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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (34 page)

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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Pero, por volver a las circunstancias de nuestra boda, después de pasar un rato muy alegre, Amy y la cuáquera nos ayudaron a acostarnos, sin que la pobre cuáquera imaginara que ya habíamos compartido el lecho once años antes, pues eso era un secreto que ni siquiera Amy sabía. Amy sonrió e hizo muchas muecas, como si estuviera muy satisfecha, pero aprovechando un momento en que él había salido, refunfuñó un poco y se quejó de que no me hubiese casado diez o doce años antes, en lugar de hacerlo ahora, cuando ya de poco podía servirme, queriendo decir, en suma, que su señora rozaba ya la cincuentena y era demasiado mayor para tener hijos. La regañé y la cuáquera se burló, me felicitó por no ser tan vieja como decía Amy y añadió que no podía creer que tuviese más de cuarenta y que todavía estaba a tiempo de llenar la casa de niños. No obstante, Amy y yo sabíamos que no era así, pues lo cierto es que, por muy juvenil que fuese mi aspecto, mi edad era lo bastante avanzada para descartar la maternidad, pero la obligué a guardar silencio.

Por la mañana, la cuáquera vino a vernos antes de levantarnos y nos llevó pasteles y chocolate a la cama, y luego volvió a marcharse y nos animó a dormir otro rato, cosa que hicimos. En una palabra, nos trató tan bien y demostró ser tan afable y generosa que comprendí que los cuáqueros podían —y desde luego así era en su caso— ser tan amables y educados como el que más.

Sin embargo, traté de declinar su oferta de invitarnos toda la semana y tantas veces se lo repetí que noté que, si no aceptábamos, se lo tomaría a mal e incluso podría ofenderse, así que no insistí más y la dejé hacer. Tan sólo me limité a decirle que la compensaría, y así lo hice después. En cualquier caso, aquella semana los gastos corrieron de su cuenta y nos trató de un modo tan exquisito y con tanta profusión de cosas buenas que su mayor dificultad fue librarse de las sobras, pues no permitió que ningún plato, por abundante o exquisito que fuese, se sirviera dos veces en nuestra mesa.

Claro que yo tenía dos criadas que la ayudaron un poco —me refiero a mis dos doncellas, pues Amy ya no era una criada, sino mi ama de llaves, y comía siempre con nosotros—, y también tenía un cochero y un mozo; por su parte, la cuáquera tenía un criado y una sola doncella, pero les pidió prestadas otras dos a unas amigas para la ocasión, y contrató a un cocinero para preparar los platos.

De lo único de lo que carecía, por lo que me dio a entender, era de vajilla de plata, así que le ordené a Amy que fuese a buscar un baúl que había dejado en lugar seguro, y donde guardaba toda la plata fina que había adquirido en una ocasión peor, tal como se ha contado antes; lo puse en manos de la cuáquera y le pedí que la utilizara como si fuese no mía sino suya, por una razón que ahora explicaré:

Me había convertido en lady… y debo reconocer que estaba muy complacida de serlo, me sentía tan grande e importante al oír cómo me llamaban «mi señora», «vuestra señora» y otras cosas por el estilo que era como aquel rey indio de Virginia a quien los ingleses le construyeron una casa con una cerradura en la puerta y se pasó días enteros con la llave en la mano abriendo y cerrando la puerta, extasiado ante la novedad. Yo también podría haberme pasado un día oyendo cómo me hablaba Amy y me llamaba «mi señora» a cada palabra, pero al cabo de un tiempo la novedad perdió parte de su encanto y el orgullo que me inspiraba disminuyó, hasta que por fin empecé a ambicionar el otro título tanto como había ambicionado antes el primero.

