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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (27 page)

A Meredith le fastidió que le respondiera en inglés. No creía tener tan mal acento cuando hablaba en francés.

—Vaya. ¿Y han dicho cuánto van a tardar? —replicó secamente.

—Como poco, media hora —contestó él, y entró en su coche—. Lo cual quiere decir que… quién sabe, a lo mejor hasta tres horas, según se cuenta el tiempo aquí, en el Midi. Podrían incluso tardar hasta mañana.

Se le notaba claramente impaciente por marcharse de allí cuanto antes. Meredith dio un paso adelante y apoyó una mano en la portezuela.

—¿Hay otra manera de cruzar al otro lado?

Esta vez al menos la miró. Ojos azul acero, muy directos.

—Hay que volver a Couiza pasando por los montes, por Rennes-le-Cháteau —dijo él—. A estas horas de la tarde se tarda unos cuarenta minutos. Yo esperaría. De noche es fácil perderse. —Le miró a la mano—. Ahora, si me disculpa usted…

Meredith se puso colorada.

—Gracias por su ayuda —le dijo, y dio un paso atrás. Lo observó retroceder, marcha atrás, hasta aparcar el coche montado en la acera; lo vio salir y echar a caminar por la calle mayor. «No parece el más indicado para llevarse mal con él», se dijo para sus adentros, sin saber del todo por qué estaba tan molesta.

Algunos otros conductores habían resuelto dar la vuelta con una lenta maniobra, para volver por donde habían llegado. Meredith titubeó.

Por brusco que hubiera sido aquel hombre, dedujo que su consejo seguramente era digno de tenerse en cuenta. No tenía ningún sentido perderse por los montes.

Decidió explorar a pie la localidad. Aparcó el coche de alquiler montando también dos ruedas en la acera y lo colocó detrás del Peugeot azul. No estaba segura al cien por cien de que fuera Rennes-les-Bains la localidad de la que eran oriundos sus antepasados, o si tal vez había sido mera casualidad que la fotografía del soldado se hubiera tomado allí en 1914, y no en otro lugar. Lo cierto es que era una de las pocas pistas que podía rastrear.

Alcanzó el bolso del asiento del copiloto —sólo de pensar en dejar el portátil allí, con la posibilidad de que se lo robasen, se le ponían los pelos de punta— y verificó que el bolso del equipaje estuviera en el maletero y bien cerrado. Una vez revisado el coche, dio un corto paseo hasta la entrada principal de la Station Thermale et Climatique.

Había un cartel escrito a mano y clavado en la puerta, en el que se anunciaba que el establecimiento se hallaba cerrado por ser temporada de invierno: del 1 de octubre al 30 de abril de 2008. Meredith se quedó mirando el rótulo. La verdad, había dado por supuesto que permanecería abierto todo el año. No se le había ocurrido llamar por teléfono antes de viajar.

Con las manos en los bolsillos, se quedó un rato allí delante. Las ventanas estaban a oscuras, el edificio aparentemente desierto. Aun cuando tuvo que reconocer que la búsqueda de algún rastro de Lilly Debussy era, en parte al menos, una mera excusa para viajar hasta allí, había albergado serias esperanzas con respecto al balneario. Documentos antiguos, fotografías que se remontasen al cambio de siglo, cuando Rennes-les-Bains todavía era uno de los lugares más de moda en toda la región.

En ese momento, contemplando las puertas cerradas de la Station Thermale, aun cuando existiera alguna prueba de que Lilly había viajado allí a convalecer durante el verano de 1900 —o que incluso hubiera algún indicio de un joven en concreto, de uniforme militar—, comprendió que no iba a encontrarlos.

Quizá fuera posible convencer a alguien en el ayuntamiento de que le permitiera entrar, pero prefirió no creer en esa hipótesis. Enojada consigo misma por no haber pensado las cosas más despacio, Meredith se dio la vuelta y regresó por la misma calle.

Una senda peatonal bajaba por la derecha de los edificios que formaban el balneario, la llamada Allée des Bains de la Reine. La siguió por la vera del río, ajustándose la chaqueta contra el pecho para protegerse de un repentino viento que se acababa de levantar, por delante de una gran piscina que encontró vacía. La terraza desierta estaba en un estado de total descuido.

Los azulejos azules desportillados, el bordillo pintado de rosa y desconchado, las tumbonas de plástico blanco, rotas algunas. Costaba trabajo creer que aquella piscina se usara alguna vez.

Siguió su camino. También la ribera parecía abandonada, ajena a todo rastro de vida humana. Como en aquellas fiestas que no terminaban con el amanecer, en los tiempos del instituto, y seguían a la mañana siguiente como si fuera la noche anterior, en los campos embarrados y llenos de huellas de neumáticos. Había bancos metálicos a cada trecho, sólo que desangelados, desvencijados; había una pérgola metálica y herrumbrosa en forma de corona, con un asiento de madera corrido en forma de herradura. Daba la impresión de que nadie lo hubiera utilizado desde años atrás. Meredith alzó la mirada y vio unos ganchos metálicos, supuso que para instalar alguna clase de toldo.

