Read Sentido y Sensibilidad Online

Authors: Jane Austen

Tags: #Clásico,Romántico

Sentido y Sensibilidad (5 page)

Lady Middleton se preciaba de la elegancia de su mesa y de todos sus arreglos domésticos, y de esta clase de vanidad extraía las mayores satisfacciones en todas sus reuniones. En cambio, el gusto de sir John por la vida social era mucho más real; disfrutaba de reunir en torno a él a más gente joven de la que cabía en su casa, y mientras más ruidosa era, mayor su placer. Era una bendición para toda la juventud de la vecindad, ya que en verano constantemente reunía grupos de personas para comer jamón y pollo frío al aire libre, y en invierno sus bailes privados eran lo suficientemente numerosos para cualquier muchacha que ya hubiera dejado atrás el insaciable apetito de los quince años. La llegada de una nueva familia a la región era siempre motivo de alegría para él, y desde todo punto de vista estaba encantado con los inquilinos que había conseguido para su cabaña en Barton. Las señoritas Dashwood eran jóvenes, bonitas y sencillas, de modales poco afectados. Eso bastaba para asegurar su buena opinión, porque la falta de afectación era todo lo que una chica bonita podía necesitar para hacer de su espíritu algo tan cautivador como su apariencia. Complació a sir John en su carácter amistoso la posibilidad de hacer un favor a aquellos cuya situación podía considerarse adversa si se la comparaba con la que habían tenido en el pasado. Así, sus muestras de bondad a sus primas satisfacían su buen corazón; y al establecer en la casita de Barton a una familia compuesta solamente de mujeres, obtenía todos los placeres de un deportista; porque un deportista, aunque sólo estima a los representantes de su sexo que también lo son, pocas veces se muestra deseoso de fomentar sus gustos alojándolos en su propio coto.

La señora Dashwood y sus hijas fueron recibidas en la puerta de la casa por sir John, quien les dio la bienvenida a Barton Park con espontánea sinceridad; y mientras las guiaba hasta el salón, repetía a las jóvenes la preocupación que el mismo tema le había causado el día anterior, esto es, no poder conseguir ningún joven elegante e ingenioso para presentarles. Ahí sólo habría otro caballero además de él, les dijo; un amigo muy especial que' se estaba quedando en la finca, pero que no era ni muy joven ni muy alegre. Esperaba que le disculparan lo escaso de la concurrencia y les aseguró que ello no volvería a repetirse. Había estado con varias familias esa mañana, en la esperanza de conseguir a alguien más para hacer mayor el grupo, pero había luna y todos estaban llenos de compromisos para esa noche. Afortunadamente, la madre de lady Middleton había llegado a Barton a última hora, y como era una mujer muy alegre y agradable, esperaba que las jóvenes no encontrarían la reunión tan aburrida como podrían imaginar. Las jóvenes, al igual que su madre, estaban perfectamente satisfechas con tener a dos personas por completo desconocidas entre la concurrencia, y no deseaban más.

La señora Jennings, la madre de lady Middleton, era una mujer ya mayor, de excelente humor, gorda y alegre que hablaba en cantidades, parecía muy feliz y algo vulgar. Estaba llena de bromas y risas, y antes del final de la cena había dado repetidas muestras de su ingenio en el tema de enamorados y maridos; había manifestado sus esperanzas de que las muchachas no hubieran dejado sus corazones en Sussex, y cada vez fingía haberlas visto ruborizarse, ya sea que lo hubieran hecho o no. Marianne se sintió molesta por ello a causa de su hermana y, para ver cómo sobrellevaba estos ataques,, miró a Elinor con una ansiedad que le produjo a ésta una incomodidad mucho mayor que la que podían generar las triviales bufonadas de la señora Jennings.

