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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor

Sakamura, Corrales y los muertos rientes (16 page)

—Dice que no sabía qué contestar porque es muy fuerte decirle a tu mujer que no la entiendes, y yo le he dicho que yo sólo traduzco, que no opino, pero que si en realidad no la entiende a usted, como es el caso, se acabará usted dando cuenta enseguida, de manera que no tiene sentido mentir. Entonces él me ha dicho que vale, que le diga a usted que no la entiende, pero que de todas formas eso tiene fácil remedio.

—Euskara ikastaro batzuk har ditzakezu, eta umeek ere bai... —añadió el Presidente, mirando sonriente a su esposa.

La Primera Dama, al borde de las lágrimas, volvió a mirar a Itziar para que le tradujera lo que acababa de decir su marido:

—Dice que usted y sus hijas de ustedes podrían hacer unos cursillos de euskera...

En ese punto, la Primera Dama sintió un vahído y se desplomó redonda justo entre Berto, el médico con bata, y la psicóloga con chaleco reflectante, ninguno de los cuales tuvieron suficientes reflejos como para sujetarla a tiempo.

El doctor Cafarell tenía 54 años que parecían 62, peinaba hacia atrás su escaso aunque luengo cabello cano, llevaba gafas metálicas siempre un poco torcidas sobre la nariz de Peter Sellers, y, ocasionalmente, lucía en mitad de la corbata un lamparón espolvoreado con sal.

La sala de audiovisuales del Palau de la Generalitat estaba en penumbra para destacar las transparencias que el doctor había preparado, y, a los diez minutos de preliminares sobre la fisiología del neocórtex, el Cap deis
Mossos
d'Esquadra empezó a cabecear sobre sus manos enlazadas en la panza.

Poco después, el doctor Cafarell abordó una disertación sobre diferentes teorías del aprendizaje y el
Conseller
de Presidéncia se abandonó a una fanta sía erótica que le pasó en aquel momento por la cabeza.

Al iniciar el tema del bilingüismo según las sucesivas teorías de Saussure, Hall y Weinreich, el
President
empezaba a bostezar, y cuando se aventuró en los rudimentos de la neuroplasticidad, la conectividad sináptica y la poda neuronal del preadolescente, hasta el médico del Futbol Club Can Fanga, que también asistía, perdió completamente el interés.

En ese punto, el
President
se sintió obligado a interrumpir:

—Todo esto es muy... didáctico —dijo—, pero lo que nos interesa saber con urgencia es qué hace el Reconector y por qué unos mueren cuando se les aplica y otros no.

El doctor Cafarell comprendió, resignado, que estaba tratando con un simple político:

—El Reconector no es más que un equipo de resonancia magnética —dijo, con tono aburrido—. Se conecta al paciente con unos electrodos y es ca paz de representar en una pantalla la actividad de distintas zonas de su cerebro. Sabíamos, por una investigación publicada por las universidades de Harvard y Stanford, que si un sujeto ve su propia actividad cerebral representada en un diagrama de barras, es capaz de modificar esa actividad a voluntad...

—Bien, pero para qué sirve todo eso... —volvió a interrumpir el
President
.

—Lo que se consigue con el Reconector —aclaró el doctor— es que el propio sujeto conectado a él active precisamente el área del cerebro que nos interesa, en este caso la del lenguaje.

—Vale, hasta ahí le sigo —dijo el
President
—. Qué más...

—Bueno, como no podemos dotar al sujeto experimental de más neuronas, ni tampoco crear nuevas sinapsis porque sería demasiado lento y re queriría un esfuerzo por parte del sujeto, simplemente procedemos a una reconexión mediante la emisión de los oportunos impulsos eléctricos a través de los electrodos. Es decir, el sujeto no aprende realmente: lo que hace es reconectar la mitad de sus neuronas para hacerle hablar perfectamente un segundo idioma, incluidos aspectos fonéticos como la pronunciación, entonación, un determinado deje local, todo...

—Pero si se usa la misma cantidad de neuronas para hacer el doble de trabajo... —empezó a decir el
President
.

—En efecto, el número de neuronas y de sinapsis es siempre el mismo —completó el doctor—, así que cuanto mejor queremos que hable un idioma, peor hablará el otro. En el caso de los voluntarios del Experimento Catalonia, repartimos las conexiones neuronales al cincuenta por ciento: la mitad siguieron ocupándose de la lengua materna de los voluntarios, y la otra mitad empezaron a saber hablar catalán como si lo hubieran aprendido antes de los diez años, en la fase de superdimensionamiento neuronal...

—¿Y eso no hace que hablen mal las dos lenguas, la suya y la otra?