Por pura fuerza de la costumbre, rebuscó en el bolso y sacó la cámara. Ajustó los parámetros para que no interfiriese la luz mermada y ambarina antes de tomar un par de fotografías, sin estar nada convencida de que fueran a salir. Intentó imaginarse a Lilly sentada en uno de aquellos bancos, con una blusa blanca y una falda negra, el rostro protegido por un sombrero de ala ancha, soñando con Debussy y con París. Intentó imaginar a su soldado en tonos sepia paseando a la orilla del río, tal vez con una muchacha del brazo, pero no fue capaz. Aquel lugar transmitía una sensación errónea. Todo estaba abandonado, todo se había dado por perdido. El mundo había seguido su curso, dejando aquello atrás, olvidado.

Con cierta tristeza, con nostalgia por un pasado imaginado, y sólo a medias, que nunca había llegado a conocer de verdad, Meredith caminó despacio por la orilla. Siguió el meandro que trazaba el curso del río hasta un puente de cemento que salvaba la corriente sin apenas elevación sobre el agua. Vaciló antes de cruzarlo. La otra orilla parecía más asilvestrada, era evidente que se frecuentaba mucho menos.

Era una gran estupidez ir dando vueltas por una localidad que le resultaba extraña, y además hacerlo sola y con un valioso ordenador portátil y una buena cámara en el bolso.

Encima, está anocheciendo.

Pero Meredith tenía la impresión de que algo tiraba de ella. El espíritu intrépido, supuso, o el afán de aventura. Tenía el vivo deseo de conocer a fondo la localidad. Descubrir el verdadero lugar que había sido cuatrocientos años antes, no sólo la calle principal con sus cafés modernos y sus coches. Y si además se diera el caso de que tenía alguna clase de relación personal con la localidad, no quería ni mucho menos pensar que había malgastado el poco tiempo de que disponía para visitarla. Colocándose la cincha del bolso cruzada por el hombro, por encima del pecho, pasó al otro lado del río.

El ambiente, allí, era distinto. De inmediato, Meredith tuvo la impresión de que era un paisaje más inamovible, menos influido por las gentes y las modas. La ladera que bajaba del monte, agreste, escarpada, parecía surgir directamente del suelo, arrancar allí mismo, bajo sus pies. La variedad de los verdes y los marrones, de los tonos cobrizos en los arbustos y en los árboles, adoptaba intensos matices diferenciados con la luz del atardecer. Tendría que haber sido un paisaje atrayente, pero por algún motivo algo no terminaba de ser como debiera, o al menos a ella se lo parecía. Como si fuese bidimensional, como si el auténtico carácter del lugar estuviera oculto bajo una capa exterior de pintura.

A la luz cada vez más escasa del atardecer de octubre, sobre un telón de fondo en el que el cielo se había tornado de color melocotón, Meredith siguió con cuidado su camino entre los brezos y la hierba aplastada a trechos, entre los despojos que barría el viento. Pasó un coche por el puente de la carretera, más arriba, y sus faros lanzaron un breve chorro de luz en la pared grisácea de la roca, allí donde el monte bajaba hasta la puerta misma del pueblo.

El ruido del motor se fue apagando y todo quedó de nuevo en silencio.

Meredith siguió por la senda hasta que ya no fue posible dar un paso más. Cuando se detuvo, se encontró frente a la entrada de un túnel oscuro que se introducía por debajo de la carretera en la montaña misma.

¿Quizá un desagüe de un barranco?

Apoyó la mano en el ladrillo frío de la tapia que lo rodeaba, y se asomó a mirar el interior, percibiendo la humedad del aire inmóvil en el interior del arco de piedra, y un susurro en la piel. Allí el agua corría a mayor velocidad, canalizada en la estrechez del túnel. Blancas motas de espuma salpicaban las paredes de ladrillo a la vez que el río se precipitaba sobre rocas escarpadas.

Había una estrecha cornisa, con la anchura suficiente para que alguien pasara pegado a la pared.

No es buena idea entrar ahí.

A pesar de todo, en contra de su criterio asomó la cabeza y, con la mano derecha apoyada en el lateral oscuro del túnel, de piedra viva, para no perder el equilibrio, dio un paso en la galería subterránea y oscura. Le alcanzó de lleno en la cara el olor a humedad, a musgo, a líquenes. La cornisa estaba resbaladiza, según percibió en cuanto se internó un poco más, sólo un poco más, y otro poco, hasta que la luz crepuscular de la tarde, de color amatista, empezó a ser poco más que una claridad lejana y ya no atinó a distinguir la orilla del río.

Agachando la cabeza para no golpeársela en la pared curva del túnel, Meredith se inclinó y miró más de cerca el agua del río. Unos pececillos negros iban veloces de un lado a otro; unas hilachas verdes, de un alga o una hierba, permanecían aplastadas por la fuerza de la corriente; las ondas de espuma blanca se formaban siempre en los mismos sitios, al entrar las ondas en contacto con las piedras sumergidas y las rocas del fondo.

