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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

Sobre héroes y tumbas (54 page)

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Los locos, como los genios, se levantan, a menudo catastróficamente, sobre las limitaciones de su patria o de su tiempo, entrando en esa tierra de nadie, disparatada y mágica, delirante y tumultuosa, que los buenos ciudadanos contemplan con sentimientos cambiantes; desde el miedo hasta el odio, desde el aparente menosprecio hasta una especie de pavorosa admiración. Y sin embargo, esos individuos excepcionales, esos hombres fuera de la ley y de la patria conservan, a mi parecer, muchos de los atributos de la tierra en que nacieron y de los hombres que hasta ayer fueron sus semejantes aunque como deformados por un monstruoso sistema de proyección hecho con lentes torcidos y con amplificadores desaforados. ¿Qué clase de loco podía ser el Quijote sino un loco español? Y aunque su talla descomunal y su demencia lo universalizan y de alguna manera lo hacen comprensible y admirable a todos los hombres del mundo, hay en él rasgos que únicamente podían darse en ese país a la vez brutalmente realista y mágicamente descabellado que es España. A pesar de todo había mucho de argentino en Fernando Vidal. Buena parte de sus contradicciones eran, claro, consecuencia de su naturaleza individual, de su herencia enferma, y podían haberse producido en cualquier parte del mundo. Pero otras creo que eran producto de su condición de argentino, de cierto tipo de argentino. Y aunque pertenecía, por el lado de la madre, a una antigua familia, no era, sin embargo, como podría suponerse, la expresión unilateral y simple de la que ahora se llama la oligarquía nacional o por lo menos no tenía esas peculiaridades que la gente de la calle espera en esas personas, de la misma manera, y con la misma superficialidad, que invariablemente imagina flemáticos a los ingleses, desconcertándose cómicamente cuando se le menciona a individuos como Churchill. Cierto es que esas variantes que lo apartaban de la norma podían deberse por un lado a la herencia paterna y por otro al hecho de ser la familia Olmos algo excéntrica y desvaída (aunque también esto es genuinamente nacional en muchas viejas familias). Esta familia en decadencia daba la impresión de estar integrada por fantasmas o por distraídos sonámbulos, en medio de una realidad brutal que ni sentían, ni oían, ni comprendían; lo que curiosa, y hasta cómicamente les daba de pronto la ventaja paradójica de atravesar el durísimo muro de la realidad como si no existiera. Pero Fernando no pertenecía del todo a esa familia, pues poseía, aunque por golpes, por furiosos accesos, una frenética energía, bien que esa energía fuese empleada siempre para la negación o para la destrucción, rasgo éste que sin duda heredó de su padre, espíritu inferior pero dotado de una fuerza violenta y tenebrosa, fuerza que pasó a su hijo, aunque éste lo odiase y se negase a reconocerlo y hasta es posible que lo odiase y se negase a reconocerlo por lo mismo que descubría en sí mismo los atributos del hombre que tanto aborrecía y que, siendo chico, intentó envenenar. Esta inyección de la sangre de Vidal en la vieja familia produjo en la persona de Fernando, y más tarde en la de Alejandra, una violenta reacción, como sucede, creo, en ciertas plantas enfermizas o débiles cuando ciertos maléficos estímulos externos desarrollan cánceres que terminan por abarcar y finalmente por aniquilar todo con su monstruosa vitalidad. Así pasó con aquella estirpe antigua, tan generosa y conmovedoramente risible en su absoluta falta de realismo. Hasta el punto inverosímil de seguir viviendo en la vieja casa, en aquellos restos de Barracas, donde sus antepasados habían tenido su quinta y donde ahora, acorralados en sus últimos y miserables fragmentos, sobrevivían rodeados de fábricas y conventillos, y donde el bisabuelo dormitaba añorando las antiguas virtudes, aniquiladas por los duros días de nuestro tiempo. Del mismo modo que un caótico estruendo aniquila una candorosa y suave balada de otras épocas.

Yo también, a mi manera, estuve enamorado de Alejandra, hasta que comprendí que era a su madre Georgina a quien había querido, y que, al rechazarme, me proyectó sobre su hija. El tiempo me hizo comprender mi error, y volví entonces a mi primera (e inútil) pasión; pasión que supongo durará hasta que Georgina muera, hasta que tenga alguna mínima esperanza de tenerla a mi lado. Porque, aunque usted se asombre, todavía vive y no ha muerto como creía Alejandra… o como aparentaba que creía. Alejandra tenía muchos motivos para odiar a su madre, dado su temperamento y su concepción del mundo, y muchos motivos para darla por muerta.