Pasamos esa semana del mejor humor imaginable y nuestra amable cuáquera fue tan agradable en todo que supo entretenernos del mejor modo posible. No tuvimos música ni bailes, sólo yo cantaba de vez en cuando alguna canción francesa para distraer a mi marido, si me lo pedía, y la intimidad de nuestra diversión nos resultaba doblemente placentera. Tampoco encargué ningún vestido para la boda, pues tenía vestidos de sobra que, con sólo hacer algún arreglo, quedaron a la última moda. Al día siguiente de celebrarse el matrimonio, mi marido me pidió que me vistiera, aunque estábamos solos, y le respondí en broma que creía poder disfrazarme con un vestido para que no pudiera reconocer a su mujer cuando la viera, sobre todo si había delante alguien mas. ¡No!, respondió, eso era imposible, y quiso ver aquel vestido. Le dije que me lo pondría siempre y cuando me prometiera que no me obligaría a lucirlo en presencia de nadie más que él; así lo prometió, aunque quiso saber el porqué de aquella condición, pues ya se sabe que los maridos son criaturas inquisitivas y quieren averiguar todo lo que creen que se les está ocultando; pero yo tenía una respuesta preparada: «Porque en este país no es un vestido decente y sería muy poco decoroso llevarlo», y de hecho no lo era, pues era casi como ir en camisa, aunque fuese la vestimenta habitual en el país de donde procedía. Se quedó satisfecho con mi respuesta y prometió no pedirme que lo luciera en presencia de nadie. Así que me retiré y me llevé conmigo a Amy y a la cuáquera, y Amy me ayudó a ponerme el vestido de turca con el que había bailado otras veces, tal como se dijo anteriormente. A la cuáquera le encantó y afirmó que, si semejante atuendo llegaba a ponerse de moda en Inglaterra, no sabría qué hacer y se sentiría tentada de no vestir nunca más al estilo de los cuáqueros.

Cuando acabé de vestirme, me puse las joyas y, en concreto, el enorme broche por valor de mil
pistoles
que él me había regalado en el centro del
tyhaia
, o turbante, donde el efecto era más esplendoroso; me puse también mi collar de diamantes y mi cabello quedó
tout brillant
y resplandeciente con tantas joyas.

Cosí al chaleco el medallón con su efigie rodeada de diamantes, como si estuviese a la altura del corazón (tal como acostumbran a hacer, en casos semejantes, los orientales), pues estaba tan abierto por el pecho que no había sitio para poner allí ninguna joya. De esa guisa, con Amy sujetando la cola de la túnica, bajé a verlo. Se quedó boquiabierto y totalmente perplejo: me reconoció, sin duda, porque yo le había prevenido de antemano, y porque no había presente nadie mas que la cuáquera y Amy, aunque a ésta última no pudo reconocerla, pues se había puesto el vestido de la pequeña esclava turca que compré en Nápoles, tal como he contado más arriba. Llevaba el cuello y los brazos desnudos, y la cabeza descubierta con una larga trenza que le caía por la espalda, pero la muy descarada tenía la lengua demasiado larga y no pudo aguantar callada mucho tiempo sin delatarse.

Tanto le gustó mi vestido que quiso que comiese con él puesto, pero era muy fino y estaba tan abierto por delante que, con aquel tiempo tan frío, me dio miedo resfriarme. No obstante, mandamos cerrar las puertas y echar leña al fuego y le complací. Él afirmó que no había visto un vestido tan hermoso en toda su vida, luego le conté que mi marido (así llamaba al joyero que murió asesinado) me había regalado en Leghorn aquel vestido y que una joven esclava turca, de la que me había deshecho en París, me había enseñado a ponérmelo, así como muchas de las costumbres turcas y algunos rudimentos de su idioma. Como la historia era casi cierta y sólo había cambiado al protagonista, le pareció muy creíble y se dio por satisfecho. Sin embargo, yo tenía buenas razones para no querer ver a nadie con aquel vestido, al menos en Inglaterra, pero no hay por qué repetirlas aquí más veces.

No obstante, cuando nos trasladamos al extranjero, me lo puse con frecuencia y, en dos o tres ocasiones, incluso bailé para él.

