan diferente de los demás. Por mucho que haya meditado todo el día, cuando llega la tarde siguiente, la fuerza de la costumbre me arrastra, como siempre, hacia la biblioteca en cuanto terminan las clases con el son familiar de la vieja campana.

La puerta de la biblioteca está abierta, y las luces encendidas. La chica está allí, leyendo un libro que mantiene abierto sobre la mesa. Es una joven bastante normal para la época, vestida de oscuro y con pantalones, pero sin estridencias. Los cabellos naranjas desvaídos y la tez pálida con pecas sutiles hablan de una ascendencia erinesa, los antiguos habitantes de Irlanda, cosa que no me gusta por instinto. Aunque nunca había visto unos ojos tan negros y profundos como los suyos. Salvo en los cuentos de miedo, claro, y me inquieto ante ese pensamiento.

La veo estremecerse de frío y de pronto levanta la mirada, alerta. Posa sus ojos oscuros en la puerta. Se queda tan inmóvil que no estoy seguro de si sabe que estoy aquí, hasta que el rubor vuelve a teñir sus mejillas y me dedica una sonrisa vacilante.

—Hola —me saluda con un hilo de voz, insegura—. Puedes pasar, no hace falta que te quedes en la puerta. Ahora siempre miraré en los despachos antes de irme por si alguien ha entrado sin que le haya visto —vuelve a sonreír con timidez.

Me doy cuenta de que había esperado que me ignorara, que lo de la tarde de ayer hubiese sido un error. Pero no lo es. La chica me ha visto, otra vez. Y para colmo me está invitando a entrar en mi biblioteca. Cuando me mira tan extrañada como yo la miro a ella, recuerdo que tengo que reaccionar. Si no ha notado nada extraño es mejor que no lo haga, y el hecho de quedarme así, parado en la puerta, no va a ayudarme a parecer normal.

—Gracias —le digo, incrédulo de que esté hablando de verdad con una de ellos.

Me encamino hacia el pasillo de la derecha haciendo un esfuerzo por dejar de observarla. Y procuro no acercarme demasiado a las estanterías.

—Te avisaré cuando sea hora de cerrar —dice a mis espaldas.

Estoy seguro de que espera que esta vez esté preparado, y no vuelva a reaccionar tan inopinadamente como lo hice ayer. Parece que no le gusta perturbar a la gente.

Me encamino hacia el despacho sin preocuparme ya de no hacer ruido al revolver entre los archivos. Saco el fajo de manuscritos de su polvoriento estante y lo dejo sobre la mesa. Hoy he tratado de vestir de acuerdo con el tiempo, así que sobre el jersey llevo una cazadora que ahora dejo en el respaldo de la silla. Me aparto los cabellos de la frente y retomo mis estudios sobre las cuentas del castillo pertenecientes al siglo XIII. Es una suerte que los recuperaran el año pasado de los archivos municipales, donde yo difícilmente podría consultarlos, después de que hicieran copias digitales. Quizás, a partir de los datos sobre las cosechas o los tributos de los vasallos, descubra algo de mi interés. Para mí es muy importante descubrir cuál había sido el terreno real del antiguo torreón que había existido en el lugar donde ahora se alza el castillo.

Supongo que las horas han pasado rápidamente porque de pronto la joven está ahí otra vez, haciendo ruido al acercarse al despacho para no sobresaltarme. Alzo los ojos a tiempo de ver cómo se abraza el torso con los frágiles brazos, aterida, así que trato de serenarme. No me había dado cuenta de que estaba tan tenso. La joven mira a su alrededor preocupada, con esos extraños ojos tan oscuros.

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