Pero me apresuro a aclarar que, contra lo que usted podría suponer después de esto, Georgina es una mujer profundamente buena y por otra parte incapaz de hacer mal a nadie y mucho menos a su hija. ¿Por qué, entonces, Alejandra la odiaba de tal modo y mentalmente la había matado desde su niñez? ¿Y por qué Georgina vivía lejos de ella y, en general, apartada de todos los Olmos? No sé si le podré aclarar estos problemas y algunos otros que todavía se presentarán respecto a esa familia que tanto ha pesado en mi vida, y ahora en la de ese chico. Le confieso que me había propuesto no decirle nada sobre mi amor por Georgina, porque…, bueno…, digamos porque no soy propenso a hablar de mis tribulaciones personales. Pero ahora advierto que sería imposible iluminar algunos ángulos de la personalidad de Fernando sin contarle siquiera sea someramente lo de Georgina. ¿Le dije ya que era prima de Fernando? Sí, era hija de Patricio Olmos, hermana del Bebe, el loco del clarinete. Y Ana María, madre de Fernando, era hermana de Patricio Olmos, ¿entiende? De modo que Fernando y Georgina eran primos carnales y, además, y este dato es importantísimo, Georgina se parecía asombrosamente a Ana María: no sólo por sus rasgos físicos, como Alejandra, sino y sobre todo por su espíritu: era algo así como la quintaesencia de la familia Olmos, sin la contaminación de la sangre violenta y maligna de Vidal, refinada y bondadosa, tímida y un poco fantasmal, con una sensualidad delicada y profundamente femenina. En cuanto a sus relaciones con Fernando…

Imaginemos en un escenario una hermosa mujer que nos atrae por su expresión grave, por su seriedad y por su reconcentrada belleza, pero que está sirviendo de médium o de sujeto en un experimento de hipnotismo o de transmisión de pensamiento que
realiza
un individuo poderoso y funesto. Todos hemos asistido alguna vez a alguno de esos espectáculos, y todos hemos observado cómo ella sigue automáticamente las órdenes y las simples miradas del hipnotizador. Todos hemos notado esa mirada vacua, un poco como de ciego, que tienen las víctimas del experimento. Imaginemos que esa mujer nos atrae irresistiblemente y que, hasta cierto punto, en sus intervalos de vigilia o de plena conciencia se inclina un poco hacia nosotros. ¿Qué podemos hacer cuando está bajo el imperio del hipnotizador? Sólo desesperarnos y entristecernos.

Eso era lo que a mí me sucedía con Georgina. Y apenas en algunos excepcionales momentos pareció como si aquella
fuerza
maléfica cediera y entonces (oh! maravillosos, frágiles y fugaces momentos) ella reclinó su cabeza sobre mi pecho, llorando. Pero qué precarios eran aquellos instantes de dicha. Pronto volvía a
recaer
en el hechizo y entonces todo era inútil: yo movía mis manos delante de sus ojos, le hablaba, la tomaba del brazo, pero ella no me veía, ni me oía, ni me sentía en ninguna forma.

En cuanto a Fernando, ¿la quería?, ¿y cómo la quería? No podría darle una impresión segura. En primer término, creo que él no quiso nunca a nadie. Además, la conciencia de su superioridad era tan grande que ni los celos experimentaba; a lo más, cuando veía a alguien en torno de ella, apenas manifestaba algún imperceptible gesto de ironía o menosprecio. Sabía, por otro lado, que bastaba un levísimo movimiento suyo para desbaratar cualquier endeble sentimiento que estuviese desarrollándose, como basta un golpe-cito con un dedo para derrumbar el castillo de naipes que se levantó trabajosamente y como deteniendo la respiración. Y ella parecía esperar ese gesto de Fernando con ansiedad, como si fuera su más grande expresión de amor.