Nos quedamos en las habitaciones de la cuáquera casi un año, pues después de muchas indecisiones respecto a dónde instalarnos en Inglaterra para su satisfacción, y una vez exceptuado Londres, que no era de la mía, fingí estar dispuesta a vivir en el extranjero con tal de complacerle. Afirmé que eso sería lo que más le gustaría y que a mí cualquier sitio me parecía igual que otro, añadí que, puesto que había vivido tantos años en el extranjero sin un marido, no me importaría volver a hacerlo, sobre todo ahora que lo tenía a él, y empezamos a intercambiar cortesías. Me dijo que él se encontraba muy a gusto en Inglaterra y que lo había dispuesto todo en ese sentido, pues ya me había dicho que estaba decidido a dejar los negocios, la administración de nuestra fortuna y las preocupaciones, pues ni uno ni otro teníamos necesidad de más, y por eso se había naturalizado inglés, había comprado la patente de
baronet
, etcétera. Yo acepté sus cumplidos, pero insistí en que imaginaba cuánto debía de añorar su país natal, donde se estaban criando sus hijos, y añadí que, ya que me valoraba tanto, me encantaría darle esa satisfacción, que mi hogar estaría allí donde él estuviera y que cualquier lugar del mundo me parecería Inglaterra si él estaba conmigo. De este modo logré convencerlo de que le estaba haciendo un favor al permitir que nos trasladáramos al extranjero, cuando en realidad yo nunca habría estado del todo cómoda en Inglaterra, a menos que hubiese vivido siempre encerrada, para evitar que, de un modo u otro, saliera a relucir la vida disoluta que había llevado allí y llegasen a saberse también todas las maldades que había cometido y que ahora tanto me avergonzaban.

Al terminar nuestra semana nupcial, en la que la cuáquera nos había tratado tan bien, le expliqué a mi nuevo marido lo agradecidos que debíamos estarle a nuestra anfitriona por habernos cuidado de un modo tan generoso, lo buena amiga que había sido y lo bien que se había portado siempre conmigo; y luego le conté algunas de sus desdichas conyugales y le dije que, en mi opinión, no sólo debíamos mostrarle gratitud, sino también hacer algo para ayudarla; y añadí que yo no tenía ningún protegido que pudiera importunarle en el futuro, puesto que no había nadie que dependiera de mí de quien no me hubiese ocupado ya generosamente y, a pesar de que ahora quisiera hacer algo por aquella honrada mujer, ése sería el último regalo que le haría a nadie en toda mi vida, con excepción de Amy, a quien no pensaba abandonar, aunque llegados el momento y la ocasión, haría lo que considerase más oportuno. Entretanto, Amy no era pobre, y había conseguido ahorrar entre setecientas y ochocientas libras, aunque no le dije el modo y las trapacerías con que las había ganado, sino sólo que disponía de ese dinero, para que comprendiese que no tendría necesidad de pedirnos nada.

Mi marido se alegró mucho al oír mis palabras acerca de la cuáquera, pronunció una especie de discurso a propósito de la gratitud, y afirmó que era una de las facetas más nobles de una mujer distinguida y que estaba tan entreverada con la honradez, e incluso con la religiosidad, que se preguntaba si podían darse la una sin la otra; añadió que en aquel acto había no sólo gratitud, sino caridad, y que para hacer esta última todavía más cristiana, el objeto a quien iba dedicado era sin duda merecedor de ella. Accedió, pues, de todo corazón e insistió en que le dejase pagar su parte.