Arrullada por el ruido constante y el movimiento del agua, Meredith se agachó. No logró concentrar la vista en ningún punto, pero se sintió en paz bajo el puente, en un lugar recóndito, secreto. Allí le resultaba más fácil, sin saber cómo, evocar todo el pasado. Mientras miraba el agua del río, imaginó sin dificultad a los chicos con pantalones bombachos, hasta las rodillas, y a las chicas de cabello rizado, recogido con cintas de satén negro, jugando al escondite allí mismo, debajo del puente viejo. Pudo incluso escuchar el eco de las voces de los adultos que los llamaban desde la otra orilla.

¿Qué demonios…?

Durante un fugaz momento, Meredith creyó discernir el perfil de un rostro que la miraba. Entornó los ojos con la intención de ver mejor. Fue consciente de que el silencio parecía haberse ahondado. El aire estaba de pronto vacío, helado, como si toda posibilidad de vida hubiera sido succionada de golpe. Sintió que se le paraba el corazón, sintió que se aguzaban todos sus sentidos. Todos los nervios de su cuerpo se pusieron alerta.

No
es más que mi propio reflejo.

Se dijo que no fuera tan infantil, que no se dejara impresionar por cualquier cosa, y volvió a mirarse en el quebrado espejo del agua.

Esta vez no tuvo duda. Un rostro la miraba desde debajo de la superficie del río. No era un reflejo, aunque Meredith tuvo la sensación de que eran sus propios rasgos los que se ocultaban tras la imagen, si bien correspondían a los de una muchacha de largos cabellos que se mecían a merced de la corriente, una moderna Ofelia. En esos instantes, los ojos bajo el agua parecieron lentamente abrirse y sostener el examen que Meredith les estaba dedicando con una mirada clara y directa. Unas pupilas que parecían de cristal verde, pero que contuvieran al mismo tiempo todos los cambiantes colores del agua.

Meredith dio un grito. Sobresaltada, se irguió y poco le faltó para perder en ese instante el equilibrio, echando al tiempo las manos atrás para rehacerse al contacto con la pared que tenía a la espalda. Se obligó a mirar de nuevo.

Nada.

Allí no había nada. No había reflejo, no había ningún rostro espectral en el agua, sino tan sólo las formas distorsionadas de las rocas y los residuos que la corriente había arrastrado. Nada más que el agua que corría sin cesar por encima de las piedras, bailando al son del río.

Meredith sintió una imperiosa necesidad de salir del túnel cuanto antes. Con algún resbalón, con dificultad y apresuramiento, recorrió paso a paso la cornisa hasta encontrarse de nuevo fuera. Le temblaban las piernas. Se quitó el bolso del hombro, se dejó caer en un montículo de hierba seca, se acuclilló allí mismo. Por encima de ella, en la carretera, dos haces de luz pasaron de largo: otro coche había salido del pueblo.

¿Así había de empezar?

El mayor de los temores de Meredith consistía en que la enfermedad que tanto afligió a su madre biológica un día se manifestase en ella. Espectros, voces, el asedio de cosas de todo tipo, que nadie salvo ella alcanzaría a ver ni a oír.

Respiró hondo y despacio varias veces seguidas, sosegándose en la medida de sus posibilidades.

Pero yo no soy ella.

Meredith se concedió todavía unos minutos más, y sólo después, cuando estuvo algo calmada, se puso en pie. Se sacudió la ropa, limpiándose incluso el fango y las hierbas húmedas que se le hubieran prendido en la suela de las zapatillas; tomó entonces su pesado bolso y desanduvo sus pasos para regresar por el puente peatonal hasta la senda.

Seguía estando agitada, pero sobre todo se sentía enojada consigo mismo por haberse asustado de semejante forma.

Empleó la misma técnica que había aprendido tiempo atrás: tener presentes los buenos recuerdos, apartar de sí los malos. En ese momento, más que el doloroso recuerdo del llanto de Jeannette, oyó en cambio la voz de Mary en su interior. Una madre como ha de ser. Todas las ocasiones en que había llegado a casa embarrada, con los pantalones desgarrados, llena de picaduras y de arañazos. Si Mary estuviera allí mismo, en ese instante, estaría preocupada de que Meredith pudiera haberse internado por terrenos desconocidos y sin compañía de nadie, por haber metido la nariz en donde no la llamaba nadie, como había hecho siempre.

Igual que siempre, igual que siempre.

La arrasó de golpe una nueva oleada de nostalgia y echó de menos el hogar. Por vez primera desde que había viajado a Europa dos semanas antes, Meredith tuvo un sincero deseo de estar acurrucada, sana y salva, con un libro, en su sillón preferido, cubierta por aquella vieja manta de ganchillo que le había hecho Mary cuando tuvo que pasar todo un semestre fuera de casa, en vez de haberse alejado tanto por su cuenta, sola, y en lugar de haber emprendido lo que bien podría ser, al final, una búsqueda a tontas y a locas, en un rincón olvidado de Francia.

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