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Authors: Antonio Muñoz Molina

Sefarad (48 page)

Yo lo veía desde mi ventana, como veía a tanta gente, hombres y mujeres, conocidos y desconocidos, figuras que pasaban por el diorama irreal de mi vida en aquel tiempo, lo veía cruzar el paso de peatones con ademán resuelto y con su carpeta apretada entre los brazos, como para que un golpe de viento o un ladrón no se la arrebataran, y de algún modo ese hombre que yo distinguía entre la multitud y cuyos movimientos y gestos podía predecir desde mi observatorio no era el mismo que unos minutos más tarde entraba en mi oficina y me preguntaba si yo creía que esa mañana vendría el gerente.

Yo fingía hacerle caso, y luego fingía que estaba muy ocupado, que ordenaba recortes o expedientes sobre la mesa o cotejaba cifras en un informe económico. Quería quedarme solo cuanto antes, regresar al libro o a la carta que la visita había interrumpido, y la impaciencia poco a poco se me convertía en irritación, aunque intentaba contenerla. No, esta mañana ya no vendrá el gerente, me ha llamado para que cancele todas sus citas porque está en una reunión muy importante, y el hombre cerraba de nuevo su carpeta, se ponía en pie apretándola entre las grandes manos de albañil o de herrero, decoradas con anillos como de un rudo esplendor asiático, y un minuto después de que hubiera salido de la oficina yo lo veía cruzar la calle ensimismado y un poco más lento que cuando lo vi venir, pero igual de decidido, concediéndose un plazo más de espera sin rendirse al desánimo, quizás recitándose en la imaginación alborotada versos de Lorca y sermones evangélicos en castellano y romaní: pero ahora pienso, de pronto, justo mientras escribo, que aquel hombre no estaba más enajenado que yo mismo, y me pregunto cómo habría podido verme alguien que me observara entonces desde una ventana sin que yo lo advirtiese, mientras caminaba por esas mismas calles tan intoxicado de palabras y quimeras como el poeta calé, la figura de un conocido que a esa distancia se vuelve un extraño y apenas ve lo que tiene a su alrededor, la ciudad habitada de fantasmas turbios del deseo y de los libros. No veían a Phillip Marlowe, ni al Hombre Invisible, ni a Franz Kafka, ni a Bernardo Soares: sólo a un empleado serio y vulgar de unos treinta años que todos los días sale de la oficina a la misma hora y lee un libro en la parada del autobús, a veces mientras anda por la calle, y cada cierto tiempo, una vez a la semana, desliza una carta en el buzón de
Extranjero-Urgente
que hay en un lateral del edificio de Correos.

Alguien aguarda ahora en la antesala, me pide permiso ceremoniosamente para pasar a mi despacho. Yo escondo en el cajón la carta o el libro que estaba leyendo. De todas las caras y los nombres de entonces, borrados desde hace mucho tiempo, surge una figura, ya sin nombre, y después otra que lo conserva intacto. Imágenes separadas, como fotogramas de dos historias distintas, pero las dos, al principio, instaladas en el mismo lugar y en la misma actitud, en la penumbra de la antesala mustia donde esperan horas o días los solicitantes. Primero un hombre, y luego una mujer, y tras esa precisión viene otra, la de los dos acentos diversos con los que me hablan. Escucho en el silencio en que sólo suena el teclado, veo como cerrando los ojos, aunque los tengo abiertos frente a la pantalla en la que las palabras surgen casi con la misma impremeditación con que aparecen las imágenes: la mujer no está sola, tiene un niño en brazos, o sentado en las rodillas, porque no es un bebé, sino un niño de dos o tres años. Qué suerte, me dice ella, que habla con un acento del Río de la Plata, montevideano o porteño, me alegro tanto de que él no pueda recordar.

