—Dicen ser los ayudantes del maestro, mi señor.
—¿Ayudantes? —Enarcando una ceja, Oliver escrutó al grupo—. Mi querido maestro, cuando esta mañana habéis hecho referencia a vuestros ayudantes, no me ha parecido oír que estuvieran también en el castillo.
—Yo mismo no lo sabía —respondió el profesor.
Lord Oliver soltó un bufido de incredulidad. Observándolos uno por uno, dijo:
—A vuestra edad no podéis ser ayudantes. Os sobran al menos diez años. Y antes no habéis dado señal de que conocierais al maestro… Mentís. Todos vosotros. —Se volvió hacia sir Guy—. No les creo, y quiero saber la verdad. Pero no ahora. Llevadlos a la mazmorra.
—Mi señor, de allí precisamente han escapado.
—¿Han escapado? ¿Cómo? —Alzó la mano de inmediato para atajar la respuesta—. ¿Cuál es el lugar más seguro del castillo?
Robert de Kere se adelantó y susurró algo a lord Oliver, que se echó a reír.
—¿Mi cámara de la torre? ¿Donde tengo instalada a Alice, mi amante? Ciertamente es un sitio seguro. Sí, encerradlos allí bajo llave.
—Me ocuparé de ello, mi señor —respondió sir Guy.
—Estos «ayudantes» serán nuestra garantía de que su maestro se comporta debidamente. —Esbozó una lúgubre sonrisa—. Creo, maestro, que aún aprenderéis a bailar conmigo.
Se llevaron por la fuerza a los tres jóvenes. A una señal de lord Oliver, se retiraron el músico y el maestro de danza con una callada reverencia. Las mujeres salieron detrás de ellos. Inicialmente sir Robert no se dio por aludido, pero, tras una fulminante mirada de Oliver, también él abandonó el salón.
Sólo quedaban allí los criados que preparaban las mesas y, salvo por el leve ruido de éstos, reinaba el silencio.
—Veamos, maestro, ¿qué tramáis?
—Bien sabe Dios que son mis ayudantes, como os he dicho desde el principio —aseguró el profesor.
—¿Ayudantes? Uno de ellos es caballero.
—Tiene una deuda de gratitud conmigo, y me paga con sus servicios.
—Ah, ¿y en qué consiste esa deuda?
—Salvé la vida a su padre.
—¿Es eso verdad? —Oliver se paseó alrededor del profesor—. ¿Y cómo lo salvasteis?
—Con medicinas.
—¿Cuál era su dolencia?
—Mi señor Oliver —dijo el profesor, tocándose la oreja con un dedo—, si deseáis verificarlo vos mismo, haced traer al caballero Marek, y él os confirmará lo que acabo de decir, esto es, que salvé a su padre, enfermo de hidropesía, mediante un tratamiento con árnica, y que eso sucedió en Hampstead, una aldea cercana a Londres, en otoño del año pasado. Llamadlo a vuestra presencia y preguntádselo.
Oliver guardó silencio.
Miró fijamente al profesor.
El tenso momento pasó al aparecer en una puerta del fondo del salón un hombre con la ropa manchada de harina.
—Mi señor.
—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Oliver, volviéndose.
—Mi señor, un centro de mesa.
—¿Un centro de mesa? Muy bien, pero apresúrate.
—Mi señor —dijo el hombre, haciendo una reverencia a la vez que chasqueaba los dedos. Dos muchachos entraron de inmediato con una gran fuente a hombros—. Mi señor, el primer centro de mesa: fiambre.
La fuente contenía unos pálidos intestinos desparramados y los grandes testículos y el pene de un animal. Oliver examinó con detenimiento el centro de mesa desde distintos ángulos.
—Las entrañas de un jabalí recién cazado —comentó, asintiendo con la cabeza—. Muy convincente. —Miró al profesor—. ¿Os parece bien la obra elaborada por mi cocina?