El coronel Brandon, el amigo de sir John, con sus modales silenciosos y serios, parecía tan poco adecuado para ser su amigo como lady Middleton para ser su esposa, o la señora Jennings para ser la madre de lady Middleton. Su apariencia, sin embargo, no era desagradable, a pesar de que a juicio de Marianne y Margaret era un solterón sin remedio, porque ya había pasado los treinta y cinco y entrado a la zona deslucida de la vida; pero aunque no era de rostro apuesto, había inteligencia en su semblante y una particular caballerosidad en su trato.

Nadie de la concurrencia tenía nada que lo recomendara como compañía para las Dashwood; pero la fría insipidez de lady Middleton era tan especialmente poco grata, que comparadas con ella la gravedad del coronel Brandon, e incluso la bulliciosa alegría de sir John y su suegra, eran interesantes. La alegría de lady Middleton sólo pareció brotar después de la cena con la entrada de sus cuatro ruidosos hijos, que la tironearon de aquí allá, desgarraron su ropa y pusieron fin a todo tipo de conversación, salvo la referida a ellos.

Al atardecer, como se descubriera que Marianne tenía aptitudes musicales, la invitaron a tocar. Abrieron el instrumento, todos se prepararon para sentirse encantados, y Marianne, que cantaba muy bien, a su pedido recorrió la mayoría de las canciones que lady Middleton había aportado a la familia al casarse, y que quizá habían permanecido desde entonces en la misma posición sobre el piano, ya que su señoría había celebrado ese acontecimiento renunciando a la música, aunque según su madre tocaba extremadamente bien y, según ella misma, era muy aficionada a hacerlo.

La actuación de Marianne fue muy aplaudida. Sir John manifestaba sonoramente su admiración al finalizar cada pieza, e igualmente sonora era su conversación con los demás mientras duraba la canción. A menudo lady Middleton lo llamaba al orden, se extrañaba de que alguien pudiera distraer su atención de la música siquiera por un momento y le pedía a Marianne que cantara una canción en especial que ella acababa de terminar. Sólo el coronel Brandon, entre toda la concurrencia, la escuchaba sin arrebatos. Su único cumplido era es —cucharla, y en ese momento ella sintió por él un respeto que los otros con toda razón habían perdido por su desvergonzada falta de gusto. El placer que el coronel había mostrado ante la música, aunque no llegaba a ese éxtasis que, con exclusión de cualquier otro, ella consideraba compatible con su propio deleite, era digno de estimación frente a la horrible insensibilidad del resto; y ella era lo bastante sensata como para conceder que un hombre de treinta y cinco años bien podía haber dejado atrás en su vida toda agudeza de sentimientos y cada exquisita facultad de gozo. Estaba perfectamente dispuesta a hacer todas las concesiones necesarias a la avanzada edad del coronel que un espíritu humanitario exigiría.

CAPITULO VIII

En su viudez, la señora Jennings había quedado en poder de una generosa renta por el usufructo de los bienes dejados por su marido. Sólo tenía dos hijas, a las que había llegado a ver respetablemente casadas y, por tanto, ahora no tenía nada que hacer sino casar al resto del mundo. Hasta donde era capaz, era celosamente activa en el cumplimiento de este objetivo y no perdía oportunidad de planificar matrimonios entre los jóvenes que conocía. Era de notable rapidez para descubrir quién se sentía atraído por quién, y había gozado del mérito de hacer subir los rubores y la vanidad de muchas jóvenes con insinuaciones relativas a su poder sobre tal o cual joven; y apenas llegada a Barton, este tipo de perspicacia le permitió anunciar que el coronel Brandon estaba muy enamorado de Marianne Dashwood. Más bien, sospechó que así era la Primera tarde que estuvieron juntos, por la atención con que la escuchó cantar; y cuando los Middleton devolvieron la visita y cenaron en la cabaña, se cercioró de ello al ver otra vez cómo la escuchaba. Tenía que ser así. Estaba totalmente convencida de ello. Sería una excelente unión, porque
el
era rico
y ella
era hermosa. Desde el momento —mismo en que había conocido al coronel Brandon, debido a sus lazos con sir John, la señora Jennings había ansiado verlo bien casado; y, además, nunca flaqueaba en el afán de conseguirle un buen marido a cada muchacha bonita.