Respecto a eso, le dije que, a pesar de lo que hubiese dicho antes, no tenía la intención de que cada uno tuviéramos nuestra propia bolsa, y que, aunque le hubiese hablado de ser una mujer libre e independiente y de otras cosas por el estilo, y él se hubiera ofrecido y me hubiese prometido dejarme conservar el control de mis bienes, y, ya que lo había aceptado como marido, haría lo que hacen las mujeres honradas y le daría todo lo que poseía; y, si me guardaba alguna cosa, sería sólo para poder dárselo a sus hijos en mi nombre en caso de fallecimiento. Añadí, en suma, que, si a él le parecía bien unir nuestras fortunas, lo discutiríamos al día siguiente para ver qué capital podíamos reunir entre los dos y considerar, antes de decidir en qué lugar instalarnos, el mejor modo de invertirlo en nuestro mutuo beneficio. Eran unas palabras demasiado generosas, y él un hombre demasiado sensato para no comprender el sentido en que se habían pronunciado, y se limitó a responder que haríamos lo que a los dos nos pareciese bien, pero que ahora lo más importante era manifestarle a nuestra amiga la cuáquera no sólo nuestra gratitud, sino también nuestra caridad y nuestro afecto; y lo primero que propuso fue donarle mil libras para que cobrase una renta vitalicia de sesenta libras anuales, pero hacerlo de tal modo que sólo ella pudiera cobrar el dinero. Era una oferta muy generosa por su parte, y lo cuento porque demuestra los desinteresados principios de mi marido, pero me pareció un poco excesiva, entre otras cosas porque yo había pensado regalarle la vajilla de plata; por tanto le dije que, en mi opinión, si le daba una bolsa de cien guineas como primer regalo, y luego le donaba una renta vitalicia de cuarenta libras anuales, sería más que suficiente.

Accedió a hacerlo y ese mismo día, por la noche, cuando íbamos a irnos a la cama, cogió a la cuáquera de la mano, la besó y le dijo que nos había tratado muy bien desde el primer momento y añadió que, según le había contado yo, lo mismo había hecho conmigo antes del matrimonio, por lo que se sentía obligado a demostrarle que tenía amigos que sabían cómo ser agradecidos, y que le rogaba que aceptara aquel pequeño presente (y le puso las monedas en la mano) como muestra de su gratitud personal y que su mujer le informaría de nuestras otras intenciones. Y, sin darle apenas tiempo de decir gracias, subió por las escaleras a nuestro dormitorio, y la dejó confusa y sin saber qué decir.

Después de irse mi marido, ella expresó con muy buenas y agradecidas palabras la devoción que sentía por nosotros, pero añadió que nunca podría corresponder a nuestra generosidad y que yo ya le había hecho muchos regalos valiosos, cosa que era cierta, pues, aparte de la pieza de tela que le había dado al principio, también le había regalado un juego de manteles adamascados, que había comprado para mis bailes, y que incluía tres manteles de mesa y tres docenas de servilletas, y en otra ocasión le había dado un collarcito de cuentas de oro y otras cosas parecidas. El caso es que repitió que sólo podía correspondernos con su afecto y que ahora se lo habíamos puesto aún más difícil, pues estaba más en deuda con nosotros que nunca. Dijo todo aquello a su manera, del modo más amable y sincero que pueda imaginarse, pero la interrumpí y le pedí que no dijese nada más y aceptara lo que mi marido le había dado, que no era más que una parte, como le había oído decir.

—Ahora ven, siéntate a mi lado y permite que te diga las demás cosas que mi marido y yo hemos acordado respecto a ti.

—¿A qué te refieres? —preguntó, y se ruborizó y pareció muy confundida, aunque no se movió.

Hizo ademán de volver a decir algo, pero yo la interrumpí y le pedí que no volviera a disculparse de nada, pues tenía cosas mejores que contarle. De modo que proseguí y le dije que, ya que había sido tan amable y cariñosa con nosotros en todo momento, que su casa había sido el lugar donde se había producido nuestro feliz reencuentro, y que ella misma me había puesto en parte al corriente de sus actuales circunstancias, habíamos decidido proporcionarle una ayuda para lo que le quedaba de vida. Luego le conté lo que habíamos planeado y le dije que sólo faltaba decidir cómo garantizarle la renta independientemente de lo que le pagase su marido; de este modo, si él le pagaba lo suficiente para vivir cómodamente y sin apuros, no tendría necesidad de utilizarla y podría ahorrar los intereses y añadirlos anualmente al capital, y así, con el tiempo, y tal vez antes de que pudiera necesitarlo, el dinero se habría doblado. Añadí que nada nos gustaría más que ver cómo acrecentaba su fortuna y que todo lo que ganase sería para ella o sus herederos, pero que las cuarenta libras al año volverían a nuestra familia cuando concluyese su vida, que ambos esperábamos que fuese larga y feliz.

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