—Sí, mi señor. Es un centro de mesa tradicional y bien realizado. Los testículos en particular rayan la perfección.
—Gracias, señor —dijo el cocinero, inclinando la cabeza—. Con vuestra licencia, son ciruelas pasas bañadas en azúcar fundido. Y los intestinos son trozos de fruta ensartados y recubiertos primero con crema batida de huevos y cerveza clara y después con miel.
—Muy bien, muy bien —observó Oliver—. ¿Servirás esto antes del segundo plato?
—Así es, mi señor.
—¿Y el otro centro de mesa?
—Será de mazapán, mi señor, coloreado con azafrán y diente de león.
Tras una nueva reverencia, el cocinero hizo una seña, y dos muchachos más entraron acarreando otra fuente. En ésta se alzaba una enorme reproducción a escala de la fortaleza de Castelgard, con las murallas de un metro y medio de altura. La obra de repostería, de un amarillo claro casi idéntico al de los verdaderos mampuestos, era fiel hasta los más mínimos detalles, incluidos los pendones de las torres.
—
Elégant!
¡Magnífico! —exclamó Oliver, y empezó a batir palmas con el entusiasmo de un niño—. Estoy muy satisfecho. —Se volvió hacia el profesor y señaló la maqueta de mazapán—. ¿Estáis enterado de que ese villano de Arnaut avanza rápidamente hacia aquí, y debo defender el castillo contra sus huestes?
Johnston asintió con la cabeza.
—Sí, estoy enterado.
—¿Cómo me aconsejáis que disponga mis fuerzas en Castelgard?
—Mi señor —contestó el profesor—, en vuestro lugar yo no defendería Castelgard.
—Ah, ¿y por qué decís eso? —Oliver se acercó a una mesa, cogió una copa y se sirvió vino.
—¿Cuántos hombres necesitasteis vos para arrebatar la fortaleza a los gascones? —preguntó Johnston.
—Cincuenta o sesenta, no más.
—Ahí tenéis, pues, la respuesta.
—Pero nosotros no tomamos el castillo con un ataque frontal. Penetramos furtivamente, recurriendo a la astucia.
—¿Y el Arcipreste no lo hará?
—Puede intentarlo, pero estaremos esperándolo, preparados para su ataque.
—Quizá —dijo Johnston—, o quizá no.
—Si sois, pues, un adivino…
—No, mi señor, no conozco el futuro. Carezco de tales facultades. Simplemente os ofrezco mi consejo como hombre. Y os digo que el Arcipreste no actuará con menos astucia que vos.
Oliver frunció el entrecejo y por un momento bebió sumido en un lúgubre silencio. De pronto pareció recordar la presencia del cocinero y los muchachos cargados con la fuente, todos en silencio, y les indicó que se retiraran. Cuando salían, advirtió al cocinero:
—¡Cuida bien de ese centro de mesa! No quiero que sufra daño alguno antes de que lo vean los invitados. —En cuanto volvieron a quedarse Solos, miró a Johnston y señaló los tapices—. Como tampoco quiero que resulte dañado este castillo.
—Mi señor —dijo Johnston—, no necesitáis defender este castillo cuando tenéis otro mucho mejor.
—¿Cómo? ¿Os referís a La Roque? Pero La Roque tiene un punto débil. Hay un pasadizo que no consigo localizar.
—¿Y cómo estáis tan seguro de que ese pasadizo existe?
—Debe de existir —respondió Oliver—, porque el arquitecto de La Roque fue el viejo Laon. ¿Habéis oído hablar de Laon? ¿No? Fue el predecesor del actual abad en el monasterio. Ese obispo era un viejo zorro, y siempre que se solicitaba su colaboración en la reforma de un pueblo, un castillo o una iglesia, dejaba algún secreto que sólo él conocía. Todos los castillos tenían un pasadizo secreto o un punto débil desconocido que Laon podía vender a un atacante si le convenía. El viejo Laon sabía velar por los intereses de la Madre Iglesia… y más aún por los suyos propios.