La ventaja inmediata que obtuvo de ello no fue de ninguna manera insignificante, porque la proveyó de interminables bromas a costa de ambos. En Barton Park se reía del coronel, y en la cabaña, de Marianne. Al primero, probablemente esas chanzas le eran totalmente indiferentes, ya que sólo lo afectaban a él; pero para la segunda, al comienzo fueron incomprensibles; y cuando entendió, su objeto, no sabía si reírse de lo absurdas que eran o censurar su impertinencia, ya que las consideraba un comentario insensible a los avanzados años del coronel y a su triste condición de solterón.

La señora Dashwood, que no podía considerar a un hombre cinco años menor que ella tan excesivamente anciano como aparecía ante la juvenil imaginación de su hija, intentó limpiar a la señora Jennings del cargo de haber querido ridiculizar su edad.

—Pero, mamá, al menos no podrá negar lo absurdo de la acusación, aunque no la crea intencionalmente maliciosa. Por supuesto que el coronel Brandon es más joven que la señora Jennings, pero es lo suficientemente viejo para ser mi
padre; y
si llegara a tener el ánimo suficiente para enamorarse, ya debe haber olvidado qué se siente en esos casos. ¡Es demasiado ridículo! ¿Cuándo podrá un hombre liberarse de tales ingeniosidades, si la edad y su debilidad no lo protegen?

—¡Debilidad! —exclamó Elinor—. ¿Llamas débil al coronel Brandon? Fácilmente puedo suponer que a ti su edad te parezca mucho mayor que a mi madre, pero es difícil que te engañes respecto a que sí está en uso de sus extremidades.

¿No lo escuchaste quejarse de reumatismo? ¿Y no es ésa la primera debilidad de una vida que declina?

—¡Mi querida niña! —dijo la madre, riendo—, entonces debes estar en continuo terror de que
yo
haya entrado también en la decadencia; y debe parecerte un milagro que mi vida haya llegado a la avanzada edad de cuarenta años.

—Mamá, no está siendo justa conmigo. Sé perfectamente que el coronel Brandon no es tan viejo como para que sus amigos teman perderlo por causas propias del curso de la naturaleza. Puede vivir veinte años más. Pero treinta y cinco años no tienen nada que ver con el matrimonio.

—Quizá —dijo Elinor—, sea mejor que una persona de treinta y cinco y otra de diecisiete no tengan nada que ver con un matrimonio entre sí. Pero si por casualidad llegara a tratarse de una mujer soltera a los veintisiete, no creo que el hecho de que el coronel Brandon tenga treinta y cinco le despertaría ninguna objeción a que se casara con
ella
.

—Una mujer de veintisiete —dijo Marianne, después de una pequeña pausa— jamás podría esperar sentir o inspirar afecto nuevamente; y si su hogar no es cómodo, o su fortuna es pequeña, supongo que podría intentar conformarse con desempeñar el oficio de institutriz, para así obtener la Seguridad con que cuenta una esposa. Por tanto, si el coronel se casara con una mujer en esa condición, no habría nada inapropiado. Sería un pacto de conveniencia y el mundo estaría satisfecho. A mis ojos no sería en absoluto un matrimonio, pero eso no importa. A mí me parecería sólo un intercambio comercial, en que cada uno querría beneficiarse a costa del otro.

—Sé —dijo Elinor— que sería imposible convencerte de que una mujer de veintisiete pueda sentir por un hombre de treinta y cinco algo que ni siquiera se acerque a ese amor que lo transformaría en un compañero deseable para ella. Pero debo objetar que condenes al coronel Brandon y a su esposa al perpetuo encierro en una habitación de enfermo, por la simple razón de que ayer (un día muy frío y húmedo) él llegó a quejarse de una leve sensación reumática en uno de sus hombros.

—Pero él mencionó camisetas de franela —dijo Marianne—; y para mí, una camiseta de franela está invariablemente unida a dolores, calambres, reumatismo, y todos los males que pueden afligir a los ancianos y débiles.