Era invulnerable. Recuerdo, por ejemplo, cuando Fernando se casó. Ah, pero claro, usted no lo sabe, naturalmente. Y tendrá otro motivo de asombro. No sólo porque se casó sino porque no lo hizo con su prima. En realidad, pensándolo bien, casi sería inconcebible que lo hubiera hecho, y en todo caso eso sí que habría sido asombroso de verdad. No: con Georgina tuvo relaciones clandestinas, pues por aquel tiempo su entrada en la casa de los Olmos estaba prohibida, y no dudo que don Patricio la hubiese matado, con toda la bondad que tenía. Y cuando Georgina tuvo su hija…, bueno, sería muy largo explicar todo y además no tendría objeto, pero acaso baste decir que se fue de la casa; más que todo por timidez y vergüenza, ya que ni don Patricio ni su mujer María Elena eran capaces de proceder vulgar y groseramente con ella; pero se fue, desapareció un poco antes de tener a Alejandra, y casi podría decirle, como se dice corrientemente, que se la tragó la tierra. Por qué, sin embargo, se separó de Alejandra cuando la chica tenía diez años, por qué la chica se fue a vivir con sus abuelos en la casa de Barracas, por qué nunca más Georgina volvió allá, todo eso me llevaría demasiado lejos, pero tal vez usted pueda en parte comprenderlo si recuerda lo que ya le dije sobre el odio, odio mortal y creciente, que Alejandra fue cobrando por su madre a medida que se hacía grande. Vuelvo, pues, a lo que estaba contando: el casamiento de Fernando. Cualquiera podría sorprenderse de que aquel nihilista, aquel terrorista moral que se burlaba de cualquier género de sentimientos e ideas burgueses pudiera casarse. Pero mucho más se sorprendería si supiese cómo se casó. Y con quién… Era una chica de dieciséis años, muy linda y de gran fortuna. A Fernando le gustaban muchísimo las mujeres hermosas y sensuales, tanto como las menospreciaba; pero esa inclinación se acrecentaba cuando eran de corta edad. Ignoro detalles porque en aquel tiempo yo no lo veía; y aunque lo hubiese frecuentado, tampoco habría conocido muchos detalles, porque era un hombre que podía vivir confortablemente en dos o más planos distintos. Pero oí frases por ahí, frases que debían tener una relación con la verdad tan dudosa como todo lo que se relacionaba con los actos e ideas de Fernando. Me dijeron, por supuesto, que le había echado el ojo a la fortuna de la muchacha, que ella era una chiquilina deslumbrada por aquel comediante; agregaban que Fernando había mantenido relaciones (algunos afirmaban que antes, otros que durante y después del casamiento) con la madre, una judía polaca de unos cuarenta años, de pretensiones intelectuales, que vivía dificultosamente con su marido, un señor Szenfeld dueño de fábricas textiles. Se murmuraba que mientras Fernando mantenía esas relaciones con la madre, la hija quedó embarazada y que a raíz de eso “no tuvo más remedio que casarse”, frase que me hizo reír mucho cuando me la contaron, tan descabellado era aplicarla a Fernando. Algunos informantes, que se consideran más autorizados que otros porque jugaban a la canasta en la casa de San Isidro, sostenían que se produjeron tormentosas escenas entre los actores de aquella grotesca comedia, violentas escenas de celos y amenazas; y que, y esto me resultaba también particularmente gracioso, Fernando sostuvo entonces que él no podía casarse con la señora Szenfeld, aunque ésta se divorciase, porque pertenecía a una vieja familia católica, y que, en cambio, su deber era casarse con la chica con quien había tenido relaciones.

Como usted puede suponer, para quien conocía a Fernando como yo, esas murmuraciones sólo podían proporcionarme una especie de dolorosa diversión; pero claro que encerraban parte de la verdad, como sucede siempre con las leyendas más fantásticas. Por lo pronto eran hechos ciertos; Fernando se casó con una chica judía de dieciséis años; usufructuó durante un par de años una hermosa casa en Martínez, comprada y regalada por el señor Szenfeld; dilapidó el dinero que seguramente obtuvo para el casamiento y, por fin, la misma casa, abandonando entonces a la chica.

Éstos son hechos.