—Y sin embargo —insistió Johnston— si nadie sabe dónde se encuentra ese pasadizo, bien podría ser que no existiera. No obstante, deben considerarse también otros factores, mi señor. ¿Cuáles son vuestros efectivos aquí en este momento?
—Doscientos veinte mesnaderos, doscientos cincuenta arqueros y doscientos lanceros.
—Las huestes de Arnaut doblan en número a las vuestras —afirmó Johnston—, como mínimo.
—¿Eso creéis?
—Ciertamente no es más que un vulgar ladrón, pero ahora es un ladrón de renombre, por marchar sobre Aviñón, obligar al Pontífice a comer en compañía de sus hombres, y exigirle luego el pago de diez mil libras a cambio de dejar intacta la ciudad.
—¿Es eso verdad? —dijo lord Oliver con visible preocupación.
—No me ha llegado noticia. Sí sé que corren rumores de que Arnaut
planea
marchar pronto sobre Aviñón, quizá el próximo mes. Y todos dan por supuesto que amenazará al Papa. Pero aún no lo ha hecho. —Arrugó la frente—. ¿O sí?
—Decís verdad, mi señor —se apresuró a rectificar Johnston—. Me refiero a que la osadía de sus planes anunciados atrae diariamente nuevos soldados a su lado. A estas alturas, cuenta ya con unas huestes de mil hombres, quizá dos mil.
Oliver soltó un resoplido de desdén.
—No me da miedo.
—No dudo de vuestro valor —dijo Johnston—, pero este castillo tiene un foso poco profundo, un único puente levadizo, un único arco de entrada y un único rastrillo. En el flanco oriental, vuestras defensas son de baja altura. Aquí el reducido espacio sólo os permite almacenar víveres y agua para unos cuantos días. Vuestra guarnición está prácticamente hacinada en los pequeños patios y tiene poca capacidad de maniobra.
—Sabed que mi tesoro se encuentra aquí, y no pienso abandonarlo —repuso Oliver.
—Y mi consejo es que reunáis todo lo que os sea posible y os marchéis. La Roque se halla construida sobre un peñasco, con escarpadas paredes de roca a dos lados; y en el tercero cuenta con dos puertas de entrada, dos rastrillos, dos puentes levadizos. Aun si los invasores logran traspasar la puerta exterior…
—¡Conozco de sobra las virtudes de La Roque!
Johnston guardó silencio.
—¡Y no deseo oír vuestras deplorables instrucciones!
—Como os plazca, lord Oliver —dijo Johnston. Al cabo de un instante, añadió—: Es una lástima.
—¿Una lástima? ¿Qué es una lástima?
—Mi señor, difícilmente podré aconsejaros si me ocultáis información.
—¿Ocultaros información? Yo no os oculto nada, maestro. Hablo con total claridad, sin tapujo alguno.
—¿Cuántos hombres tenéis acantonados en La Roque? —preguntó Johnston.
Oliver se movió con visible malestar.
—Trescientos.
—Así pues, vuestro tesoro está ya en La Roque.
Lord Oliver lo miró en silencio con los ojos entornados. Se volvió, se paseó alrededor de Johnston y lo miró de nuevo.
—Intentáis despertar mis temores para inducirme a ir a La Roque —afirmó por fin con tono acusador.
—No es así.
—Queréis que me traslade a La Roque porque sabéis que la fortaleza tiene un punto débil. Sois un enviado de Arnaut y estáis preparándole el terreno.
—Mi señor —respondió Johnston—, si La Roque es inferior, como decís, ¿por qué guardáis allí vuestro tesoro?
Oliver resopló, de nuevo disgustado.
—Manejáis con habilidad las palabras.
—Mi señor, vuestros propios actos os revelan cuál de los dos castillos es superior.