El hombre habla un español meticuloso y un poco rígido, que aprendió en su país, ya no me acuerdo si Rumania o Bulgaria, cuando era adolescente y se imaginaba España no como un país real, sino como un reino fabuloso de la literatura y de la música, sobre todo de la música, las piezas de inspiración española que iba estudiando en el conservatorio, en su lejana edad de niño prodigio, cuando asombraba a sus profesores tocando de memoria al piano pasajes difíciles de Albéniz, de Falla o Debussy, invocaciones de jardines a la luz de la Luna y de palacios musulmanes con resplandores de pedrería y rumores de fuentes. Leía traducciones de Washington Irving y escuchaba y aprendía rápidamente a tocar la
Rapsodia española
, de Ravel y el
Atardecer en Granada
, de Debussy, que no había visto la ciudad cuando escribió esa música, me contó el pianista, y que en realidad nunca viajó a España, teniéndola tan cerca y habiendo escrito tanta música en que la invocaba. Me dijo que la primera vez que se paseó por la Alhambra, después de escapar de su país, esa música de Debussy iba sonando exactamente en su imaginación, y que le parecía que reconocía las cosas según iba viéndolas, que se las habían anticipado no las fotografías ni los grabados de los libros sino las tenues notas del piano.

Al principio fue un solicitante como cualquier otro, aunque algo mejor vestido, con modales más correctos, tan meticulosos como su manejo de la lengua española, alguien que aguardaba en la media luz de la antesala, hojeando una revista sobre la mesa baja, como si estuviera en la sala de espera de un médico. También traía su dossier, su carpeta de recortes y fotocopias, pero la tenía más organizada de lo que era normal, como con un acabado más perfecto, las hojas protegidas por fundas de plástico, algunas con fotos y programas en color de recitales por ciudades del centro de Europa, algunas veces con los textos en caracteres cirílicos. En la portada del dossier estaba su foto a gran tamaño, una foto profesional de artista, aunque algo anticuada, una versión más joven y fornida del hombre que yo tenía ante mí, con el pelo largo de impetuoso concertista romántico, con un frac muy ceñido, el codo apoyado en la tapa de un piano, la mano en la mejilla y el dedo índice en la frente, en una actitud de ensoñación, de consumado virtuosismo. O tal vez estoy recordando la portada del disco de música española que había publicado en el momento más prometedor de su carrera, y que se empeñó en regalarme aunque previamente me había dicho que le quedaban muy pocos ejemplares, porque todos sus discos y sus libros, todo lo escaso y valioso que tenía, salvo sus credenciales de músico, todo lo había dejado atrás al marcharse, al otro lado de la frontera que entonces dividía Europa y parecía que iba a durar siempre. No deserté, no me escapé, decía: me fui, como se dice en español, y ponía mucho cuidado al enunciar el giro castizo,
porque me dio la real de la gana
, porque no quería pasarme el resto de mi vida obedeciendo, temiendo que mi vecino o mi colega fuera un espía o que hubiera micrófonos ocultos hasta en el camerino del auditorio donde iba a tocar. Pero no fue por un impulso de disidencia política, aseguraba, sentado en mi despacho, mientras yo deseaba que se fuera para quedarme otra vez solo y él hacía tiempo por si esa mañana llegaba el gerente: ¿Sabe por qué me fui de verdad, por qué no soportaba más vivir en mi país? Por aburrimiento. Porque todo era siempre igual, la cara del jefe del gobierno en todos los carteles y en todos los periódicos y en la televisión y su voz en la radio, y porque todo era muy difícil, y muchas veces imposible, las cosas que para ustedes en Occidente son normales, comprar un bote de champú o buscar un número de teléfono en la guía. En mi país no hay guías de teléfono, y es dificilísimo conseguir una fotocopia, o un permiso para viajar al extranjero, y si intentas introducir una máquina de escribir te la confiscan en la aduana y además te ponen en la lista de los sospechosos. Pero qué digo de mi país. Mi país ahora es España.

