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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (21 page)

Con una levísima presión, hundió un poco más la punta del cuchillo contra su pálida piel, meneando la cabeza como si le diera lástima lo que se estaba viendo obligado a hacer.

—En cualquier caso, le aseguro que no se trata de dinero. Vernier está en posesión de algo que me pertenece a mí.

Marguerite oyó cómo había cambiado el tono que empleaba. Intentó debatirse. Trató de soltar los brazos de las ataduras, pero solo consiguió que éstas se tensaran aún más. El alambre le provocó un corte en la piel de ambas muñecas. Comenzaron a manar gotas de sangre que cayeron a la alfombra azul.

—Se lo suplico —exclamó, intentando que no se le quebrase la voz—, permítame hablar con él. Yo le convenceré de que le devuelva lo que haya podido tomar de forma indebida. Le doy mi palabra.

—Ah, pero es que ya es tarde para eso —dijo él con blandura, pasándole los dedos por la mejilla—. Me pregunto si llegó usted a dar a su hijo mi tarjeta de visita, querida Marguerite. —Terminó por apoyar su mano negra sobre su cuello y aumentó la presión. Marguerite notó que se ahogaba y se debatió pese a que toda la sujeción que la inmovilizaba parecía no ceder ni un milímetro, estirando el cuello a la desesperada, tratando de alejarlo de la fuerza con que él la agarraba. Su forma de mirarla, con un brillo de placer y conquista a partes iguales, la aterró tanto o más que la sofocante violencia con que le atenazaba el cuello.

Sin previo aviso, de pronto la soltó.

Cayó ella contra el respaldo de la silla respirando con dificultad. Tenía los ojos enrojecidos y el cuello magullado, con feas huellas violáceas.

—Empieza por la habitación de Vernier —indicó a su ayudante—. Busca su diario. —Dibujó una silueta con las manos—. De este tamaño.

El criado desapareció.

—Veamos —dijo entonces como si estuviera en medio de una conversación completamente normal—, ¿dónde está su hijo?

Marguerite lo miró a los ojos. Le latía el corazón con fuerza, temeroso, sobrecogido al pensar en el castigo que pudiera infligirle. Pero lo cierto es que ya había soportado malos tratos a manos de otros, y que había sobrevivido a ellos. Podía volver a superarlo.

—No lo sé —dijo ella.

Esta vez le asestó un golpe. Con dureza, con el puño cerrado, lo cual le produjo un intenso dolor en el cuello. Marguerite se quedó boquiabierta al notar que además se le abría la mejilla. Se le llenó la boca de sangre. Se le abrió la boca sin querer y escupió en su regazo. Se encogió al notar el tirón de la seda en el cuello y el tacto rasposo de sus guantes de cuero, que le deshacían el lazo amarillo. Respiraba más deprisa sin darse cuenta. Notaba todo su calor muy cerca de ella.

Con la otra mano, se dio cuenta entonces, recogía los pliegues del tejido por encima de sus rodillas, muy por encima.

—Por favor, no, se lo ruego —susurró.

—Ni siquiera son las tres —dijo él, recogiéndole un rizo detrás de la oreja con una parodia de falsa ternura—. Tenemos tiempo de sobra para que la convenza de que más le vale hablar. Y piense además en Léonie, Marguerite. Una muchacha tan bella. Un poco alocada, demasiado vehemente para mi gusto, pero seguro que yo sabría hacer una excepción con ella.

Le retiró la seda de los hombros.

Marguerite se infundió una gran calma, desapareció en sí misma, tal como se había visto obligada a hacer en tantas ocasiones. Vació del todo su mente, borró incluso la imagen del individuo que tenía delante. En ese momento, su emoción más intensa era la vergüenza que le producía el modo en que se le había desbocado el corazón cuando le abrió la puerta y le permitió entrar en la vivienda.

Sexo y violencia, la vieja alianza de siempre. La había visto en infinidad de ocasiones. En las barricadas de la Comuna, en las callejuelas oscuras, oculta bajo la fachada respetable de los salones de sociedad en los que más adelante se había movido como pez en el agua. Cuántos eran los hombres movidos por el odio, y no por el deseo. Marguerite había hecho buen uso de la combinación. Había sabido explotar su belleza, sus encantos, con tal de que su hija nunca tuviera que llevar una vida como la que a ella le había tocado en desgracia.

—¿Dónde está Vernier?

La desató y la arrastró de la silla al suelo.

—¿Dónde está Vernier?

—No lo…

Sujetándola, volvió a golpearla. Y otra vez.

—¿Dónde está su hijo? —dijo en tono imperioso.

Cuando a punto estaba de perder el conocimiento, el único pensamiento que tuvo Marguerite fue el de proteger a sus hijos. Cómo evitar traicionarlos ante ese individuo. Pero algo tenía que darle.

—En Ruán —mintió con los labios ensangrentados—. Han ido a Ruán.

