Read Sakamura, Corrales y los muertos rientes Online

Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor

Sakamura, Corrales y los muertos rientes (25 page)

—¿A Lyon?, ¿y por qué a Lyon?

—Cariño: en Lyon está la central europea de la Interpol... Pero si te interesa puedo decirte adónde va dirigida exactamente.

—No sabes bien lo muchísimo que me interesa —dijo el
President
, pero enseguida se arrepintió de haber mostrado tantas ganas—: Quiero decir: de pende de lo que cueste comprar esa información, claro...

—Mmmm, invita la casa... En realidad, lo sé porque como el inspector no escribe más que japonés he tenido que rellenarle la dirección de envío en la agencia de transportes. Iba dirigida al comisario FréreJacques, rue des Policiens n.'45...

Corrales había terminado de hacer su equipaje en el Gran Hotel dels Pirineus y se acercó a la habitación del inspector con su bolsa de deporte del Real Madriz.

—¿Así que ya hemos terminao la misión, Maestro...?

—Ah, sí, mucha misión terminada —dijo el inspector, mientras fregaba el suelo con su bayeta húmeda.

—Ya... Y ahora qué: se vuelve usté con los gabachos...

—Una cosa sola: ¿qué cosa es Ga Ba Cho? —preguntó el inspector, asomando la cabeza por debajo de la cama.

—Los franchutes de la Francia, esos que tienen la Torre Fiel y hablan con la erre que parece que saquen gargajos...

—Ah, sí: yo vuelve central de Interpol. Investiga mucho delito europeo.

—Oiga, ¿y no necesitará usté un ayudante de la guardia civil pa los casos difíciles?

El inspector salió completamente de debajo de la cama para aclarar la bayeta y, de camino al baño, se plantó ante Corrales con las manos a la espalda y sus ojillos invisibles apuntando directamente a las pupilas del cabo.

—Tú mucho guardia civil español de aduana. Gran misión importante. Mucha parienta catalana espera Calabellá, sí.

—Na, si a la parienta con verla los fines de semana... Y además en la aduana m'aburro. Antes aún, que había trapicheos y cosas, pero con esto del Mercao Común y la Unión Europea...

—Ah, no aburre: tú gran guardián vigila país. Persona importante, mucho honor español, sí dijo el inspector, componiendo una pantomima de gue rrero samurái vigilando los confines del mar con cara de pocos amigos.

Corrales se quedó un momento pensativo mientras el inspector se acercaba al lavamanos para enjuagar la bayeta.

—Hombre, visto así... Pero de todas maneras, alguna vez le tocará a usté volver a España a investigar algún muerto, o lo que sea, ¿no?

—Ah, sí, mucho seguro.

—Pues que cuente conmigo pa lo que sea... »Joder, Maestro, ¿las baldosas del wáter también las friega?, si fuera por listé las mujeres de la limpieza iban a tener que meterse a putas pa ganarse la vida...

La Encapuchada n.° 1 había estado aullando consignas revolucionarias en las dependencias de la comisaría central de Andorra la Vella hasta quedarse afónica. Mientras, observándola con aprensión desde su despacho acristalado, el jefe de la policía andorrana trataba de dilucidar qué procedía hacer con aquellos seis individuos autoproclamados «patriotas vascos» que, alternativamente, amenazaban con hacer huelga de hambre o autoinmolarse a cabezazos si no eran puestos en libertad de inmediato.

En realidad, para la policía andorrana no había motivo de detención puesto que no habían incurrido en más desorden que el de aparecer esposados en un parquin. Tampoco la Interpol, según había deducido de la mímica de aquel extraño inspector sin ojos, estaba interesada en ellos, aunque sí parecía estarlo, y mucho, en aquel cacharro que había en el maletero del Chrysler Voyager y que el inspector se había empeñado en enviar inmediatamente a Lyon. Por otro lado, el Voyager, a juzgar por la documentación, había sido presumiblemente robado en España, de modo que quizá la policía española tuviera algún interés en aquellos individuos, si bien investigar este extremo no le incumbía en absoluto a la policía andorrana. Y, por último, lo que seguro no convenía era dejarlos deambular a su libre albedrío por Andorra, en especial a aquella loca de la falda de tubo y las botas militares, que aun esposada había abollado un archivador, escupido enormes gargajos sobre varios expedientes distantes varios metros de su posición, y mordido a un agente que la sujetó para evitar que volcara a coces el botellón del agua.

Finalmente, a la vista de aquella plaga, el jefe de la policía se inclinó por la solución más sencilla.

Se levantó de su butaca y salió a la sala donde estaban los seis en fila, esposados a un banco para que no pudieran romper nada más. Evitó encararse a la loca con botas —a pesar de que parecía ya un poco cansada después de tanto gritar y patalear—, desestimó también al tímido sentado a su lado y a los dos mostrencos de 1,90, y se detuvo ante los dos que parecían más listos:

—Ahora escoltaremos su vehículo hasta una de las fronteras: quedarán ustedes en libertad en cuanto la hayan cruzado; pueden elegir entre la española o la francesa —les anunció sin más explicaciones.

