Read Roma Online

Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Roma (5 page)

Entonces, poco a poco, se hizo evidente que por los alrededores corría una criatura maliciosa.

Empezó a faltar comida, junto con pequeños objetos que nadie tenía motivos para robar. De vez en cuando, aparecían objetos de valor rotos (una rueca, una vasija de arcilla, una carretilla de juguete hecha de madera), como si un niño grande e inmensamente fuerte los hubiera destrozado por despecho. El alborotador actuaba de noche y no dejaba pistas; Caco había adquirido una habilidad enorme y actuaba sin dejar rastro.

Los habitantes del poblado estaban rabiosos y enfadados. Al miedo que les producía el monstruo se sumaba otro: que los comerciantes que frecuentaban el mercado se enteraran de la existencia de Caco y huyeran asustados. Si los comerciantes dejaban de acudir, los colonos perderían su medio de vida y el poblado acabaría desapareciendo.

Una mañana, durante el mercado de ganado más concurrido del año, el poblado entero se despertó por los mugidos del ganado. Junto al corral encontraron una vaca muerta, su cuerpo desgarrado y prácticamente sin carne. La vaca no podía haber saltado la valla, y la puerta seguía cerrada. ¿Qué tipo de hombre tenía la fuerza suficiente como para levantar una vaca en brazos, saltar con ella la tosca valla, matar luego al animal y destriparlo con las manos? El poblado se vio sacudido por una oleada de pánico. Algunos de los comerciantes de ganado recogieron sus rebaños para volver enseguida a sus casas.

Armados con cuchillos y lanzas, por parejas, los habitantes del poblado rastrearon las Siete Colinas. Dos de los cazadores debieron tropezarse con el monstruo. Sus cuerpos fueron descubiertos en la colina de los sauces, destrozados y destripados, de un modo muy similar a como había quedado el cuerpo de la vaca.

La noticia corrió enseguida por los caminos que llevaban a la ruma: al monstruo que acechaba el poblado le gustaba la carne humana. Los comerciantes no dejaron sólo de hacer negocios en el mercado, sino que además se desviaban enormemente para evitar pasar por sus cercanías.

Con la mayoría de los comerciantes desaparecidos y el tráfico de los caminos tan reducido, el monstruo se tornó más osado si cabe. Desapareció una niña. Sus restos fueron encontrados a escasa distancia del poblado, a los pies de la colina empinada situada en la otra orilla del Spinon. Uno de los rastreadores, al levantar la vista para evitar una visión tan horripilante, vislumbró un movimiento en lo alto de la ladera. Una cara horrorosa lo observó por un momento desde detrás de un saliente de piedra cubierto por las zarzas y desapareció acto seguido. Un instante después, los rastreadores se vieron sorprendidos por una lluvia de rocas y huyeron corriendo. Al observar a cierta distancia de seguridad la ladera, descubrieron lo que parecía una cueva, con la entrada cubierta por zarzas. Ninguno veía manera de escalar la ladera de la colina. Y aun pudiendo escalarla, no se atrevían ni a imaginarse lo que podía esperarles si llegaban a la entrada de la cueva.

Cuando estuvieron de regreso al poblado, los rastreadores explicaron lo que habían descubierto.

Poticia, horrorizada, se dio cuenta de que el monstruo se había instalado en su cueva secreta, que había dejado de serlo.

Desde su guarida en la ladera de la colina, Caco salía de noche para aterrorizar al poblado.

Durante el día, permanecía escondido en la cueva.

Los habitantes del poblado intentaron escalar la colina en más de una ocasión para atacar al monstruo en su cueva. Caco, vociferando su nombre, les lanzaba piedras. Uno de los colonos cayó y se partió el cuello. Otro recibió una pedrada en un ojo y se quedó ciego.

Otro consiguió acercarse más que nadie a la entrada de la cueva, pero murió en el acto de una pedrada en la frente. En lugar de caer, su cuerpo sin vida quedó atrapado entre las afiladas rocas y la maleza. Nadie se atrevió a subir para retirarlo de allí. Y allí permaneció durante varios días y varias noches, un aviso horripilante para todo aquel que pretendiera acabar con el monstruo. Una mañana, el cuerpo ya no estaba allí. Caco se había apoderado de él. Los huesos del hombre, limpios y relucientes, fueron apareciendo uno tras otro a los pies de la colina a medida que Caco fue arrojándolos.

Fue Poticio quien sugirió prender fuego a la ladera de la colina. Si las llamas y el humo no conseguían acabar directamente con el monstruo, como mínimo le obligarían a salir de su guarida.