Dejó a un lado el dossier, asegurándose de que abrochaba bien el álbum para que no se saliera ninguna fotografía, programa o recorte, buscó en el interior su chaqueta demasiado ceñida —de terciopelo, me acuerdo ahora, con las solapas muy anchas, como de un dandismo obsoleto o erróneo, una chaqueta más de cantante melódico que de pianista—, y por un momento se le puso cara de alarma y palpó todos los bolsillos, mirándome con una sonrisa de embarazo y disculpa, como si yo fuera un policía que le hubiera pedido la documentación: fueron sólo unos segundos, porque enseguida los dedos ansiosos tocaron lo que buscaban, las tapas flexibles de un pasaporte tan cuidado que parecía nuevo, igual que el carnet de identidad que me enseñó a continuación el pianista, con su foto en color bajo el plástico liso y su raro nombre rumano o eslavo que ya he olvidado.

Sus dedos largos y pálidos tocaban esos documentos con delicada reverencia, con el asombro incrédulo de que de verdad existieran, con la incertidumbre de que pudieran perderse. Tantos años viviendo en un país del que sólo deseaba irse y visitar otro que él sólo conocía por los libros y la música, por los nombres sonoros de las partituras que aprendía sin ninguna dificultad en el Conservatorio, tanto miedo en vísperas de la decisión final, cuando saltó por la ventana del lavabo de un camerino para que no lo vieran sus compañeros de gira por España ni los agentes de la policía política que los vigilaban, tanto tiempo esperando, haciendo declaraciones en despachos policiales y presentando papeles, viviendo en albergues de la Cruz Roja o en pensiones ínfimas, con el miedo permanente a ser expulsados o, peor aún, repatriado, qué horrorosa palabra, me dijo, sin dinero, sin identidad, en tierra de nadie, entre la vida de la que había escapado y la que no llegaba a empezar, despojado de las seguridades y privilegios que disfrutó como pianista de renombre en su país, inseguro sobre las expectativas de emprender aquí una nueva carrera, siendo un desconocido.

La expresión deslumbrada de quien sostuvo mucho tiempo un sueño y logró realizarlo contrastaba en su cara, en su mirada, en su presencia general, con los síntomas de una melancólica y gradual capitulación ante las adversidades de la realidad que trajo consigo el cumplimiento del sueño. Había sido un niño prodigio en el conservatorio de Bucarest o de Sofía, y su colección de recortes y programas atestiguaba una carrera distinguida por salas de conciertos del este de Europa. Pero ahora perdía mañanas enteras en la antesala de mi oficina aguardando la decisión sobre un contrato que le garantizaría, como máximo, dos o tres actuaciones en centros culturales de la periferia, en salones de actos con mala acústica y pianos mediocres y mal afinados.

No se permitía el desánimo, y si entraba en mi oficina y yo le decía que el gerente no iba a venir o que aún no estaban empezados los trámites para su contratación, me sonreía débilmente y me daba las gracias e inclinaba la cabeza antes de salir con una mezcla de antigua cortesía centroeuropea y de rigidez comunista, con un instinto de obediencia medrosa a cualquier funcionario que tal vez ya no perdería nunca. Era un hombre joven, menudo, que en el recuerdo ya muy débil se me presenta parecido a Román Polanski: seguramente ya no era joven, pero conservaba, igual que Polanski en las fotos, un aire invariable de juventud, una especie de viveza fugitiva en la mirada y en los ademanes, que a una cierta distancia borraban los signos de la edad ya muy marcados en los rasgos.