—La francesa —dijeron al unísono n.° 5 y n.° 6. Sin embargo, la loca de las botas quiso puntualizar con su voz afónica pero siempre potente: —Oye, que le quede claro a este mamarracho que a nosotros no nos expulsa nadie de un país, y menos de una mierda de país como éste, joder, que nos vamos a Francia porque nosotros queremos, la hostia.

Después de la conversación telefónica con el inspector Sakamura, el comisario FréreJacques pensó con alivio que podían dar por neutralizado el Reconector de Calabella, que ya viajaba por carretera camino a Lyon desde Andorra la Vella.

Sin embargo, el comisario no podía olvidarse definitivamente del caso todavía. El hecho de que —según recomendación de la OMS— todo aquel asunto de los Reconectores hubiera de mantenerse discretamente oculto a la opinión pública significaba que era preciso, no sólo hacer desaparecer de la circulación aquellas malditas máquinas, sino también disimular sus efectos, lo cual equivalía a inventar toda clase de explicaciones rocambolescas sobre lo ocurrido a las víctimas. Era incluso más agotador que cuando cierto lobby de fabricantes de cerveza financiado por cierto otro lobby de cadenas de televisión empezó a incorporar en sus botellines el llamado Champions Gas, lo que impelió a millones de europeos —la mayoría varones— a apiñarse en los bares ante la emisión de anodinos encuentros deportivos que, de no haber sido intoxicados por aquella sustancia, les habrían importado un petit poie.

Pero en el caso del Reconector de Calabella que ahora ocupaba al comisario, había que buscarle explicación natural, no a un mero fenómeno de obnu bilación colectiva, sino nada menos que a cuatro cadáveres sonrientes. Eso a falta de lo que pudiera pasarles a los otros seis de la lista que había enviado el inspector Sakamura desde fEspagne.

A tal efecto, el comisario consultó al inspector

Alain Pelon —sorprendentemente dotado de una abundante cabellera—, que era doctor en bioquimica por la Sorbona y uno de los más ilustres especialistas en neurotoxicidad.

El doctor, haciendo gala de su portentosa erudición en la materia, procedió a escribir unas certeras palabras clave en el popular motor de búsqueda co nocido como Guglé Franl~aise, que en realidad era el Google normal pero con los letreros en francés y algunas alusiones a la grandeur de la patrie.

—Aquí hay una toxina que podría valernos, n'estce pas? erijo el doctor señalando la pantalla—: Actiolina Sardónica, produce tirantez en los músculos orbiculares, y como cualquier cosa en cantidades lo bastante grandes, yo juraría que puede ser mortal... —lY dónde se encuentra esa toxina? —preguntó el comisario FréreJacques, mirando la pantalla por encima del hombro del doctor.

—Al parecer la produce cierta variedad tropical de medusa, la Cnidaria esperitata, también llamada Gorro de Dormir por la forma de su exumbrela. La mayoría de las variedades son originarias del sudeste asiático: costas de Java, Sumatra, Borneo... ¿Le valdría eso?

El comisario FréreJacques lo consideró unos segundos. Desde luego Calabella era un puerto de mar y eso encajaba con las medusas, pero no terminó de gustarle el hecho de que las Gorro de Dormir fueran de tan lejos:

—¿No sería un tanto extraordinaire que hubieran llegado medusas de Borneo a l'Espagne? —le preguntó al experto.

Pas du tout. ¿No tuvieron plagas de conejos en Australia?, ¿no tenemos nosotros plagas de cangrejo norteamericano?, pues por la misma regla de trois podrían invadirnos les petites medusas de los mares del Sur, voilá. Y si no, siempre se puede hacer mención al cambio climático, que sirve estupendamente para justificar cualquier desastre...

—Bon, tampoco se trata de que cunda el pánico entre la población —consideró prudentemente el comisario—. Necesitamos algo un poco menos alar mante... Déjeme pensar... Supongamos que..., un barco venido de Borneo..., estuviera pescando en el Mediterráneo y..., hubiera usado carne de medusa asiática como... cebo para atraer a los..., digamos..., bancos de boquerones. ¿Suena verosímil?

—Eso depende de si los boquerones sienten algún apetito por las medusas —guardó reserva el doctor—. Podemos consultarlo en la Wikipédie frani7aise...

—No sé: de todas maneras tampoco resulta convincente que un barco de Borneo esté pescando boquerón en el Mediterráneo. Tendríamos que elaborar un poco más la idea...

En ese momento sonó el móvil del comisario: «Sur le pont d'Avignon fon y danse l'on y danse... Era el politono que identificaba a su secretaria, Mademoiselle Frigidoire:

Alló dijo el comisario, con su impecable acento francés nativo.

—Commissaire: tengo en la otra línea al Ministro del Interior de l'Espagne...