Prendieron fuego a las zarzas a los pies de la colina. Las llamas se extendieron hacia arriba, en dirección a la cueva. Entonces se levantó un viento procedente del Tíber y empujó las llamas en todas direcciones. Las ascuas se elevaron en el aire en espiral, cruzaron el Spinon y prendieron en el techo de paja de una cabaña. Las llamas se propagaron de vivienda en vivienda. Los habitantes del poblado trabajaron desesperadamente para extinguir el fuego con cubos de agua del río. Cuando finalmente el fuego se apagó, la ladera de la colina estaba negra y chamuscada, pero la cueva no se había visto afectada y el monstruo había salido ileso del incendio.

Se tomó la decisión de montar guardia y vigilar la cueva para de este modo poder dar la alarma en el caso de que el monstruo bajara. Hombres y muchachos se turnaban día y noche, acostumbrando la vista para conseguir ver la entrada de la cueva desde abajo.

Uno de los primos de Poticia, un joven fornido y exaltado llamado Pinario, alardeó con ella diciéndole que él acabaría con Caco de una vez por todas. Contagiada por el entusiasmo del muchacho, Poticia le confesó a su primo que había subido muchas veces a la cueva. Aunque apenas podía creerla, Pinario aceptó sus explicaciones sobre cómo llegar hasta allí.

La tarde en que le correspondía montar guardia y vigilar la cueva, Pinario decidió actuar. Era un día caluroso y el ambiente invitaba a dormir. El resto de los habitantes del poblado echaba la siesta, excepto Poticia, que conocía los planes de su primo y le despidió con un beso de buena suerte antes de que el muchacho empezara su ascenso.

Arriba se oía un ruido débil que supusieron eran los ronquidos del monstruo. Tal vez fuera el zumbido de las moscas, atraídas hacia la cueva por la sangre y la masacre. Poticia recordó las tardes de verano en que echaba la siesta en la fresca oscuridad de la cueva. Se imaginó al monstruo dormido en aquel lugar que tan bien conocía ella y que tanto quería. La imagen la hizo estremecerse, pero la llenó también de una tristeza imposible de explicar. Por vez primera se preguntó de dónde habría salido aquel monstruo. ¿Habría más como él? A buen seguro había nacido de una madre. ¿Qué destino lo habría conducido hasta la ruma y convertido en el ser vivo más miserable del mundo?

Pinario ascendió en silencio y con rapidez, pero ya cerca de la cueva llegó a un saliente que le habría llevado en dirección contraria. Poticia, que observaba desde abajo, corrigió su trayectoria con un susurro apenas audible.

El sonido que parecía ser los ronquidos del monstruo se acalló de repente. Poticia sintió un escalofrío de terror.

Pinario llegó a la entrada de la cueva. Se apoyó en el saliente de piedra, recuperó el equilibrio y sonrió a su prima. Sacó el cuchillo y le mostró a ella el filo, desapareciendo a continuación en el interior de la cueva.

El grito que siguió no tenía nada que ver con cualquier cosa que ella hubiera oído en su vida; fue tan fuerte que despertó a todos los que dormitaban en el poblado. Le siguió un sonido de algo desgarrándose, luego el silencio. Instantes después, la cabeza de Pinario salió volando del agujero y rodó montaña abajo. Aterrizó con un ruido sordo en la hierba, justo al lado de Poticia, que cayó al suelo casi sin sentido. Deslumbrada por la luz del sol y prácticamente desvanecida por el calor, levantó la vista y vio a Caco en el saliente de piedra, mirándola. Su cuerpo, gigantesco y deformado, estaba cubierto de sangre y restos humanos. El sonido que salía de su garganta -«¿Caco? ¿Caco?»- tenía un matiz de urgencia, un tono interrogatorio, como si estuviese contemplando algo que le había dejado fascinado y esperara una respuesta. – ¿Caco? – murmuró de nuevo, ladeando la cabeza y mirándola.

Poticia consiguió ponerse en pie. Corriendo a ciegas, tropezó con la cabeza de Pinario. Lanzó un alarido y se precipitó entonces hacia el poblado, llorando.

La muerte de Pinario llevó a muchos habitantes al límite de lo que podían soportar. Su padre, llamado también Pinario, declaró que había llegado el momento de abandonar el poblado. El monstruo les había provocado un gran sufrimiento y se sentían impotentes contra él; pero más que eso, la llegada de la criatura había desatado el mal en el territorio de la ruma. Los numina se habían vuelto en contra de los pobladores. La peor de las desgracias había sido el incendio de las cabañas provocado por llamas y vientos traicioneros, pero en los últimos días habían sucedido además muchas desgracias de menor importancia. Los pobladores debían irse de allí, declaró el anciano Pinario. Lo único a debatir era cuándo y hacia dónde, y si debían permanecer juntos o emprender caminos distintos.

–Si nos vamos, primo, ¿qué retendrá al monstruo aquí? – preguntó Poticio-. Creo que nos seguirá. Nos dará caza en el camino. Nuestros hijos serán su presa.

–Tal vez -reconoció Pinario-. Pero a campo abierto, fuera de su cueva, tendríamos al menos una posibilidad de matar a ese ser. Poticio movió la cabeza.