C
APÍTULO
22

A
las cuatro y cuarto, tras haber disfrutado de la modesta panorámica de Couiza, Léonie y Anatole se encontraban en la explanada, delante de la estación, a la espera de que el cochero cargase sus bultos en el
courrier publique.

A diferencia de otros transportes que Léonie había visto en Carcasona, con asientos de cuero negro, abiertos, muy parecidos a los landos que iban de una punta a otra por la avenida del Bois de Boulogne, el
courrier
era un medio de transporte muchísimo más rústico. A decir verdad, recordaba a una carreta agrícola, con dos bancos de madera tosca, el uno frente al otro, pintados de rojo.

No tenía cojines de ninguna clase e iba abierto por los laterales, con un lienzo oscurecido, tensado sobre un bastidor de metal, por toda sombra y cobertura. Los caballos, grises los dos, llevaban una red tupida sobre las orejas y los ojos para impedir que les molestaran los insectos.

Los restantes pasajeros eran un señor mayor y su esposa, mucho más joven, procedentes de Toulouse, y dos hermanas de avanzada edad que hablaban la una con la otra sin cesar, como dos pájaros que piasen, por debajo de sus sombreros.

A Léonie le agradó comprobar que el acompañante que habían tenido durante el almuerzo en el Grand Café Guilhem, el doctor Gabignaud, iba a tomar el mismo medio de transporte. Era frustrante, pero
maître
Fromilhague insistía aún en que Gabignaud se mantuviera muy cerca de él. Cada pocos minutos sacaba el reloj del bolsillo del chaleco tirando de la leontina y golpeaba el cristal de la esfera como si temiera que se le hubiese parado antes de volver a guardarlo.

—Está claro que es un hombre con acuciantes asuntos que atender —susurró Anatole—. Si no andamos con cuidado, cualquier día será él quien conduzca el coche en persona.

Tan pronto estuvieron todos acomodados, el cochero subió al pescante. Se encaramó más bien en lo alto de la variada colección de maletas, baúles y valijas, con las piernas bien abiertas, y miró el reloj de la torre de la estación de ferrocarril. Cuando dio la media, agitó el látigo y el coche inició la marcha.

En cuestión de momentos se encontraron en pleno camino, rumbo al este, dejando Couiza atrás.

La ruta seguía el curso del río en un valle encajonado entre altos cerros por uno y otro lado. El viento constante y las lluvias frecuentes que castigaban la mayor parte de Francia durante casi todo el año habían creado allí, en cambio, todo un edén. Verdes pastos, campos fértiles, en vez de la tierra abrasada por el sol; laderas boscosas, de pinares espesos, con abetos y robles, con avellanos, castaños del Mediterráneo y algunos hayedos. Encaramada en un altozano a su izquierda Léonie entrevió la silueta de un castillo en ruinas. Un viejo rótulo de madera, a la orilla del camino, anunció el pueblo de Coustaussa.

Gabignaud estaba sentado al lado de Anatole y le iba indicando los hitos más destacables del paisaje. Léonie sólo captó fragmentos sueltos de su conversación debido al estruendo constante de las ruedas en el camino y al cascabeleo de los arneses de los caballos.

—¿Y aquello? —preguntó Anatole.

Léonie siguió la dirección hacia la que señalaba su hermano con el dedo. En lo alto de un roquedal, a la derecha, muy por encima del camino, acertó a discernir una pequeña aldea en la montaña, que brillaba con fuerza bajo el sol intenso de la tarde y parecía poco más que unas cuantas viviendas apiñadas justo al borde de un precipicio.

—Rennes-le-Cháteau —indicó Gabignaud—. Nadie lo diría viendo cómo es ahora —siguió diciendo—, pero en tiempos llegó a ser la antigua capital de los visigodos en esta región, llamada Rhedae.

—¿Cuál fue la causa de su decadencia?

—Carlomagno, la cruzada contra los albigenses, los bandoleros de España, la peste, la implacable y despiadada marcha de la historia. Ahora ya no es sino otra aldea de montaña medio olvidada. Respira si acaso a la sombra de Rennes-les-Bains. —Hizo una pausa—. Dicho esto, lo cierto es que el cura se desvive por sus parroquianos. Es un hombre interesante.

Anatole se acercó más para oír mejor.

—¿Por qué lo dice?

—Es un erudito, está claro que es ambicioso y un hombre de carácter. Entre los lugareños de la zona no se deja de especular sobre sus motivos para quedarse tan cerca de donde nació. Nadie entiende por qué ha querido enterrarse en una parroquia tan pobre, cuando podría…

—Quizá piense que es ahí donde puede ser de mayor utilidad.

—Es cierto que todo el pueblo le quiere. Ha hecho mucho bien entre los lugareños.

—¿En las cuestiones, digamos, prácticas o en asuntos de mera naturaleza espiritual?