Daba clases particulares, buscaba y aceptaba conciertos casi en cualquier parte, cobrando muy poco, cachets a veces tan bajos que cuando hacía cuentas se decía a sí mismo, con uno de esos giros españoles que le gustaban tanto,
lo comido por lo servido
. Pero también se decía,
menos da una piedra
, y
más vale pájaro en mano que ciento volando
, en su concienzudo español aprendido apasionadamente en una capital de tranvías decrépitos, de inviernos larguísimos y noches prematuras, hablado a solas con una íntima felicidad de escapatoria y rebeldía, con la conciencia de que al estudiar esa lengua estaba anticipando un atributo necesario y tangible del sueño que le alimentaba la vida, igual que al aprender a tocar en el piano los pasajes más difíciles de la suite
Iberia
de Albéniz o la
Rapsodia española
de Ravel. Y ahora, aunque veía que los frutos de su sueño cumplido eran tan mezquinos, porque en España no contaban para nada los méritos de su antigua carrera de virtuoso del piano, y tenía que actuar, las raras veces que lograba un contrato, en sitios lamentables, aunque se veía en su ropa decente y gastada que vivía bajo el agobio constante de la necesidad, aun así no se permitía a sí mismo rendirse al desaliento, y seguía mostrando un entusiasmo agradecido por todas las cosas de su nuevo país, una felicidad que vista desde fuera parecía algo patética, como la de un enamorado al que sabemos que su amante desdeña o maltrata y sin embargo sigue conservando hacia ella una devoción ilimitada, fuera de proporción con los dones tan escasos que recibe.

He olvidado tantas cosas de entonces, las he querido borrar de mi memoria para que no me la infectaran de remordimiento y vergüenza, de disgusto de mí mismo. Pero ahora me acuerdo de algo que me contó ese hombre, el pianista búlgaro o rumano, no sé si en mi oficina o en uno de los bares de los callejones donde desayunábamos los empleados de baja graduación, quizás una vez que se empeñó en invitarme a un café o a una caña, para celebrar modestamente que por fin le habían contratado un concierto, o que lo había cobrado después de días o semanas de tortuosas dilaciones administrativas.

Volvía a España desde París, en un tren nocturno que llegó al amanecer a la frontera de Irán. Era la primera vez que viajaba con su nueva documentación española. Había participado en un festival benéfico de artistas de su país en el exilio. No pudo dormir en toda la noche, por culpa de la incomodidad del asiento de segunda, agravada por la descortesía de los viajeros y los revisores franceses, que casi en cada estación le forzaban a levantarse, porque su billete era el más barato y no tenía derecho a reserva. Pero estaba nervioso, sobre todo, porque era la primera vez que iba a entrar en España con su nueva documentación, el pasaporte y el carnet de identidad que le habían entregado muy poco tiempo antes. En el departamento a oscuras, entre los pasajeros que roncaban, se palpaba los bolsillos de la chaqueta y del abrigo buscando una y otra vez su billete, su pasaporte, su carnet de identidad, y cada vez le parecía que los había perdido, o que tenía un documento y le faltaba otro, y cuando los encontraba volvía a guardarlos en un sitio que le parecía más seguro, el interior de un forro o un bolsillo con cremallera de su bolsa de viaje, pero ese nuevo escondite era tan improbable que se le olvidaba si se quedaba un rato vencido por el sueño. Abría los ojos con un sobresalto, buscaba sus papeles y ahora sí que estaba seguro de haberlos perdido, o de que uno de esos ladrones que rondan los trenes nocturnos se lo habría robado. Recordaba las horas de angustia y miedo en los puestos fronterizos de los países comunistas, la revisión lentísima de papeles y los signos de alarma cuando estaba a punto de cruzar una frontera y parecía que un defecto burocrático en algún documento lo iba a dejar atrapado. Decidió no volver a dormirse, guardar todos los papeles juntos en un solo bolsillo y no volver a moverlos y ni siquiera a tocarlos. Intentaba averiguar la hora a la escasa luz violeta encendida en el techo del vagón y en las paradas se fijaba en los nombres de las estaciones queriendo calcular cuánto faltaba todavía para Irún, impaciente por llegar y también asustado, más nervioso según el tren parecía que aumentaba la velocidad al aproximarse a la frontera. Tenía, como tantas veces en su vida, la sensación de no compartir la normalidad de las personas que le rodeaban, los viajeros españoles o franceses que dormían con toda tranquilidad en el departamento, seguros del orden de las cosas, perfectamente instalados en el mundo, a diferencia de él, que siempre había tendido a sentirse un intruso, y a no dar nada por garantizado y temer siempre que sobreviniera lo imprevisto.

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