—Muy bien, maestro. Pero si voy a La Roque, vendréis conmigo. Y si otro descubre la entrada secreta antes de que vos me la mostréis, me aseguraré personalmente de que la muerte de Eduardo parezca una gentileza en comparación con la vuestra.
—Comprendo el sentido de vuestra advertencia —dijo Johnston.
—¿Ah, sí? Pues tomadla muy en serio.
Chris Hughes miró por la ventana.
A unos veinte metros bajo él, vio el patio en penumbra. Hombres y mujeres ataviados con sus mejores galas avanzaban lentamente hacia las ventanas iluminadas del gran salón. Oyó el tenue sonido de la música. Aquella festiva escena acentuó aún más su sensación de malestar y aislamiento. Iban a morir los tres, y nada podía hacerse para evitarlo.
Estaban encerrados en una pequeña cámara de la torre del homenaje, desde donde se dominaban las murallas del castillo y el pueblo. Era una habitación de mujer, con una rueca y un altar a un lado, vanos signos de devoción eclipsados por la enorme cama con taracea de piel y una suntuosa colcha roja situada en el centro. La puerta era de madera de roble maciza, provista de una cerradura nueva. El propio sir Guy había echado la llave después de apostar un guardia dentro de la cámara, sentado junto a la puerta, y otros dos fuera.
Esta vez no querían correr riesgos.
Marek estaba sentado en la cama, con la mirada perdida, absorto en sus pensamientos. O quizá escuchaba algo con atención, ya que tenía una mano abocinada en torno al oído. Entretanto, Kate se paseaba inquieta de ventana en ventana, observando las vistas desde cada una de ellas. En la ventana opuesta, se inclinó para asomarse y miró abajo; luego se acercó a la ventana junto a la que se hallaba Chris y se asomó también.
—La vista es la misma desde aquí —comentó Chris. Las idas y venidas de Kate lo irritaban.
Advirtió entonces que Kate alargaba el brazo para palpar los mampuestos y la argamasa del paramento exterior del muro.
Chris le dirigió una mirada interrogativa.
—Quizá —dijo ella, asintiendo con la cabeza—. Quizá.
Chris extendió la mano y tocó el muro. La mampostería era casi lisa, la pared curva y aplomada. Caía verticalmente hasta el patio.
—¿Bromeas? —preguntó Chris.
—No —respondió ella—. No bromeo.
Chris miró de nuevo afuera. En el patio había otra mucha gente además de los cortesanos. Un grupo de escuderos charlaba y reía mientras limpiaba las armaduras y almohazaba los caballos de los caballeros. A la derecha, varios soldados hacían la ronda a lo largo de la muralla. Cualquiera de ellos podía volverse y descubrirla si percibían algún movimiento.
—Te verán —advirtió Chris.
—Desde esta ventana, sí; pero no desde la otra. Nuestro único problema es ése. —Señaló con la cabeza en dirección al guardia de la puerta—. ¿Puedes hacer algo al respecto?
—Yo me ocuparé —dijo Marek desde la cama.
—¿A qué viene esto? —prorrumpió Chris a gritos, indignado—. ¿No me crees capaz de hacerlo yo mismo?
—No, la verdad —contestó Marek.
—Maldita sea, estoy harto de cómo me tratas —protestó Chris. Hecho una furia, miró alrededor en busca de algún objeto contundente. Cogiendo un pequeño taburete colocado ante la rueca, se aproximó a Marek.
Al verlo, el guardia se levantó y se dirigió rápidamente hacia él, diciendo:
—
Non, non, non.
No vio siquiera que Marek lo golpeaba desde atrás con un candelabro metálico. El guardia se desplomó, y Marek lo sujetó antes de caer y lo dejó con sigilo en el suelo. La sangre manaba a borbotones de la cabeza del guardia y empapaba la alfombra oriental.
—¿Está muerto? —preguntó Chris, mirando con asombro a Marek.