—En ambos casos. Por ejemplo, la iglesia de Sainte Marie-Madeleine era una ruina cuando él llegó. Se colaba la lluvia por el tejado, estaba abandonada a los ratones, a las aves y a los gatos salvajes. Pero en el verano de 1886, el ayuntamiento le adjudicó dos mil quinientos francos para iniciar las obras de restauración, sobre todo para cambiar el viejo altar por uno nuevo.

Anatole enarcó las cejas.

—Es una suma considerable.

El otro asintió.

—Sólo lo sé por lo que he oído, de manera indirecta. El cura es un hombre sumamente cultivado. Se dice que han salido a la luz muchos objetos de gran interés arqueológico, que como es lógico interesaron mucho a su tío de usted.

—¿Por ejemplo?

—Tengo entendido que un retablo de gran valor. También dos pilares de la época de los visigodos y una lápida muy antigua, la llamada Dalle des Chevaliers, que se rumorea que es de origen merovingio o posiblemente de la época visigoda. Por estar muy interesado en aquella época, Lascombe tuvo una gran implicación en las excavaciones, al menos en una primera fase, cuando se emprendió la restauración de Rennes-le-Cháteau, asunto que como es natural se siguió con gran interés en Rennes-les-Bains.

—También usted parece ser todo un historiador —aventuró Léonie.

Gabignaud se puso colorado de contento.

—No es más que una afición, mademoiselle Vernier. Solamente una afición.

Anatole sacó la pitillera. El médico aceptó un cigarrillo. Protegiendo la llama con la mano cóncava, Anatole le dio fuego y encendió el suyo con la misma cerilla.

—¿Y cómo dice que se llama ese sacerdote tan ejemplar? —preguntó a la vez que exhalaba el humo.

—Sauniére. Bérenger Sauniére.

Habían llegado a un tramo recto del camino, donde los caballos alcanzaron mayor velocidad. El estrépito aumentó tanto de volumen que toda conversación resultó imposible. A Léonie no le importó que fuera preciso dejar de hablar. Sus pensamientos también se habían disparado a gran velocidad, pues en algún punto de las laberínticas palabras de Gabignaud creyó tener la impresión de haberse enterado de algo de considerable significado.

Sí, pero… ¿qué?

Al cabo de un rato, el cochero sofrenó la marcha de los caballos y, con el tintinear de los arneses y el claqueteo de los faroles sin encender contra los laterales del coche, se desvió del camino principal para seguir por el valle del Salz.

Léonie se asomó tanto como pudo atreverse, maravillada por la belleza del paisaje, por la extraordinaria vista del cielo, las rocas, los bosques. Dos ruinas distintas, que con una mirada más penetrante resultaron ser meras formaciones naturales de la roca, y no la sombra de sendos castillos de antaño, descollaban sobre el valle como dos centinelas gigantes. El bosque, antiquísimo, llegaba prácticamente a la vera del camino. Léonie tuvo la impresión de que se internaban en un lugar secreto, como los exploradores de las entretenidas novelas de monsieur Rider Haggard que se aventuraban en los reinos perdidos del África.

El camino comenzó a describir entonces curvas sucesivas, una tras otra, con elegancia, replegándose sobre sí mismo como una serpiente, siguiendo el corte que el río había horadado en la piedra. Era todo de una belleza arcádica. Todo era fértil, exuberante, verde: verde oliva y verde mar, con matorrales del color de la absenta. El plateado envés de las hojas, mecidas y a veces alborotadas por el viento, refulgía al sol entre las tonalidades más oscuras de los abetos y los robles. Por encima de la cota máxima a que llegaban los árboles se veía el perfil de los picachos y las cresterías, las antiguas siluetas de los menhires, los dólmenes, las esculturas que la propia naturaleza había ido tallando. La historia antigua de la región estaba abierta y a la vista de cualquiera, como las páginas de un libro.

Léonie oía el rumor del río Salz al correr a la par del coche, compañero fiel, unas veces a la vista, así fuera un mero cabrillear del agua, otras oculto. Como en un juego del escondite, el agua canturreaba para hacer notar su presencia, salpicando sobre las piedras, corriendo veloz entre las ramas enmarañadas de los sauces que pendían a flor del agua misma, una guía que los iba acercando cada vez más a su destino.

C
APÍTULO
23

Rennes-les-Bains

L
os caballos pasaron ruidosamente un puente bajo y aminoraron la marcha hasta ponerse al trote. Más adelante, en una curva del camino, Léonie tuvo su primer atisbo de Rennes-les-Bains. Vio un edificio blanco, de tres plantas, con un rótulo en el que se anunciaba el hotel Reine. Junto a él se apiñaban unos cuantos edificios de aspecto imponente, sin adornos de ninguna clase, que supuso que debían de ser los del establecimiento termal.

El
courrier
frenó aún más, hasta ponerse los caballos al paso al enfilar por la calle principal. A la derecha limitaba con la gran pared grisácea de la propia montaña. A la izquierda se veía una hilera de casas, pensiones y hoteles. Las farolas de gas, enmarcadas en montantes de metal recio, estaban encastradas en las paredes.

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