El comisario, siempre dispuesto a aceptar las cosas como venían, pensó que después de haber pasado horas intentado contactar con alguna autoridad española sin conseguirlo, aquello era una especie de feliz coincidencia.

Corrales y el inspector despidieron a jazmín en el parquin del hotel.

La Agente 69 había elegido para viajar a Ginebra un JeanPaul Gaultier color lima, unos Manolo's amarillos, su documentación falsa monegasca y el Lamborghini color pistacho que estaba aparcado entre la pequeña Porsche magnolia y el Alfa Romeo color sangría:

—Suiza resulta tantan radiante en verano... —dijo para justificar la elección.

Corrales le abrió la portezuela:

—Señorita: que sepa que el cabo Corrales de la Guardia Civil queda a su entera disposición para lo que sea de menester.

—Oh, qué galante y español... —dijo Jazmín, dejando que el galán español le rozara el dorso de la mano con el bigote de cepillo.

Corrales carraspeó, notando todavía el tenue perfume de la Agente 69 bajo la nariz:

—Maestro, le espero arriba dijo, dándole al inspector un codazo educado y fino, como requería la ocasión.

El inspector permaneció en su posición de espera, y Jazmín arrancó el motor antes de hablar: —Mmmm: ¿de verdad que va a dejar que vaya sola...? Oh, ya veo que sí: es usted tantan cruel conmigo... Si alguna vez quiere reconsiderar mi propuesta, mande recado a mi suite del hotel; tarde o temprano siempre paso por aquí.

—Aaaah, sí, yo mucho recado, ji ji.

Jazmín lanzó un beso con los dedos antes de accionar la palanca del cambio. El inspector saludó en gasso y el Lamborghini salió disparado rampa arriba, se detuvo un momento en la parte alta y desapareció con un chirrido de neumáticos hacia la luz del cielo. Corrales esperaba en la recepción del hotel, silbando bajito y balanceando su bolsa de deporte del Real Madriz con aire aburrido, o quizá mohíno. El inspector se le unió y, sin decir nada, ambos caminaron en dirección a la salida, donde ya les esperaba un taxi. Durante las casi cuatro horas que duró el trayecto hasta Calabella, apenas hablaron.

El inspector se sumió en una profunda reflexión sobre el azar y la voluntad, la búsqueda y los encuentros fortuitos, hasta que, en un momento de aproxi mación al satori, le pareció comprender el sentido de su extraño destino de monje policía.

Corrales, saturado de imágenes de acción, se quedó dormido y soñó con su infancia en Carabanchel, cuando a su vez soñaba con ser un agente del FBI con gafas de espejo.

Justo después de que la Agente 69 le diera la dirección de envío del Reconector, el
President
de la Generalitat le pidió a su secretaria que lo pusiera en comunicación inmediata con el Palacio Real.

Dos horas y media después, la Reina encontró el momento de ponerse al aparato:

—Majestad: me complace anunciarle que hemos encontrado el Reconector Neuronal, tal como Su Majestad había requerido —le dijo el
President
, en tono de niño obediente que ha hecho los deberes.

—¿El reconector de qué? —preguntó la Reina, que aquella noche había recibido la visita del zángano en sus aposentos y todavía tenía la cabeza en otra parte, quizá siguiendo las volutas del puro que fumaba con delectación sentada en su butaca Imperio. —La máquina de los idiomas... La que necesita el Presidente del Gobierno Central..., todo eso que ha pasado por culpa de los vascos...

—Ah, ¿ya la tienes? ¿Ves como todo se consigue si uno pone voluntad, tontorrón? Hala pues: envíala enseguida al Hospital de La Paz que la estarán esperando...

—Verá, Su Majestad, es que la máquina no la tenemos nosotros...

—¿Ah, no?, ¿entonces quién la tiene? —Está en la Interpol...

—Y eso qué es, ¿otro aparato?

—No me he explicado bien: me refiero a la policía internacional, que tiene las oficinas centrales en Lyon... Habría que pedirla desde el Gobierno de Madriz porque, como a nosotros nos tienen prohibido ser una nación, no tenemos ni selección de fútbol ni oficina nacional de la Interpol —alegó el
President
en su mejor tono victimista catalán.

La Reina Loles trató de que no se le acumulara mucha bilis Ogilvy.

—Vale: y ahora qué moños se supone que quieres que haga yo...

—Pues en fin..., quizá Su Majestad podría hablar con el Ministro de Interior para instarlo a solicitarle el Reconector al comisario FréreJacques, que según una información por la que, por cierto, hemos pagado una fortuna, es el que está al cargo...

—¿Y por qué no lo llamas tú directamente y se lo dices, alma cándida?, ¿es que tengo que hacerlo yo todo?

—Bueno, Su Majestad ya sabe que nosotros siempre procuramos cumplir con cualquier petición que nos haga la corona, pero una vez satisfecho su reque rimiento de ayer, como todo esto no ha sido culpa nuestra sino de los vascos, eh, pues me sabe mal que tengamos que vernos involucrados, ni ante el gobierno ni mucho menos ante la Interpol...

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