–Esa criatura es un cazador mucho más habilidoso que cualquiera de nosotros. En plena naturaleza no tendríamos ninguna oportunidad contra él. Y, uno a uno, se iría haciendo con todos nosotros. – ¡Pero eso es lo que está haciendo ahora! – exclamó llorando Pinario, pensando en la muerte de su hijo.

La discusión no quedó cerrada, pero Poticia pensó que la opinión de Pinario acabaría imponiéndose en poco tiempo. La ruma se había convertido en un lugar de tristeza y desesperación.

Pero aun así, se le partía el corazón sólo de pensar en abandonar para siempre las colinas de su infancia.

Entonces llegó el extranjero.

Fueron los mugidos de los bueyes los que despertaron a Poticia aquella mañana. Hacía mucho tiempo que no había bueyes en el mercado. Al principio, pensó que debía estar soñando en los viejos tiempos, antes de la llegada de Caco. Pero cuando se desperezó y se puso en pie, se dio cuenta de que los mugidos de los bueyes continuaban. Salió corriendo de la cabaña y vio lo que sucedía.

Bajo la luz del primer sol del día, un pequeño grupo de bueyes comía tranquilamente la hierba del prado situado en la orilla opuesta del Spinon, a los pies de la colina donde vivía Caco. Junto al rebaño, sentado en el suelo y recostado en el tronco de un árbol, el pastor. Tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia un lado; daba la impresión de que estaba dormido. Aun viéndolo de tan lejos, Poticia estaba prácticamente segura de que no lo había visto nunca antes. De entrada, era mucho más alto que cualquier hombre que ella conocía, exceptuando a Caco, si es que a Caco se le podía llamar hombre. A diferencia de Caco, no era feo en absoluto ni daba miedo mirarlo. De hecho, sucedía más bien al contrario. Sin darse cuenta, se encontró saltando las piedras a través de las cuales podía cruzar el Spinon y caminando hacia él. – ¡Poticia! ¿Qué haces? – Su padre, junto con la mayoría de los demás hombres del poblado, se había congregado cerca del corral para el ganado, que ahora permanecía vacío. Observaban al desconocido desde una distancia prudente, intentando decidir si debían acercarse a él y quién debería hacerlo. Poticia se dio cuenta de que tenían miedo del desconocido y que ella no compartía su miedo.

A medida que se aproximaba, vio que tenía la boca entreabierta y le oyó roncar suavemente.

Tenía el cabello negro y largo. La barba espesa. Todo en él era grande. Su rostro, fuerte y de duras facciones, encajaba a la perfección con su espalda y brazos bien musculados. Poticia decidió que, aunque en aquel momento tuviera un aspecto algo ridículo, allí sentado y roncando, era el hombre más guapo que había visto en su vida.

Sobre los hombros llevaba una capa de piel, atada al pecho mediante las patas delanteras del animal. La piel tenía un tono dorado oscuro y las garras estaban rematadas por unas formidables zarpas. Poticia vio que era la piel de un león, y miró al desconocido con mayor curiosidad si cabe.

Debió de tragarse algún insecto volador, pues el hombre se abalanzó de repente hacia delante y se despertó instantáneamente. Hizo una mueca y escupió de golpe. El grupo congregado junto al arroyo soltó un grito colectivo de alarma, pero Poticia se echó a reír. Para ella, el propietario del rebaño de bueyes estaba de lo más ridículo… y de lo más atractivo.

El hombre cogió la mosca que tenía en la boca, levantó la vista para mirar a Poticia y sonrió.

Poticia suspiró.

–No puedes quedarte aquí.

Él puso mala cara.

–Tus bueyes no están a salvo si sigues aquí -le explicó ella.

Su mirada daba a entender que no comprendía lo que estaba diciéndole. ¿Acaso no había oído hablar de Caco? Debía de venir de muy lejos, pensó Poticia. Y cuando habló, sus sospechas quedaron confirmadas. No entendía ni una palabra de lo que ella estaba diciéndole.

Un perro, que dormía junto a los bueyes, se levantó y se acercó a ellos, meneando la cola. El pastor sacudió la cabeza. Movió un dedo en dirección al perro y le dijo algo en un tono de amable regañina. Era evidente que el trabajo del perro consistía en despertarlo si alguien se acercaba a los bueyes mientras él dormía, y que el perro no había cumplido con su deber.

El pastor se puso en pie y se desperezó estirando sus musculosos brazos por encima de la cabeza.

Era más alto incluso de lo que Poticia se imaginaba. Estirando el cuello para mirarlo, se sentía pequeña, como una niña. Inconscientemente, se llevó la mano al cuello y acarició el amuleto de oro.

El pastor miró a Fascinus por un momento y luego la miró a ella a los ojos. Aquella mirada despertó en ella ciertas sensaciones, y Poticia supo entonces que había dejado de ser una niña y se había convertido en una mujer.

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