En cuanto a las interpretaciones y murmuraciones, habría mucho que analizar. Tal vez no esté de más que le diga lo que pienso, ya que esos episodios echan alguna luz sobre la personalidad de Fernando, aunque no sea mucho más que la que pueda echar sobre la esencia del diablo el conocimiento de algunas de sus perrerías tragicómicas. Curioso: la palabra tragicómico es la primera vez que acude a mi mente con respecto a la personalidad de Fernando, pero creo que responde también a la verdad. Fernando fue una persona fundamentalmente trágica, pero hay momentos de su existencia que bordean el humor, bien que se trate de un humor tenebroso. Es seguro, por ejemplo, que en aquellos turbios sucesos de su casamiento debe de haber dado salida a uno de sus accesos de humorismo negro, ejecutando entonces uno de aquellos espectáculos de comicidad infernal que tanto lo deleitaban. Esa frase de las señoras de canasta, por ejemplo, esa frase sobre el catolicismo de su familia y sobre la imposibilidad de casarse con una divorciada. Frase doblemente extravagante, porque además de reírse del catolicismo de su familia y del catolicismo en general, y de todos y de cualquier principio o fundamento de la sociedad, se la decía a la madre de la muchacha con quien también mantenía relaciones íntimas. Esa forma de mezclar lo “respetable” con lo indecente era una de las especialidades de Fernando. Como las palabras que dicen que pronunció para quedarse con la hermosa casa de Martínez: “Ha hecho abandono del hogar”. Cuando en rigor la chica ha de haber huido espantada o, aun más probablemente, echada mediante algún diabólico recurso. Uno de los pasatiempos favoritos de Fernando era llevar a su casa mujeres que visiblemente eran sus amantes, convenciendo a la chica (su poder de convicción era casi ilimitado) de que las recibiese y agasajase; pero, sin duda, graduando el experimento, para que poco a poco ella fuera cansándose, hasta huir finalmente de la casa, que es lo que Fernando esperaba. De qué manera la propiedad quedó en sus manos, no lo sé; pero supongo que habrá sabido hacer las cosas con la madre (que seguía queriéndolo y teniendo por consiguiente celos de su hija) y con el señor Szenfeld. De qué manera este hombre haya podido llegar a ser amigo de alguien que la murmuración hacía amante de su mujer, cómo esa amistad o debilidad pudo alcanzar hasta el punto para que un lince de los negocios regalase una casa suntuosa a ese individuo que no sólo era amante de su mujer, sino que además hacía infeliz a su hija, todo eso será siempre uno de los misterios de la oscura personalidad de Vidal. Pero estoy persuadido de que a tales fines habrá realizado una sutilísima operación, semejante a esas que llevan a cabo los gobernantes maquiavélicos con los partidos opositores que a su vez están enemistados entre sí. Mi idea es la siguiente: Szenfeld odiaba a su mujer, que no sólo lo engañó con Fernando sino antes con un socio llamado Shapiro. Pudo sentir una viva satisfacción al enterarse de que por fin alguien la humillase y la hiciese sufrir a aquella pedante que a menudo lo despreciaba; y de esa viva satisfacción a la admiración y hasta el afecto puede haber un paso, ayudado por el talento de Fernando para seducir a alguien cuando se lo proponía, talento que era favorecido por su completa falta de sinceridad y de honestidad; ya que las personas sinceras y honestas, al mezclar en sus amistades las inevitables muestras de desagrado por las mil y una circunstancias que siempre aparecen entre los seres humanos, aun entre los mejores, no logran producir jamás esas proezas de encantamiento absoluto que pueden alcanzar los cínicos y mentirosos; y por los mismos mecanismos, en fin, en virtud de los cuales la mentira es siempre más agradable a las gentes que la verdad, afeada como está la verdad por las imperfecciones que tienen hasta los seres más cercanos a la perfección y a quienes más querríamos agradar y satisfacer. Por otro lado, la satisfacción del señor Szenfeld aumentaría al comprobar que los sufrimientos de su mujer provenían de la humillación provocada a su orgullo por motivos presumiblemente vinculados a la edad, ya que Fernando la engañaba con una chica joven y hermosa. Y, en fin (ingrediente que acaso también haya intervenido), porque en toda esa operación no resultaba perdidoso él, Szenfeld, ya que de todos modos su condición de marido engañado era anterior, sino el señor Shapiro, que por ser el engañador tendría probablemente un orgullo mucho más agudo, pero también más vulnerable, que el del señor Szenfeld. Y la derrota de Shapiro en ese terreno, que era el único en que tenía superioridad sobre su socio (porque Szenfeld, cualesquiera fueran sus fallas como marido, era un reconocido lince de los negocios), lo rebajaba a Shapiro a una situación tan humillante que por contraste renovó las fuerzas de Szenfeld. Y tanto debe de haber sido así que no sólo las empresas textiles recibieron impulsos de nuevas y audaces operaciones, sino que, a partir del casamiento de Fernando, fue notoria la simpatía casi protectora con que trataba a su socio delante de terceros.

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