—No —contestó el doctor—. Con la mitad de lo que sabemos de nuestro propio idioma nos sobra para comunicarnos con normalidad. Se trata de des prenderse de lo superfluo, por ejemplo de un montón de cultismos y tecnicismos inútiles, de figuras retóricas que jamás usamos, de recursos poéticos, canciones sin interés, listas de palabras absurdamente memorizadas... Nadie echará de menos toda esa basura lingüística en el sujeto experimental. De todos modos, cabe decir que esos porcentajes se pueden programar, de tal modo que si configuráramos en el Reconector una transferencia de idiomas al ciento por ciento, el sujeto experimental dejará por completo de hablar y entender su propia lengua para, simplemente, entender y hablar otra que en adelante considerará la suya. Pero eso no era lo que a nosotros nos convenía en el Experimento Catalonia: nosotros queríamos obtener sujetos experimentales perfectamente bilingües...

El
President
trataba de asimilar todo aquello. —¿Y el proceso es reversible?

—Tantas veces como se quiera. A un determinado sujeto experimental se le reconfiguró el idioma dieciocho veces en tres días.

—¿Y cómo se elige el idioma que le... reconfiguramos?

—Bueno, el Reconector puede conectarse a Internet vía WiFi, y hay un montón de páginas desde donde se puede descargar el software correspondiente a cada lengua. Como el Reconector lo inventaron los fundamentalistas musulmanes, primero sólo se encontraba el árabe, pero desde que salió el inglés cada vez hay más lenguas disponibles...

—Bien —dijo el
President
—, pero todo esto no resuelve el enigma de por qué cuatro de las personas sometidas a las reconexiones han aparecido muertas. ¿Cómo se explica eso?

—Eso no se explica —dijo el doctor Cafarell—: eso, a la vista de los hechos y conocido el resultado de las autopsias, podemos todo lo más aventuralo...

—Y qué hipótesis concretas aventura usted —insistió el
President
.

—Verá —dijo el doctor Cafarell—, cuando hablamos de lenguaje estamos hablando de un tipo de conocimiento muy especial.

—En qué sentido...

—Bien, esto quizá es meterse en filosofías, pero podríamos decir que el lenguaje es la materia de la que está hecho nuestro pensamiento. Y ese lenguaje que configura nuestro pensamiento ha sido desarrollado por una comunidad humana, por una sociedad determinada, con unos condicionantes geográficos y una peripecia histórica concreta... En el caso que nos ocupa, ¿cree usted que piensan igual una inglesa, un holandés, un alemán, un suizo y un catalán?

—No sé ... —dijo el
President
, en espera de que se lo aclarasen.

—Para empezar, el alemán piensa en alemán, y el catalán piensa en catalán. Y como el idioma alemán contiene la experiencia, las costumbres, el talante, las cre encias, los prejuicios, las virtudes, los defectos y la idiosincrasia entera de la cultura alemana, claramente distinta de la catalana, cabe suponer que el alemán piensa, y por tanto es, de otra manera que el catalán.

—Sigo sin entender por qué han muerto cuatro de los voluntarios... —dijo, sinceramente, el
President
. —Bueno, quizá sea descabellado, pero... Los cuatro muertos provienen de países fríos, inclementes, ordenados y aburridos, y justamente después de haber sido sometidos al Reconector han muerto por intoxicación de endorfinas... Es como si al ver de repente el mundo a través de los ojos de un catalán hubieran muerto de felicidad. El tranquilo y cálido Mediterráneo, el clima benigno, la buena mesa, el vino y el cava, la siesta a la sombra, la bonhomía y la concordia de la gente de paz que somos..., todo eso está en nuestra lengua. Quizá hablar catalán es para el cerebro de un alemán como ponerse unas gafas que lo trasladan al paraíso...

A la parte romántica del
President
, que en lo más profundo de su ser siempre había creído firmemente que Cataluña era la tierra más ufana bajo la capa del sol —lo cual, siendo parte de la letra de una sardana escuchada repetidamente en la más tierna infancia, no hacía más que reafirmar las hipótesis del doctor Cafarell—, le gustó aquella explicación: Cataluña y Paraíso sonaban muy bien juntos...

—¿Pero entonces por qué no se han muerto todos los del Experimento? —preguntó su parte sensata, realista y práctica—. El doctor Benites ha tenido a Ricardinho y al resto de los voluntarios supervivientes bajo observación exhaustiva, y sus niveles de endorfinas son normales.

El médico del Futbol Club Can Fanga asintió. —Interesante asunto... dijo el doctor Cafarell—. Yo diría que un brasileño, igual que un caribeño, tienen una visión del mundo todavía más hedonista que un mediterráneo... En este caso el efecto puede ser inverso: ¿no han notado si desde que Ricardinho habla catalán está un poco más serio... ? —Pues... la verdad es que apenas había bailado la samba al superar con éxito el segundo chequeo —dijo el médico del Can Fanga—, y eso que él lo celebra todo bailando samba...

—Y los otros son una italiana, un marroquí y dos sudamericanos, si no recuerdo mal... —siguió el doctor Cafarell—: gentes todas ellas igualmente acostumbradas desde la infancia al buen tiempo y la ingesta de estupefacientes...

—Hay también un francés... —opuso el médico del Can Farga.

—Sí, me acuerdo de él... Pero es de la Provenza, artista y millonario de nacimiento...