—Si tan sólo hubiera estado sufriendo de una fiebre violenta, no lo habrías menospreciado tanto. Confiesa, Marianne, ¿no sientes que hay algo interesante en las mejillas encendidas, ojos hundidos y pulso acelerado de la fiebre?

Poco después, cuando Elinor hubo abandonado la habitación, dijo Marianne:

—Mamá, tengo una preocupación en este tema de las enfermedades que no puedo ocultarle. Estoy segura de que Edward Ferrars no está bien. Ya llevamos acá cerca de quince días y todavía no viene. Tan sólo una verdadera indisposición podría ocasionar esta extraordinaria tardanza. ¿Qué otra cosa puede detenerlo en Norland?

—¿Tú pensabas que él vendría tan pronto? —dijo la señora Dashwood—.
Yo
no. Al contrario, si me he llegado a sentir ansiosa al respecto, ha sido al recordar que a veces él mostraba una cierta falta de placer ante mi invitación y poca disposición a aceptar cuando le mencionaba su venida a Barton. ¿Es que Elinor lo espera ya?

—Nunca se lo he mencionado a ella, pero por supuesto tiene que estar esperándolo.

—Creo que te equivocas, porque cuando ayer le hablaba de conseguir una nueva rejilla para la chimenea del dormitorio de alojados, señaló que no había ninguna urgencia, como si la habitación no fuera a ser ocupada por algún tiempo.

—¡Qué extraño es todo esto! ¿Qué puede significar? ¡Pero todo en la forma en que se han tratado entre ellos ha sido inexplicable! ¡Cuán frío, cuán formal fue su último adiós! ¡Qué desganada su conversación la última tarde que estuvieron juntos! Al despedirse, Edward no hizo ninguna diferencia entre Elinor y yo: para ambas tuvo los buenos deseos de un hermano afectuoso. Dos veces los dejé solos a propósito la última mañana, y cada vez él, de la manera más inexplicable, me siguió fuera de la habitación. Y Elinor, al dejar Norland y a Edward, no lloró como yo lo hice. Incluso ahora su autocontrol es invariable. ¿Cuándo está abatida o melancólica? ¿Cuándo intenta evitar la compañía de otros, o parece inquieta e insatisfecha con ella misma?

CAPITULO IX

Las Dashwood estaban instaladas ahora en Barton con bastante comodidad. La casa y el jardín, con todos los objetos que los rodeaban, ya les eran familiares; poco a poco retomaban las ocupaciones cotidianas que habían dado la mitad de su encanto a Norland, pero esta vez con mucho mayor placer que el que allí habían logrado desde la muerte de su padre. Sir John Middleton, que las visitó diariamente durante los primeros quince días y que no estaba acostumbrado a ver demasiados quehaceres en su hogar, no podía ocultar su asombro por encontrarlas siempre ocupadas.

Sus, visitantes, excepto los de Barton Park, no eran muchos. A pesar de los perentorios ruegos de sir John para que se integraran más al vecindario y de haberles asegurado repetidamente que su carruaje estaba siempre a su disposición, la independencia de espíritu de la señora Dashwood venció su deseo de vida social para sus hijas; y con gran decisión rehusó visitar a ninguna familia cuya casa quedara a mayor distancia que la que se podía recorrer caminando. Había pocas que cumplieran tal requisito, y no todas ellas eran asequibles. Aproximadamente a milla y media de la cabaña, junto al angosto y sinuoso valle de Allenham, que nacía del de Barton, tal como ya se ha descrito, en una de sus primeras caminatas las muchachas habían descubierto una mansión de aire respetable que, al recordarles un poco a Norland, despertó interés en sus imaginaciones y las hizo desear conocerla más. Pero a sus preguntas les respondieron que su propietaria, una dama anciana de muy buen carácter, desgraciadamente estaba demasiado débil para compartir con el resto del mundo y nunca se alejaba de su hogar.

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