—Ahora que lo dice —cagó el del Can Fargala peruana parece que se ha hecho muy devota de la Virgen de Montsecret, y el argentino apenas escucha a Los Luthiers ni hace comentarios inteligentes...

—O sea: ¿que éstos ya no se van a morir de risa... ? —preguntó el
President
, tratando de asegurarse.

Los seis Encapuchados, de nuevo ataviados con sus barbas de ZZ Top, salieron a tomar unos pinchos por los alrededores de la plaza Santa Ana, en el centro de Madriz. Según informó el Encapuchado n'5, lo que procedía comer en aquella localización era cocidito madrizleño y bocata de calamares, pero en lugar de eso se encontraron con una confusa mezcolanza de pulpos gallegos, embutidos serranos, patatas riojanas, habas asturianas, arroces valencianos, pescaítos andaluces, quesos manchegos, cocochas al pilpil y pa amb tomáquet escrito de las formas más diversas. En vista de lo cual, completamente escandalizados por aquella promiscuidad, optaron por olvidarse por un momento del conflicto tibetano y entrar en un restaurante chino, donde al menos sabían a qué atenerse.

Naturalmente, en pro de la pureza étnica del ágape, los seis rechazaron los cubiertos occidentales que estaban ya dispuestos sobre las mesas.

—Oye, pues para ser el Presidente del Estado Invasor, este Paquito no parece mal tipo dijo el Encapuchado n.º 2, tratando de atrapar una bola de cerdo agridulce con los palillos, que parecían minúsculos en sus manazas de eiskolari.

—Eso después de enchufarlo al Reconector, joder: cuando hablaba español se le notaba mogollón que era un fascista opresor —dijo la Encapuchada n.° 1.

—Pues a mí también me ha caído bien, la hostia —dijo n.° 3, también muy afanado en perseguir bolas de cerdo por el plato—. Y muy educau, oyes...

—Bah: lo que es es un blando, de los cojones... —dijo n.° 5—. A mí me intentan enchufar a una puta máquina pa'cambiarme el idioma y lío la de Dios...

—¿Sabéis qué podríamos hacer para celebrarlo? —preguntó n.° 4, dirigiendo la mirada hacia n.° 6. —Qué.

—Pues en vez de salir para Andorra mañana temprano, podríamos pasar esta noche allí, en uno de esos hoteles con saunas y jacuzzis... Cenamos como puercos capitalistas, mañana nos desayunamos en albornoz en la piscina, vamos a cobrar el cheque, pagamos el hotel y salimos hacia Iparralde relajaditos...

—Pues no es mala idea —terció n.° 5—, con 100.000 euros de presupuesto revolucionario...

En unos segundos, todos miraban al n.° 6 con cara de niño —barbudo— la mañana de Reyes.

—La verdad es que nos lo merecemos, qué hostias —dijo el cerebro—. ¿Cuánto tiempo se tarda hasta allí en coche?

—Siete horas y seis minutos desde el centro de Madriz hasta el centro de Andorra la Vella —informó n.'5, que ya había consultado el Google Maps en su portátil—. Contando una hora más para tomar prestado el vehículo adecuado y cargar el Reconector, podemos estar allí al anochecer.

—Yo me pido suite con televisión de plasma y cama de metro cincuenta para mí sola —dijo la Encapuchada n.° 1, mirando desdeñosa a n.'+

Corrales, que pasó por casa para prepararse un somero equipaje, apareció de regreso en el hotel Marina Brava con un nuevo sartenazo en la frente, muy cercano al primero.

Sin embargo, llamaba más la atención la indumentaria que había improvisado para la excursión andorrana con Jazmín y el inspector. Sin duda estaba inspirada en la de John Travolta en Fiebre del sábado noche, prototipo de elegancia aguerrida y varonil en los tiempos mozos de Corrales. La camisa, negra y de generosa solapa, parecía una talla más pequeña de lo estrictamente imprescindible, y se abría ampliamente sobre el pecho para mostrar un crucifijo de oro y, poco más abajo, una reunión de pelillos negros sobre la piel de color calamar. Los pantalones marfil, de talle alto, sin pinzas ni cinturillas, hacían lo que podían para no reventar por las costuras, a pesar de lo cual quedaban vacíos por la parte trasera, de cuyos bolsillos asomaban una cartera negra, un peine de concha y el paquete de Ducados. Las gafas eran las mismas que le servían en su papel de agente del FBI, pero algo en la gomina con que se había peinado hacia atrás le daba otro aire, quizá el de un Elvis Presley patilludo y decadente. El perfume con el que se había rociado generosamente era Prime Minister del año 1978 —lo había encontrado cuando hurgaba en su petate de la mili en busca de la gomina—, y su equipaje de mano consistía en una bolsa de deporte blanca con llamativas asas rojigualdas y un enorme escudo del Real Madriz.

El inspector vestía su habitual guayabera blanca y portaba un maletín negro en el que había metido varios juegos de esposas y su sable imaginario.

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